
Debió ser a la salida de la visita guiada para contemplar al bufón Gonella cuando descubrí en el patio del museo a Bruno Schill, un personaje que desde el principio me fascinó. Permanecía apoyado en una de las columnas del patio y lo que me sorprendió de él casi inmediatamente fue encontrarme con una figura pequeña, casi sin pelo, representaba tener unos sesenta o sesenta y cinco años, una figura extremadamente delgada, huesuda, nervuda, con los brazos desnudos y tiesos como sarmientos, vestida simplemente con una especie de mono azul de campo y calzado con unas sencillas alpargatas blancas, un hombre que desentonaba sin duda entre todos los que estábamos pasando junto a él por el claustro del museo, una figura extraña, totalmente ajena a la multitud, alguien que permanecía como ser inmóvil y concentrado, apartado de todos, sin prisa ni movimiento alguno, los ojos cerrados, el mentón elevado, la espalda apoyada en una columna, aspirando intensamente algo que al parecer le estaba llegando desde algún lugar del mundo y tal y como si él estuviera ajeno a todo cuanto no fuera su íntima concentración. ”¿Huele usted los lirios? ”, me pareció oir su voz de pronto, una voz muy baja, neutra, él sin abrir los ojos. Creo que pronunció aquellas palabras en cuanto notó que yo me iba acercando a él poco a poco, con ese instinto que suelen tener con frecuencia los ciegos al presentir compañía, aunque él, como pude comprobar enseguida, no era ciego. Parecía que estuviera hablando consigo mismo, ni siquiera me miró, como si no quisiera romper el encanto que vivía. ”¿Huele usted los lirios ?”, me repitió con los ojos cerrados. Entonces empezó a hablarme con absoluta naturalidad, siempre con los ojos cerrados y como si nos conociéramos de toda la vida, de los lirios del Botánico, de los lirios blancos, unos lirios, me dijo, que desprendían un olor dulce y suave, con un matiz ligeramente picante. Me habló de las fragancias femeninas de los lirios, unas fragancias escondidas, y de ahí pasó a hablarme de los lirios azules que superaban con mucho la palabra azul, según me dijo, y que presentaban sus hojas alargadas y aplanadas, para seguir aludiendo enseguida a los lirios de color morado que, según él, se encontraban situados en las terrazas del Botánico.

Me di cuenta inmediatamente de que aquel hombrecillo con apariencia externa insignificante, dominaba, o intentaba dominar, los olores de la naturaleza. Según me contó en el momento en que al fin abrió los ojos y quiso confiarme algo de su vida, me reveló que era alemán, nacido hacía muchos años en la Selva Negra, que llevaba muchos años en España, había estudiado botánica, había trabajado durante treinta años en una célebre perfumería de Barcelona, una de las más antiguas si no la más antigua, la perfumería Vall, y allí había aprendido y se había familiarizado con la gama de aromas y perfumes de toda una profesión que era ya para él su pasión, pero sobre todo había estudiado, había dedicado años a estudiar en todas sus características toda clase de olores, se consideraba a veces un mero aficionado en ello, según me dijo, y otras un adelantado estudioso. Pude comprobarlo enseguida. Comenzó a hablarme con toda naturalidad, como si hubiéramos conversado de ello toda la vida, de los aromas frutales, de la cítrica, la mentolada, la flor del naranjo, la tostada, la aromática, la anisada, la medicinal y la agreste entre otras muchas que yo no conocía, sin duda porque no era aquella mi profesión, pero sobre todo porque hasta entonces no habían atraído demasiado mi curiosidad. Sí, en cambio, atrajo enseguida mi curiosidad su comentario imprevisto, inesperado, cuando me dijo: ”Supongo que usted ha venido al museo a ver figuras y colores, que es lo normal, porque le atraerán los colores. A mi en cambio me atraen los olores y mi museo siempre es el Botánico.”
José Julio Perlado
(del libro ”La mirada”)( relato inédito)
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