PERSONAJES

Recuerdo el ruido de.los libros. Yo me había quedado a oscuras a propósito en el centro de la biblioteca, en el centro la habitación, sin toser, sin moverme, los pies juntos, inmóvil. De repente apareció don Quijote apartando con su lanza la cortina de los clásicos,allí, en el rincón de Quevedo y de Manrique. Apartó la cortina con la lanza y evitó que Rocinante diera un pequeño traspiés contra la madera de la balda, apenas nada, porque pronto se irguió su figura y con Sancho detrás en la grupa avanzó por entre los lomos de los libros y los cristales de las estanterías porque iban los dos en busca de Papá Goriot, que estaba cenando con Balzac en la balda de los franceses entre una nube de café humeante, tazas y tazas de café humeante cuyas burbujas subían hasta el cerebro del novelista y le provocaban crear la Comedia Humana. Yo sabía que los personajes invadían la biblioteca del despacho y cada uno hablaba en su idioma y contaba sus hazañas, pero lo que no imaginaba era que cuando yo me iba a acostar los personajes salieran de sus estanterías como si se asomaran a un pueblo singular, a la gran plaza de un pueblo literario, en donde se

podia ver a Hamlet con su calavera en la mano preguntándose el ser o no ser de su personalidad, aunque don Quijote, mirándole, se asombraba de aquello porque él bien conocía su personalidad, la de un hidalgo que veía en en las tazas de café humeantes de Balzac molinos de viento y Sancho le decía que no, que eran volutas de humo para excitar el cerebro del novelista y que escribiera más y más.Todo aquello, sentada en un vagón de ferrocarril y asomada a su ventanilla en la estantería de los rusos, lo veía Anna Karenina, cubierta con su sombrerito azul y agarrando su pequeño bolso lleno de secretos porque allí ella no solo llevaba su lápiz de labios, las cremas y unas tijeritas, sino también una pequeña caja llena de mentiras ocultas, otra con las traiciones y las infidelidades y otra con las tentaciones y los celos

Yo seguía allí, quieto en la oscuridad, apenas me movía en el sillón del despacho, entraba una diminuta rendija de luz por los ventanales porque se habían dejado encendidas las luces de las oficinas de enfrente y la cara sombría de Juan Rulfo apenas se veía en la oscuridad. Era una cara sembrada de arrugas, como el campo, como si hubieran arado el campo, la nariz, las mejillas, los ojos, y cuando don Quijote, lanza en ristre, se acercó hasta la balda de los mexicanos y le preguntó qué significaba Comala, si era tierra o no de conquista, Rulfo levantó los ojos y los extendió sobre el campo y yo vi perfectamente la extensión del silencio y del campo, como si allí nadie hubiera vivido nunca y el silencio mostrara sus muertos.

Y así amaneció, sin yo moverme, aquella no, rodeado por los libros.

José Julio Perlado

(del libro “Relámpagos” ) ( relato inédito)

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

( Imágenes- 1- don Quijote/ 2- Balzac/ 3- Hamlet/ 4 – Garbo en Anna Karenina/ 5- Juan Rulfo)

EL CARRITO DE LOS LIBROS

Me pide un amigo mío libros para leer y le llevo hasta el puesto de la memoria, ese puesto inclinado que muestra – —- como si fuera fruta al aire libre— encuadernaciones rosadas, verdes, negras, hojas antiguas y modernas, títulos al derecho y al revés, reelecturas inciertas, aficiones, tendencias, allí aparecen —- todos mezclados a propósito— Lampedusa, Calvino, Basani, Buzzati, Hemingway, Cunqueiro, Pavese, Le Carré,Tolstoi, Aldecoa, Borges,Mann, Delibes, Chejov, Ferlosio, Proust, Woolf, Pirandello, Baroja, Cortázar, Zweig, Bioy Casares y tantos y tantos otros que nunca se leyeron, o que quizá se leyeron mal, a a una edad insólita o insípida, variaron los gustos, se elevaron las admiraciones y se hundieron los desprecios

Lo cierto es que mi amigo va escogiendo cubiertas y solapas, autores, historias, lleva unos guantes elásticos de goma para hacer su compra, valora, pesa, calcula las dimensiones de su tiempo. Al fin le acompaño y nos sentamos a leer los dos en el despacho.

José Julio Perlado

(Imagen – Leslie Ballebeg)

HOJAS DE CALENDARIO

Hojas de calendario que se desprenden de las paredes de las cocinas, de los humos, de los hornos, de las comidas. Salen por las ventanas a los patios, empiezan a revolotear cargadas de fechas y tareas, proyectos, marcas, señales, recuerdos en rojo, avisos, lo que se hizo, lo que aún hay que hacer, tachaduras, cruces. Vuelan y vuelan por los patios, se unen a otras hojas que vienen de otras cocinas en países y en idiomas distintos y todas van al mar. De pronto el mar se cubre de hojas de calendario blancas y azules como veleros, que también parecen pájaros con señales en los lomos, cada hoja te cuenta la historia y vicisitudes de una familia, los barcos ven pasar las hojas porque pasa el tiempo y el tiempo lleva números y nombres en las alas, días de la semana que volaron, lo que se hizo y lo que se dejó de hacer.. Pocas veces se ve un mar tan lleno de miércoles en el cielo y de sábados tachados y cruzados entre nubes, las hojas muestran los días e incluso las horas en que se vivió, cómo se vivió, los aniversarios, los nacimientos, las bodas. Se ve en el mar, sobre las hojas de calendario, de qué forma se disfrutó aquella tarde bailando todos en familia, las declaraciones que hubo de amor, sollozos contenidos, despedidas. Luego las hojas de calendario se van, vuelven revoloteando por los patios de las casas en el horizonte y alguna incluso entra de nuevo en su cocina y se vuelve a colocar, como si nada hubiera pasado, sujeta a la pared.

