Hay una especie de belleza —escribe el inglés Joseph Addison en 1726— que hallamos en distintas producciones del arte y de la naturaleza, que no actúa sobre la imaginación con el calor y la fuerza de la belleza que vemos en nuestra propia especie, pero que es capaz de suscitar en nosotros una delicia secreta y casi un aliciente por los lugares o los objetos donde la descubrimos. Esta consiste en la alegría o variedad de los colores, en la simetría y en la proporción de las partes, en el orden y en la disposición de los cuerpos, o bien en la fusión o confluencia de todos estos elementos en su justa proporción. Entre estas distintas especies de belleza, los colores son los que más deleitan la vista. No encontramos nunca en la naturaleza una escena más gloriosa y agradable que la que aparece en los cielos a la salida y la puesta del sol y está compuesta tan solo por las distintas manchas de color que se ven en las nubes situadas en distinta posición.
(1– Evans M Cohen – visions 2017/ 2- Peter llsted)
Para los retratos — confesaba el italiano Tullio Pericoli— trabajo muy a menudo con fotografías. Cojo todas las fotos que tengo del personaje seleccionado. Las extiendo sobre la mesa. Las examino una por una, luego todas juntas, comparándolas. Tomo un bloc de papel ligeramente transparente y hago el primer boceto del retrato. Algunas veces se revela enseguida un trazo, un detalle que cultivaré. Después arranco la hoja y la pongo debajo de la siguiente, con objeto de verlo en transparencia. En ese momento es como si ese conjunto de rasgos compusiera una faz y esa faz me observara, empezara a mirarme. Cuando superpongo las dos hojas, la veo en transparencia como si saliera de una especie de más allá, como si fuese una superficie muerta que cobra vida. Me indica un recorrido, un camino a seguir. Yo existo y estoy aquí, me dice. No estoy en la frente, no estoy en el mentón, pero estoy aquí, en el ángulo de la boca. Es como sacar algo de debajo del polvo, como hacer una excavación arqueológica, esto de ir a desenterrar un rostro de la inercia del papel, del lápiz, del trazo o incluso de la estaticidad de las fotos, que en cierto modo matan a la persona retratada.
El momento en el que el rostro se traduce por debajo de la hoja de papel transparente es verdaderamente un momento de creación . Es como si hubiese algo aguardando un soplo. Una materia inerte pidiéndote que le des vida. Desde ese momento me concentro en el detalle. Lo retomo y trato de completar el rostro. Vuelvo a poner la hoja debajo de otra hoja en blanco. Vuelvo a trabajar en ella. Y de forma gradual llego al resultado que me satisface, dejando poco a poco que los pormenores superfluos se pierdan.
Para algunos hombres — escribe Marguerite Yourcenar — llega el día en que tienen que decir el gran SÍ o el gran NO. El que lleva dentro de él ese SÍ lo manifiesta enseguida; al decirlo, progresa en la estimación de los demás y según sus propias leyes. El que ha rehusado no se arrepiente de nada: si lo volvieran a interrogar repetiría NO, y sin embargo ese NO, ese NO justo, lo abrumará durante toda su vida.