José Julio Perlado

(. Imágenes- 1= / wikipedia/. 2- calendario otomano wikipedia)

as de

COMPRAR EL SILENCIO

Érase un hombre que compraba el silencio con unas monedas de plata. Iba lanzando monedas de plata a los políticos para que callaran y guardaran silencio en sus escaños y las monedas de plata revoloteaban por el hemiciclo, las monedas de plata iban y venían con su fulgor evitando ser apresadas, como iban y venían entre los anuncios de los bailarines agitados y trepidantes en televisión, como iban y venían en las discusiones de los patios, o entre los vítores de los estadios, o en el tráfico de las carreteras. Tenía tantas monedas de plata aquel hombre que no le importaba derrocharlas para comprar aquel silencio único que él buscaba, que no era el silencio del sueño ni el silencio del campo, sino un silencio en las calles y en las plazas por donde él avanzaba, las monedas de plata le abrían paso y los ruidos, todos los ruidos, se retiraban y dejaban un camino abierto para recorrer en completo silencio los escaparates y los rostros, los movimientos de las manos y las palabras. Era el recorrido por unas grandes ciudades mudas, con sus calles llenas de gestos y miradas pero nunca de voces, las miradas veían brillar aquellas monedas de plata en el cielo y quedaban extasiadas, como dormidas, siguiendo la estela de cada moneda que giraba sobre los techos de las casas, y nunca volvió a oírse el ruido en aquellas calles porque nunca se agotaron las monedas de plata.

José Julio Perlado

( Imagen – Rothko- 1959-light red Oliver Blackwood 1957)

EL LÁPIZ MÁGiCO

De vez en cuando hay que usar el lápiz mágico para leer. Más importante que las gafas.Es un lápiz corriente, con el que no hay que obsesionarse, pero un lápiz eficaz, como esos perros cazadores dispuestos a capturar la presa. Uno lee a Tolstoi, a Jünger, a Delibes, a mil personas diversas. Y de pronto, en la maleza de la prosa, está escondida — a veces sobresale mucho— la punta de una idea. Es una idea, una comparación, un descubrimiento. Las ideas se atraen unas a otras en el espacio, se encadenan. Traen recuerdos, aportan intuiciones. Entonces el lápiz mágico subraya, hace una señal, escribe en el margen del libro lo que le ha suscitado esa idea. Esa señal, esas líneas al margen serán muy importantes para el futuro. No se discute con el libro. Los libros atraen. Vienen escritos desde la experiencia y la madurez, pero dejan aquí y allá rasgos de sabiduría. Eso es lo que el lápiz mágico atrapa. Se lleva entre los dientes el pensamiento, una intuición, una emoción. Eso que ha traído apuntado el lápiz mágico hasta mi, hasta dejarlo a mis pies, en el margen del libro, no es un pensamiento muerto sino una intuición viva. Esas intuiciones vuelan en la inteligencia y en la memoria en busca de otras intuiciones. De ahí, seguramente, nacerán textos, formarán libros. Las anotaciones que uno hace durante la lectura son el termómetro de su estado de mimo, el punto de fiebre de su personalidad y de su cultura. Unas veces será el asombro, otras el descubrimiento, otras la confirmación. Además, esas señales al margen — que deben ser precisas — marcan la estatura conforme uno va creciendo, como cuando nuestras madres nos marcaban con tiza en la pared los centímetros de nuestra altura. Uno está creciendo siempre; el día que deje de crecer – es decir, de tener inquietud por aprender — uno está muerto. Uno crece siempre porque todo le interesa y en el fondo sabe muy poco de ciertas cosas y adivina todo un mundo de emociones y conocimientos y quiere llegar a él.

No hay que obsesionarse con el lápiz mágico, no hay que leer pegados al lápiz como si fuera una escopeta. Pero si hay que tener un lápiz cerca por si se despierta de pronto un silbido interior y algo en la lectura nos deslumbra y entonces el lápiz echará a correr, atrapará la intuición y la traerá hasta mi lado. Años después nos asombraremos de todas nuestras anotaciones en los márgenes, de cuántos viajes por el campo de la página hizo aquel lápiz, y mi mano detrás de él, y de cómo nos hemos enriquecido.

José Julio Perlado

( Imágenes- Rothko)

SOBRE EL AZUL

Sobre el Azul que está guardado en las pupilas de ciertas mujeres, en las pupilas de las nubes, en las jeringuillas de los laboratorios, en las paletas de los artistas, en las cumbres de las montañas, en el río de las venas de los Reyes cuando extienden sus manos y la Corte de sangre Azul toca las palmas de los plebeyos que van y viene entre nubes y artistas, que entran en los laboratorios para observar cómo va su salud, que pronuncian frasee enamoradas ante el azul de las pupilas femeninas, que vuelven de nuevo a las paletas de los pintores, que un azul se escapa y se sube de pronto a un pendiente, que otro azul se escabulle y se coloca en un collar, los azules cubren con suavidad sus mantas en los cuerpos de los recién nacidos, frotan las humedades del recién lavado, hacen sonar las bolas cantarinas de las cunas, tapan de elegancia las gargantas, un otro azul se evade y se oculta en unos prismáticos de teatro: desde allí ve todo el azul del mundo, su escenario, también esa zapatilla que camina en punta sobre un ballet, también los artesonados del techo, las capas fulgurantes, los guantes lujosos, ese lunar azul que lleva en la mejilla la primera dama, las plumas azules de su sombrero, de nuevo los ojos azules entre tantos párpados, de nuevo las reverencias y los adioses…¿.Quién teme al Azul?, diría Virginia Woolf?

José Julio Perlado

(Imágenes- wikipedia)

EL ÚLTIMO CONCIERTO (1)

Hisae Izumi se sentó allí, en la primera fila del palco, en la primera planta de la Sala Dorada del Musikverein , la sede de la Sociedad de Amigos de la Música de Viena, creada en 1870. Lo hizo como lo hacía todos los días Primero de Año, contemplando una vez más la dorada sala iluminada, con sus famosas hileras de cariátides o las representaciones de Apolo y las nueve musas en el techo. Nunca se acostumbraba a tanta elegancia y  belleza. Su forma de “caja de zapatos” le confería a aquella sala una de las mejores acústicas del mundo y aquello siempre le impresionaba a Hisae desde hacía años. Rosas, claveles, azucenas y orquídeas se reunían allí en un mar de 30. 000 flores de todos los colores desde las puertas a los escenarios.

Después Hisae paseó su mirada por la gran orquesta que esperaba la entrada de su director, una gran orquesta de sonido asombrosamente refinado con variantes singulares como el oboe, la trompa y el timbal. Sus ciento treinta y ocho instrumentistas, con una violinista y varias solistas de viento y arpa — a la violinista Albena Dainalova colocada ante el primer atril Hisae ya la conocía—, aguardaban a Daniel Barenboim, el director argentino- israelí que nada más entrar y saludar se quedó durante un minuto en silencio, concentrado, como era su costumbre. Vestido con su chaqueta negra y su corbata plateada, a los 79 años de edad, Hisae conocía bien los movimientos de Barenboim : a veces dejaba hacer a la orquesta limitándose simplemente a marcar el compás, o a seguir la partitura con la vista baja y la pose estática, y en cambio en otras ocasiones lanzaba indicaciones dinámicas o marcaba precisos ataques con enérgicos gestos de batuta y manos.

Una de las primeras piezas que escuchó Hisae aquella mañana fue el vals “Alas del Fénix” de Johann y a continuación la polca mazurca “La sirena”, una polca lenta de Josef. Pero Hisae se estuvo fijando sobre todo en Barenboim y en sus movimientos. Muy alejados a los que ella había seguido hacía unos años, en 2002, a un compatriota suyo, Seiji Osawa, un director japonés que en aquella misma sala había dirigido el concierto de primero de Año. Osawa era célebre por su memoria fotográfica, gracias a la cual era capaz de memorizar partituras enteras de obras inmensas, como por ejemplo las sinfonías de Mahler: los ademanes del japonés, a veces impetuosos y sorprendentes, le habían proporcionado elogios y críticas y a Hisae todos aquellos recuerdos le vinieron mezclados a la cabeza. Vestía Hisae aquella mañana un elegante kimono de ramas de ciruelo y hojas tiernas de glicina y siguió escuchando ahora el particular homenaje a la prensa que presentaba la orquesta por medio del vals “Periódicos matutinos” de Johann Strauss hijo mientras se asistía al paseo que daba una pareja de enamorados por el centro de la capital austriaca, llegando hasta el monumento dedicado a Mozart en el Burggaten

José Julio Perlado

(del libro “Una dama japonesa”) ( relato inédito)

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

( Imágenes- 1- museo de arte de Japón/ 2- estampa japonesa)

TERTULIAS EN LA ETERNIDAD (14) : DE COLORES Y MINERALES

En la eternidad, al no haber museos, porque no se necesitan y nadie piensa que los haya, los minerales están al aire libre, sin tener que excavar ni ahondar en nada porque están al descuierto, con el reflejo de sus cristales y la amplitud de sus formas, unos más brillantes que otros, unos parecen barcos de sal o de piedras, otros recuerdan a las monedas antiguas, las que usábamos en épocas anteriores para comprar y vender otras monedas más pequeñas que nos daban y con aquel grupo de monedas pequeñas adquirir una más grande que luego se disolvía y redondeaba en un trasiego casi misterioso que nos habíamos pactado entre todos y que, recuerdo, llamábamos comercio. Pero como aquí no hay comercio ni se necesita, los minerales son transparentes, se puede ver la eternidad a través de ellos y entonces la eternidad toma nuevos colores, color tierra, color roca, un granulado muy compacto como si la eternidad fuese de arena, que no lo es, todos los que llegan aquí piensan que un día podrán definir la eternidad, que todo es definible, pero la eternidad no lo es, la definición no ha llegado ni siquiera a tocar el suelo de la eternidad, por eso lo mejor es verla a través de los minerales, por ejemplo a través de las hojuelas del cuarzo, o contemplar el brillo metálico de la eternidad y sus irisaciones, las pizarras cristalinas que muestra y los cantos rodados que esconde, el color blanco amarillento o el color pardusco, o gris, o negro de hierro, todo, dicen, está dentro de nuestros ojos, nuestros ojos tienen color de eternidad y en ellos descubriremos el negro azulado de lo que vemos, o el anaranjado o amarillo de miel o el rojo cobrizo del paisaje. Aunque aquí, como no hay paisaje a la manera antigua, tendremos que construir nuestro propio paisaje.