Se había ido ya por entonces, creo, casi todo el mundo de nuestro lado, o al menos, según comprobé, habían desaparecido muchos turistas y visitantes del museo, y aquel patio o claustro abierto en columnas se había quedado ya prácticamente desierto y entonces echamos a andar poco a poco los dos, aquel alemán casi insignificante en apariencia, Bruno Schill, y yo, los dos caminando despacio y deteniéndonos de trecho en trecho para hablar. Esencialmente, sin embargo, era Schill quien hablaba. Me intrigaba mucho las cosas que decía. Sobre todo cuando me comentó algo que era muy obvio para mí pero a la vez muy inesperado de escuchar, que el bufón Gonella y otros retratos del museo, y de muchos otros museos del mundo, tenían naturalmente un color intenso, como lo tienen todas las pinturas, pero, como era lógico también, carecían de olor, y eso le dio pie para empezar a hablarme del olor humano, del olor de los cuerpos, de la higiene a lo largo de los siglos, y de cómo los pintores se habían concentrado natural y únicamente en lo único que sabían hacer, que era representar los rostros y ropajes de sus personajes históricos, ya que la pintura no podía hacer otra cosa más que aquello, pero el ser humano, añadió Schill, era mucho más complejo y completo. Las pasiones, por ejemplo, agregó, influyen en los olores del cuerpo humano, y la tristeza, la cólera, el terror y el enfado son responsables del cambio de los olores que transmitimos. La tristeza profunda, por ejemplo, añadió, hace perder nuestro olor saludable, los coléricos y aterrorizados pueden producir fetidez y los enfadados un hedor característico que a veces no se percibe en la superficie pero que siempre es un olor real.
De vez en cuando el pequeño alemán se paraba de repente en el claustro, dejaba de hablarme, y tal como estaba, de pie y con los ojos semicerrados, aspiraba los aromas que le iban llegando, según decía, del cercano Botánico. En muchas ocasiones eran aromas de rosas, según me comentó. ”¿Huele usted las rosas?”, me decía, ”vienen hasta aquí, hasta donde nosotros estamos, y vienen desde todos los puntos del Jardín. Hay que prestarles mucha atención.” Entonces empezaba a hablar con toda naturalidad y como si la tuviera delante y muy cerca de él, de la rosa ”hansa”, por ejemplo, de sus flores grandes y dobles pétalos ondulados, con su color violeta rojizo con reflejos malvas ( así él la dibujaba), pero sobre todo de su intenso perfume con una pizca de clavo de olor. Hablando de rosas, quiso preguntarme si sabía que el flamenco Jan Brueghel el Viejo había pintado para su cuadro ”El olfato” ocho variedades distintas de rosas. y que él, como tantos otros visitantes curiosos del Prado, había contemplado una vez aquel cuadro con motivo de una exposición inusual que se había celebrado en Madrid, y allí había aplicado su nariz al lienzo en el rincón en que figuraban las rosas para intentar olerlas. “Pero no las olí — dijo—-.Cerré los ojos, me concentré, pero no las olí”, me repitió. Tampoco, según me dijo, pudo oler el jazmín, que figuraba también en aquel cuadro, y cuya fragancia, según le contaron, era intensa y delicada, con facetas verdes y cremosas y una ligera nota animal. Pero todo aquello, dijo Schill, eran fragancias en cierto modo artificiales que habían intentado aplicar sobre el lienzo empresas perfumistas que deseaban estar presentes de algún modo en el cuadro de Brueghel o que al menos procuraban completar su pintura aunque no lo conseguían. Porque la nariz es muy sabia, agregó el alemán. El olfato es el sentido del recuerdo. Afecta a la memoria y a la emoción. Yo he sido un gran andarín. Desde que me jubilé me he recorrido, junto a Ingrid, mi mujer, media España, desde Asturias y Cantabria hasta el Sur, hasta las serranías de Córdoba. Muchos tendrán una experiencia visual de este país, yo tengo una experiencia olfativa.
“Llegada la noche — escribe Maquiavelo —, me vuelvo a casa y entro en mi escritorio; en el umbral me quito la ropa de cada día, llena de barro y de lodo, y me pongo paños reales y curiales. Vestido decentemente entro en las antiguas cortes de los hombres antiguos, donde — recibido por ellos amistosamente — me nutro con aquel alimento que solo es mío y para el cual nací.”
(Nuccio Ordine, en sus ”Clásicos para la vida”, enmarca esta etapa de la vida de Maquiavelo a través de sus cartas de 1513 con su exilio en la casa de campo de Sant’ Andrea y donde reparte su tiempo entre la hostería, en la que hay un ”posadero”, un carnicero, un molinero, dos panaderos… y luego Maquiavelo se refugia en su escritorio de noche, lee, trabaja, escribe…, que es de lo que habla aquí.)