José Julio Perlado

(del libro “Relámpagos”) ( relato inédito)

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

(Imágenes- wikipedia)

LA ACEPTACIÓN DE SÍ MISMO

La aceptación de sí mismo no la enseñan en ninguna parte. La enseña a veces el espejo, pero hay que estar atentos porque lo primero que enseña el espejo cuando el tiempo pasa sobre el cristal es el asombro, la sorpresa, en ocasiones la incredulidad, ¿ cómo ha podido ser así? , ¿qué me ha ocurrido a mi?, ¿cuándo me ha ocurrido?, uno no recuerda si fueron aquellos granos de sol sobre la cara cuando estuve tumbado en la piel del verano, los ojos cerrados, la sal navegando en el horizonte, el velero de sal apenas hinchado en la tarde, una especie se sueño que me entró y entonces, en silencio, se posó suave y firmemente esta arruga que no se me va, hermana de esta otra arruga que también se ha quedado al lado de la boca y que me ha dejado esta marca que tampoco tenía, o quizás las noches de llanto por aquel disgusto que ya pasó, un disgusto tremendo y liviano como todos los disgustos, pero que me dejó los pómulos enflaquecidos, me marcó el surco de los años de improviso porque yo no tenía el surco de los años, los años los guardaba en pupilas brillantes, entonces las bolsas bajo los ojos cayeron imperceptiblemente, ¿de noche o de día?, las bolsas bajo los ojos no hacen ruido al caer, ¿ qué peso tienen?, ¿por qué caen?, la pupila deja caer las bolsas mientras mira impasible cómo pasa el tiempo sobre el cristal de este espejo que dice siempre la verdad, le han educado para decir siempre la verdad, y de repente, cuando uno se acerca más al cristal, oigo la frase que suelen decir los cristales cuando están a solas con uno : Has de aceptarte a ti mismo. Lo dicen tan bajito y tan lejano que parece que no lo han dicho. Quizá no lo han dicho, me miento. De todos modos me ha quedado una duda. .¿Y si no me acepto a mi mismo? Pero está la arruga al lado de la boca, hay otra arruga más ahora, inesperada, que acaba de aparecer en el arco de la frente, está el pómulo enflaquecido, están las bolsas bajo los ojos. Y están los ojos. Los ojos siempre brillantes.

Me repite el cristal: “Has de aceptarte a ti mismo.”

José Julio Perlado

((Imágenes-Rothko—wikipedia)

TALLERES DE MINIATURAS

Sin duda fue por cuanto había visto durante muchos meses en televisión sobre las entrañas —llamémoslas así — de la pandemia que llevaba casi dos años asolando España y el resto del mundo, por lo que no me extrañó descubrir aquellos nuevos talleres del museo de la Mirada muy parecidos y casi vecinos a los talleres que existían anteriormente en el Prado, con sus departamentos acristalados y protegidos como ocurre en los hospitales, aislados, invadidos por sombras de batas blancas que iban y venían apresuradas y cuidadosas entre los cuerpos enfermos del arte para, en la medida en que ellos podían, y a veces podían mucho, conservarlos vivos y restaurarlos, tal y como yo los había visto el primer día cuando entré a ver la ampliación del Prado. El arquitecto argentino César Pelli no sólo había permitido dejarse influir por el edificio Sabatini para trazar su insólito claustro de velas iluminadas y rostros de flores asomando por las ventanas desde el cercano Botánico , sino que también se había aprovechado de algún modo de las ideas y dimensiones que el arquitecto español Rafael Moneo en 2007 había aplicado en su momento para establecer espacios e instalaciones que unificaran talleres de conservación de pintura y escultura, gabinetes de análisis de dibujos y recintos especialmente blindados para guardar y proteger determinadas obras.

Pero lo que no podía imaginar aquella mañana al salir de la sala donde acabábamos de contemplar la fotografía de Liszt realizada por Nadar, era enfrentarme directamente con un mundo inesperado, un mundo que comenzaba nada más salir al claustro: el mundo —- o mejor dicho, el “hospital” del mundo — de las miniaturas. Nunca había visto un “hospital” así. Nos conducía hacia él con cierto nerviosismo e impaciencia, y no sin cierta emoción, una de las conservadoras del Museo, Mayrata Savater, que marchaba delante de nosotros — de Bruno Schill y de mí — y nos decía entusiasmada y caminando a buen paso : “Y ahora voy a enseñaros mi “oficina”. Donde trabajo. Os va a impresionar”. Se trataba, como pudimos ver enseguida, de una serie de compartimentos no muy grandes, pintados todos ellos de blanco a la manera de los “boxer”de los hospitales — serían seis o siete compartimentos — que se comunicaban entre sí por pequeñas puertas correderas, también blancas, y allí aparecían, reposando sobre pequeñas mesas acristaladas y tal como si fueran singulares y diminutos quirófanos, numerosas cabezas pequeñas antiguas de mujeres y de hombres, muchas de ellas célebres al parecer, otras irrelevantes y desconocidas, reducidas al tamaño de una miniatura. Mayrata Savater, cubierta como todos nosotros con la habitual mascarilla a la que nos obligaba la pandemia, se cambió de bata, se vistió con una nueva bata blanca, se colocó unas gafas especiales, se cubrió las manos con unos largos guantes azules que le llegaban hasta el codo, y acercándose a uno de aquellos “quirófanos” nos explicó que aquella minúscula cabeza que ahora veíamos descansando sobre un cristal pertenecía a la efigie del emperador de Austria, Francisco l, realizada la miniatura por Heinrich Friedrich Füger en 1790, el más destacado miniaturista austríaco del siglo XVlll, tal como rezaba un pequeño cartel situado en un extremo de la mesa. “Pero eso es lo menos importante”, dijo Mayrata, “lo más importante es su restauración.” Y empezó a contarnos aspectos relacionados con su trabajo, esencialmente aprendidos de una gran restauradora del Prado, Elena Arias Riera, que había sido durante largo tiempo su maestra, y también evocando lecciones recibidas de su equipo del taller de Artes Decorativas, del Laboratorio de Análisis para el estudio de materiales de degradación, del Gabinete para los trabajos radiográficos y de los análisis químicos