(Imágenes— 1– George Tooker/ 2-Antonio Mancini- 1875)
Varones y mujeres — dice Montaigne—-están hechos en el mismo molde, salvo la costumbre, la diferencia no es grande. Platón llama indistintamente a unos y a otras a compartir todos los estudios, ejercicios, cargos y oficios guerreros o pacíficos de su república. Y el filósofo Antístenes borraba toda diferencia entre su virtud y la nuestra. Es mucho más fácil acusar a un sexo que excusar al otro.(Imágenes— 1- Michele Morgan- Ernest Bachrach- 1940/ Rodolfo Valentino- elpais)
Debió ser a la salida de la visita guiada para contemplar al bufón Gonella cuando descubrí en el patio del museo a Bruno Schill, un personaje que desde el principio me fascinó. Permanecía apoyado en una de las columnas del patio y lo que me sorprendió de él casi inmediatamente fue encontrarme con una figura pequeña, casi sin pelo, representaba tener unos sesenta o sesenta y cinco años, una figura extremadamente delgada, huesuda, nervuda, con los brazos desnudos y tiesos como sarmientos, vestida simplemente con una especie de mono azul de campo y calzado con unas sencillas alpargatas blancas, un hombre que desentonaba sin duda entre todos los que estábamos pasando junto a él por el claustro del museo, una figura extraña, totalmente ajena a la multitud, alguien que permanecía como ser inmóvil y concentrado, apartado de todos, sin prisa ni movimiento alguno, los ojos cerrados, el mentón elevado, la espalda apoyada en una columna, aspirando intensamente algo que al parecer le estaba llegando desde algún lugar del mundo y tal y como si él estuviera ajeno a todo cuanto no fuera su íntima concentración. ”¿Huele usted los lirios? ”, me pareció oir su voz de pronto, una voz muy baja, neutra, él sin abrir los ojos. Creo que pronunció aquellas palabras en cuanto notó que yo me iba acercando a él poco a poco, con ese instinto que suelen tener con frecuencia los ciegos al presentir compañía, aunque él, como pude comprobar enseguida, no era ciego. Parecía que estuviera hablando consigo mismo, ni siquiera me miró, como si no quisiera romper el encanto que vivía. ”¿Huele usted los lirios ?”, me repitió con los ojos cerrados. Entonces empezó a hablarme con absoluta naturalidad, siempre con los ojos cerrados y como si nos conociéramos de toda la vida, de los lirios del Botánico, de los lirios blancos, unos lirios, me dijo, que desprendían un olor dulce y suave, con un matiz ligeramente picante. Me habló de las fragancias femeninas de los lirios, unas fragancias escondidas, y de ahí pasó a hablarme de los lirios azules que superaban con mucho la palabra azul, según me dijo, y que presentaban sus hojas alargadas y aplanadas, para seguir aludiendo enseguida a los lirios de color morado que, según él, se encontraban situados en las terrazas del Botánico.
Me di cuenta inmediatamente de que aquel hombrecillo con apariencia externa insignificante, dominaba, o intentaba dominar, los olores de la naturaleza. Según me contó en el momento en que al fin abrió los ojos y quiso confiarme algo de su vida, me reveló que era alemán, nacido hacía muchos años en la Selva Negra, que llevaba muchos años en España, había estudiado botánica, había trabajado durante treinta años en una célebre perfumería de Barcelona, una de las más antiguas si no la más antigua, la perfumería Vall, y allí había aprendido y se había familiarizado con la gama de aromas y perfumes de toda una profesión que era ya para él su pasión, pero sobre todo había estudiado, había dedicado años a estudiar en todas sus características toda clase de olores, se consideraba a veces un mero aficionado en ello, según me dijo, y otras un adelantado estudioso. Pude comprobarlo enseguida. Comenzó a hablarme con toda naturalidad, como si hubiéramos conversado de ello toda la vida, de los aromas frutales, de la cítrica, la mentolada, la flor del naranjo, la tostada, la aromática, la anisada, la medicinal y la agreste entre otras muchas que yo no conocía, sin duda porque no era aquella mi profesión, pero sobre todo porque hasta entonces no habían atraído demasiado mi curiosidad. Sí, en cambio, atrajo enseguida mi curiosidad su comentario imprevisto, inesperado, cuando me dijo: ”Supongo que usted ha venido al museo a ver figuras y colores, que es lo normal, porque le atraerán los colores. A mi en cambio me atraen los olores y mi museo siempre es el Botánico.”
Cuando somos niños — dice Stefan Zweig —- realizamos una lectura sencilla, ingenua, de los cuentos, creyendo que ese mundo apasionante y lleno de color es verdadero; mucho más tarde, cuando somos adultos, nos acercamos a ellos conscientes de que son ficciones, dejándonos engañar de buena gana. Entre estas dos formas de disfrutar del cuento, la de la ingenuidad y la de la madurez, media el soberbio orgullo de quien se siente adulto, cuando, en realidad, sigue en la edad del pavo, y, demasiado arrogante para entregarse a un engaño, por hermoso que sea, quiere la verdad desnuda y prefiere una historia anodina a otra incitante pero llena de fantasía. Es esta arrogancia la que nos lleva a desdeñar los cuentos, a relegarlos a un rincón de nuestro cuarto infantil, donde no volvemos a acordarnos de ellos.
“La polvareda de la actualidad se apaga y evapora y lo que queda es silencio. Me encanta volver al silencio. Es un silencio profundo, firme; vuelvo a la firmeza profunda en lo que creo y opino de la vida– tres o cuatro cosas que me permiten tocar la esencia – y esas cosas permanecen en el fondo del silencio como soportes que puedo tocar cuando intenta sacudirme cualquier vaivén, por mucho que el vaivén ese día aparezca llamativo o asombrosamente sonoro, como si los movimientos de ese vaivén fueran lo más importante del mundo.
El silencio arrastra también un cierto distanciamiento de todo:la actualidad se hace añicos, se pulveriza,los infinitos cristales de la actualidad de hoy son barridos por cristales infinitos de la actualidad de mañana – todo cuanto se va a decir de la «rabiosa actualidad» en las pantallas y en los periódicos – y el silencio y las capas de perspectiva y distanciamiento ponen en su sitio lo efímero y lo esencial, recomponen todos los dimes y diretes que se han dicho sobre todas las cosas.”
José Julio Perlado
(Imagen —Abbbott Handerson thayer/ 2- Mark Edwards)
Anteayer por la noche llovió —- escribía Joseph Roth en mayo de 1921—.El asfalto de la Kurfürstendamm estaba resbaladizo y una mujer cruzó corriendo la calle con el paraguas abierto, se tropezó, pasó un coche y la atropelló. Su paraguas quedó abandonado en el pavimento; la gente corrió hacia el lugar del accidente para socorrerla. Que no le había pasado nada sólo se supo una vez pudieron llevarla al café. Pero, antes de saberlo, mientras aún yacía en el suelo, ensangrentada en la imaginación de todos los transeúntes que habían presenciado el accidente, y quizá hasta amputada, un hombre tuvo presencia de ánimo suficiente para recoger el paraguas de la mujer accidentada y robárselo. Nunca había creído que la bondad de la gente pudiera superar su egoísmo. Pero el incidente del paraguas me convenció de que la bajeza es más grande aún que la curiosidad, y de que no es difícil quitar a un moribundo la almohada y malvender las plumas en la primera esquina.
En cualquier caso la mujer, que había salido ilesa, lloró la pérdida del paraguas sin alegrarse de haber tenido la suerte de conservar los miembros. Como puede verse, hay dos tipos de personas: malvadas o estúpidas.