Esta miniatura, nos fue explicando Mayrata al acercarnos para ver mejor aquella pequeña cabeza del emperador de Austria tumbada en el cristal, está realizada sobre marfil. Aquí todas estas obras, añadió, se encuentran, como veis, enmarcadas, aunque muchos marcos no sean originales. Es muy habitual, añadió Mayrata, que al trabajar sobre ellas nosotros encontremos papeles, cartones o telas que rellenan espacios huecos y fijan la miniatura al marco.

Las tablillas de marfil de estas miniaturas, prosiguió explicando, se preparaban cortando el colmillo longitudinalmente, por lo que el ancho máximo lo determinaba el diámetro del mismo. Estas tablillas de marfil , dijo, aparecen extremadamente delgadas. La utilización de estas tablillas tan finas no se debe tanto a la carestía del material, sino al tono traslúcido y blanquecino del marfil. El tono marfil se utilizaba como base, y a veces se colocaba una lámina de pan de plata, de cobre plateado o de un metal dorado por detrás de la miniatura porque su reflejo iluminaba la carnación desde el interior y aumentaba la profundidad de las sombras. Eran aquellos términos que escuchaba todos muy técnicos, indudablemente demasiado especializados al menos para mí, que a veces me confundían. Pero yo iba mirando mientras tanto aquellos ojos y labios de las miniaturas y veía las efigies reducidas, muy bellas, muy bien conservadas como recuerdos colocados sobre muebles de habitaciones antiguas, o en ocasiones colgadas de paredes seculares, presidiendo la evocación y la memoria. Otras, imaginaba que las más pequeñas, seguramente habían realzado cuellos femeninos destacando entre las aberturas de los ropajes. Todo había tenido su esplendor a partir del siglo XVlll y yo paseaba mi mirada por todas ellas mientras Mayrata Savater, nos seguía explicando diversos aspectos de la restauración, por ejemplo que la lámina de marfil se pega sobre un cartón grueso y rígido que aporta estabilidad para su manejo, además de facilitar su colocación en el marco. En estos casos, añadió Mayrata, la estabilidad de la miniatura es buena cuando toda la lámina está uniformemente pegada al cartón; desgraciadamente, añadió, en algunos casos, y sobre todo en intervenciones posteriores, se optó por pegar únicamente un lateral, lo que ha producido una deformación del marfil en torno al adhesivo. Nos habló también de los procedimientos que se empleaban para representar el pelo, que solían utilizar pinceladas largas y finas que caían sobre el puntillismo de la cara, y respecto a los trajes se recurrió a técnicas muy variadas: para los tejidos finos y claros, los artistas jugaron con las transparencias, mientras que para el resto de colores emplearon una capa de policromía más gruesa y opaca, comenzando con fondos oscuros que matizaban después con pinceladas cada vez más claras. En los bordados, agregó, las mantillas y sobre todo en joyas como broches y collares, conseguían un efecto de volumen en tonos blancos y claros mediante toques de pincel muy cargados de pintura que dejaban pinceladas en relieve.

También hay casos, dijo, en los que emplearon polvo de oro para completar el efecto. Todo eso lo he aprendido de mi maestra, Elena Arias,, que durante años se ha dedicado a restaurar las miniaturas, y tal como lo aprendí, lo he aplicado yo y ahora os lo cuento.

Y así estuvimos Bruno Schill y yo — cada uno asomado a los rostros y a los cuerpos diminutos que descansaban en distintos “quirófanos” — escuchando a la restauradora y aprendiendo de aquel mundo nuevo.

José Julio Perlado

( del libro “La mirada”) ( relato inédito)

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(Imágenes — 1- foto James Rajotte-talleres del museo del Prado- el país semanal/2-exposición de miniaturas/ 3- Francisco l emperador de Austria- Heinrich Friederer Fûger- 1790/ 4- detalles de miniaturas)

aquella mañana, al salir de ver Nadar y a Liszt en la sala correspondiente nos adentramos en uno de aquellos recintos

El país

j

Miniaturras en el museo Del Prado

VERANO 2022 (11) : ”LA LÁMPARA DE ALADINO” (2)

(…) pero aquella alfombra que iba debajo de mis pies era muy sencilla, tan sencilla que, aún siendo mágica, lo que estaba haciendo ante mi sorpresa era ir muy despacio, muy despacio, tan despacio que se demoraba en cosas muy normales, por ejemplo, se paró de pronto sobre el parque del castillo de Howard, en Yokshire, en Inglaterra, donde yo no sabía que allí vivían desde hacía tiempo las edades del hombre, pero allí estaban, sí, desayunando tranquilamente al aire libre. Thomas, el viejo mayordomo de patillas blancas, les iba sirviendo a cada miembro de la familia un hilo de café sobre unas tazas de porcelana azul mientras sorteaba las frutas perfectamente cortadas y colocadas sobre el mantel, las diferentes versiones de huevos, multitud de embutidos, los diversos zumos y las jarritas de leche. John Howard, el mayor de las edades del hombre, una figura delgada, muy elegante, vestida impecablemente de blanco, de nariz aguileña, que llevaba a sus espaldas casi noventa años de experiencia y los recuerdos de las fuentes y los jardines, evocaba una vez más, como solía hacer cada mañana, las glorias de un pasado que no volvería nunca, la historia del tercer Conde de Carlisle, un antepasado suyo que había empezado a diseñar aquella casa en 1699, y habiéndola completado en 1714, al fin había conseguido acabar el ala oeste en 1750. Aquello lo iba diciendo John Howard con voz nostálgica y contenida emoción, y lo hacía cada mañana, untando mientras tanto una fina capa de mermelada de naranja sobre otra fina corteza de pan, aunque él bien sabia que nadie le estaba escuchando y que a nadie le interesaba todo aquello porque los tiempos distintos que suelen regir las edades del hombre son muy dispares y unos aman la realidad y otros la imaginación, y los que aman la imaginación paseaban en aquellos momentos, unos en grupos y otros solitarios, por los recuerdos de los jardines del castillo, evocando cuando allí se había rodado en 1992 “Regreso a Howards End”, una película muy sensible en amores, para muchos una película deliciosa, con las caras, los gestos y vestidos de Emma Thompson, Vanessa Redgrave y Anthony Hopkins que ellos aún mantenían en sus memorias.

Yo no diría que todo aquello no fuera interesante, porque seguramente lo era, sobre todo para la familia Howard, pero para mí, que seguía de pie encima de la alfombra que continuaba posada sobre los jardines del castillo, había un punto de extrañeza en todo ello porque, me preguntaba, ¿qué tenía que ver la lámpara de Aladino con aquella gran mansión inglesa? ¿Dónde se encontraba al fin la lámpara de Aladino? ¿Hacia dónde iba mi viaje? Sin duda por aprovechar algo el tiempo, ya que seguía allí de pie sostenido por la mágica alfombra, mi recuerdo se fue hasta la visita nocturna que había hecho hacía tiempo en la biblioteca de mi padre para buscar la primera traducción española de ”La lámpara de Aladino” que había realizado Pedro Umbert, según decían y que databa de 1910 y que yo buscaba por curiosidad, por ver si encontraba algo que me orientara. ”Vas a tener que ir con mucho cuidado”, me dijo mi padre enseguida, “no me toques los libros árabes que hay allí, que tienen mucho valor, y que están mezclados con libros indios y persas, y con otros del Lejano Oriente”. Mi padre es un erudito, con un gran amor a su biblioteca, y yo tuve que andar aquella noche casi a gatas por dentro de la biblioteca, exactamente por el interior de las estanterías, detrás de los cristales, porque no se podían abrir los cristales de las vitrinas para que no entrara polvo del despacho, según mi padre, y entonces tuve que ir así, por la parte interior de las vitrinas, dentro de la biblioteca, sin abrir los cristales, con las vitrinas herméticamente cerradas y con un calor sofocante que me envolvía, iluminado tan solo por una luz muy tenue que venía del pasillo y avanzando como pude o supe, únicamente apoyándome en los oscuros lomos verticales de los libros con los que me iba topando casi en la oscuridad y que se sucedían uno tras otro igual que columnas en una selva. Así fui palpando poco a poco algunos títulos de distintos cuentos árabes de ”Las mil y una noches”, como por ejemplo Los viajes de Simbad el Marino, la historia de Kamar al- Zamán y la princesa Budur, la historia del caballo mágico, la historia del simple y el rufián o la fábula del pavo real, la pava real, el pato, el león, el burro, el caballo, el camello y el carpintero. Pero no alcanzaba yo a ver ni a distinguir lo que yo quería, que era saber dónde estaba, o al menos verlo como libro, ”La lámpara de Aladino”, y es que aquella noche yo aún no sabía (lo supe mucho tiempo después) que ”La lámpara de Aladino”, como historia, y aunque tuviera tanta fama en el mundo, no pertenecía a la colección original de ”Las mil y una noches”, sino que un francés, un tal Antoine Galland, la había agregado más tarde a la misma. Así, ¿cómo iba yo a encontrar el libro? Y sin embargo lo encontré. Estaba al final de la segunda balda de la derecha, separado de los demás, apretado contra los cristales, era un libro grande, de tapas rojas, me asombró que no tuviera polvo, ( de eso ya se había ocupado mi padre) y que permaneciera como la gran losa de una sepultura de palabras, todo cerrado, todo misterioso, como si nunca lo hubiera abierto nadie. Y yo tampoco pude abrirlo, ni siquiera entreabrirlo, forcé un poco la cubierta para levantarla pero no se abría. Seguía cerrado. Entonces desistí.(…)

José Julio Perlado

(del libro ”Relámpagos”)( texto inédito’)

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( Imágenes— 1- ilustración de Max Liebert/ 2- cartel pelicula/ 3- Primera traducción en español hecha por Pedro Humbert en 1910)

PERFUMES SILENCIOSOS E INVISIBLES

Estuvimos paseando los dos, Bruno Schil y yo, muchas mañanas por aquel largo sótano del Museo. El claustro estaba construido por Cesar Pelli, imitando, o al menos influido, por el que ya existía en el edificio Sabatini de Madrid, en el museo Reina Sofía, y se abría, como ocurría con el de Sabatini, a un patio de amplias galerías abovedadas sostenidas por pilastras de piedra y con vanos abiertos hacia el exterior que permitían regular la iluminación natural. Los bajos del museo iban mostrando todos aquellos espacios de ladrillo abovedados por donde caminábamos los dos, Schil y yo generalmente envueltos por el cercano aroma del Botánico que nos llegaba a mitad de mañana y escoltados también por las velas aromáticas que aquí y allá había distribuido oportunamente el arquitecto argentino. Para mí todo aquello siempre me parecía un gran espectáculo. ¿De qué hablábamos los dos ? De mil cosas. Schil vestía como siempre su limpio blusón amplio, a veces blanco y a veces color tierra, que me recordaba el de un sencillo campesino y con sus ojos pequeños e inquietos, muy movibles, y las guedejas lacias de sus escasos cabellos, con su mentón recortado y pequeño y su corta estatura, parecía, a quien no le conociera, un hombre en apariencia muy insignificante y quizá algo atrabilario en su vestimenta y en sus formas, pero, al menos para mí, un hombre de personalidad singular, casi asombrosa, que me atraía, y a veces hasta me desconcertaba, con su memoria y sus conocimientos.

Yo he llegado a imaginar en ocasiones, pensando en él, si no sería una especie de sabio infravalorado, no sé bien por qué pensaba en todo ello porque en realidad tampoco podría demostrarlo. ¿Sabía usted — me dijo en una de aquellas mañanas — que, igual que existe la Real Academia Española, existe también una importante Academia del Perfume? Yo — añadió —, como simple estudioso y mero apasionado del tema, estoy muy alejado de esa Academia y de sus honores, aunque reconozco el valor y la importancia que tiene una Institución como esa, con sus 23 Académicos que la forman, 16 de Número, 5 de Mérito y 2 de Honor. Cada uno de ellos, añadió, como ocurre con la Academia Española, tiene de alguna forma su sillón, esta vez solamente simbólico, unido a una nota olfativa que es la que define a su persona. Recuerdo que uno de esos académicos, el tangerino Carlos Benaïm, cuyo sillón va unido al poleo, afIrmó un día lo siguiente: “el perfume es una obra de arte silenciosa e invisible que evoca en el ser humano fantasías, recuerdos y emociones.” ¿Y sabe usted por qué dijo eso de ”silenciosa e invisible”? Porque en el curso de los siglos, el olfato —- y por tanto, el perfume — no ha sido suficientemente valorado. Aristóteles, por ejemplo, al hablar de los sentidos, pone siempre por delante la vista y el oído. Y es lógico, y no voy yo a corregir a Aristóteles. Pero el olfato es primordial. Ese académico del que le hablo evocaba, por ejemplo, que el aroma de la flor de naranja le infundía recuerdos de su infancia en Tánger, en su Marruecos natal, cuando caminaba entre arboledas de naranjos. Y también el rocío de agua de flores de naranja que llenaba el aire cuando la gente celebraba fiestas en las calles y saboreaban los pétalos de flores de naranja confitadas, y ese olor se quedó en él para siempre.

Todo el mundo, siguió diciendo Schil, tiene recuerdos unidos a ciertos olores, usted también los tiene. Surgirán de pronto o más tarde, eso depende de muchas cosas, de la espontaneidad y del esfuerzo. Pero no hay que poner demasiado esfuerzo para descubrir esas notas olfativas— que, como en la música, se llaman así, “notas”, (por eso también existe un paralelismo entre música y olfato) — y esas notas olfativas se agrupan en un acorde y varios acordes acaban componiendo una melodía: la melodía del perfume. Recuerdo también a otro académico de esa Institución, Emilio Valeros, cuyo sillón va unido a la lavanda, que insistía en que el perfume era la forma más tenaz del recuerdo y no puedo olvidar la tarde en que visité y paseé largamente por los campos de lavanda en Brihuega, en la Alcarria, cerca de Madrid, unos campos preciosos, llenos de fragancia y de colorido.

José Julio Perlado

(del libro ”La mirada”) (relato inédito)

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

(Imágenes — Botánico de Madrid)

FLORES Y VELAS : EL SÓTANO DEL BOTÁNICO


(…) Asomándose entre los tubos de acero como si fueran ventanas sorprendentes, vi de pronto una serie de pétalos ondulados de una gran rosa, ( que después averiguaría que se llamaba rosa ”Hansa”), una maravillosa rosa de flores grandes y dobles, de atractivo color violeta rojizo con reflejos malva. Estaba como asomada a la ventana del mundo, acodada entre hierros y tubos, tal y como si me hablase. Me sorprendió su altura asomando su cabeza entre tantos tubos cruzados y también quedé admirado de cómo se agrupaba, pero sobre todo me llegó de repente hasta mí su intensa fragancia con especiado perfume y con una pizca de clavo de olor. Sentí que no estuviera en ese momento a mi lado el pequeño alemán, Bruno Schil de pelo desgreñado y rostro lívido que tanto amaba los olores y que me hubiera ilustrado mucho sobre el fenómeno que yo estaba recibiendo en esos momentos. Aunque recibí muchos más. Anduve unos pasos adelante y quedé nuevamente sorprendido por cuanto veía. Aparte de la gran rosa color violeta que seguía asomando en lo alto entre distintos tubos metálicos, aparecían aquí y allá cabezas de lirios, tulipanes, narcisos y peonias distribuidos entre ondulaciones de hierros de acero inoxidable formando un extraño escenario floral por todo el subsuelo del Botánico. Yo había leído hacía tiempo que aquellas tierras del Jardín que se alargaban por encima del sótano que yo ahora atravesaba, habían surgido en 1755 cuando Fernando Vl ordenó la creación del Real Jardín Botánico de Madrid, que en sus inicios había quedado instalado en la llamada Huerta de Migas Calientes, en las inmediaciones de lo que hoy se denomina Puerta de Hierro, a orillas del río Manzanares. Luego, en 1774, Carlos lll dio instrucciones para su emplazamiento en el Paseo del Prado, que es el que tenía ahora. Pero todo aquello era ya historia. Como también era historia el sistema de riegos que se había aplicado para los jardines o como era historia la cesión de hectáreas de aquella enorme superficie para poder elevar más tarde el que sería al fondo Ministerio de Agricultura o para abrir la calle de Claudio Moyano, popular Cuesta de Moyano ilustrada de libros. Lo que en cambio no era historia sino asombrosa realidad era lo que yo continuaba contemplando. Aparecía en lo alto del camino que estaba recorriendo otra gran flor de color rosa pálido en su núcleo y casi fucsia en los bordes del pétalo trasmitiendo a todo el sótano un agradable aroma a limón y junto a ella una pequeña rosa intensamente amarilla. En medio de las dos rosas, y sostenidas por candelabros de cera, figuraban una serie de velas, no sólo con luz propia que iluminaba todo el sótano, sino ofreciendo diversas fragancias basadas, según me atrevería decir, en las esencias de un jardín de plantas. Como carezco de la sensibilidad que indudablemente poseía Bruno Schill para deleitarse con los olores, recuerdo que cuando tiempo después, los dos, Schill y yo, charlamos y paseamos por uno de aquellos pasillos, le comenté la impresión que me habían causado aquellas velas iluminadas y aromáticas, y él se aventuró a decir que quizá, aunque realmente no podía asegurarlo con certeza, aquellas velas guardarían esencias singulares, como por ejemplo, podían perfectamente conservar la madreselva, el enebro, la hiedra, el orégano o el ciprés. Como yo soy un profano en toda esta materia, me limité a anotar todo cuanto me decía y no añadí nada más.


Pero me parecía mentira viendo todo aquello que un arquitecto tan célebre como el argentino César Pelli, célebre entre otras cosas, por su capacidad para levantar torres altivas ante el cielo malasio o neoyorkino como había logrado hacer con las Torres Petronas en Kuala Lumpur o con el complejo del World Financial Center en Nueva York, tan afectado luego por el atentado del 11-S, hubiera querido detenerse en detalles tan nimios pero esenciales como las flores y las velas en ese largo subterráneo del museo de Madrid. Había querido iluminar y embellecer muy bien aquel espacio y para ello había aplicado fórmulas prácticamente idénticas a las usadas por él en su Museo Nacional de Arte de Osaka con una estructura completamente libre de restricciones geométricas. En Osaka la estructura de su museo la había basado en tubos de acero inoxidable recubiertos de titanio que emergían a nivel del suelo para desenvolverse luego como las alas de un ave. Pero los tubos que Pelli había colocado en Osaka presentaban un juego de vidrio que les permitía balancearse en el aire en todas direcciones presentando una especie de juego de cañas ondeando al viento y formando una ”selva” de tubos metálicos como alegoría — muy japonesa— de un ”bosque de bambú”. Aquí, en cambio, el juego de tubos metálicos envolvía y hacía moverse un amplio mapa de flores que me llevaba inevitablemente a la admirada contemplación.


José Julio Perlado

(del libro ”La mirada’) ( relato inédito)

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(Imágenes—1- jazmines/ 2- peonia / 3-velas aromáticas – wikipedia)

EL CAMINO DE LOS CRÍTICOS

A veces para subir a las montañas de la literatura conviene tomar el camino de los críticos — algunos excelentes; siempre hay que escogerlos, no todos son fáciles, no todos son aceptados e indiscutibles —-, pero algunos, gracias a su precisión, claridad y profundidad, nos pueden iluminar por los vericuetos de la creación publicada, desentrañar los matices y ofrecer una visión eficaz del conjunto. El poema viene antes que el comentario, recordaba Steiner en ”Presencias reales”, y añadía: ”la construcción precede a la deconstrucción”. ”Hay que leer — o escuchar— con atención, sea el poema, la novela o el diálogo dramático, para espigar de la simple palabra o frase la cosecha de la historia y poco a poco se incrementará la sutileza de nuestra percepción.” Eso es lo que hará un buen crítico. Eso es lo que ha hecho, por ejemplo, Amado Alonso en su ”Poesía y estilo de Pablo Neruda”, lo que hizo Dámaso Alonso en su ”Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos”, lo que hizo Azorín en ”Al margen de los clásicos”, lo que ha hecho Borges en su ”Biblioteca Personal” ( Prólogos), lo que hizo Luis Cernuda en ”Poesía y literatura”, lo que hizo Francisco García Lorca en ”De Garcilaso a Lorca”, lo que ha hecho Jorge Guillén en ”Lenguaje y poesía”, lo que escribió Ricardo Gullón en ”García Márquez o el olvidado arte de contar”, lo que firmó Juan Ramón Jiménez en ”Españoles de tres mundos”, lo compendiado por José F. Montesinos en su ”Galdós”, lo que analizó Ortega en sus ”Meditaciones del Quijote”, lo que hizo Pedro Salinas sobre ”La poesía de Rubén Darío”.

Podrían darse mas ejemplos y sin duda otros libros muy valiosos que aquí no están citados. La subjetividad siempre está presente.

Pero lo importante es subir a lo alto de las montañas. Para ascender a la cumbre de Cervantes , por ejemplo, hay muchos caminos: la ”Introducción al Quijote’ de E.C.Riley, ”La rara invención ” de Riley,.” Para leer a Cervantes”, de Martín de Riquer.

Buena lectura y buen camino.

José Julio Perlado

(Imágenes—- 1- Caspar David Friederich / 2- Picos de Europa)

EL TEXTO EN LA BOTELLA

De vez en cuando uno escribe un texto y lo introduce en una botella. No es un texto largo, a veces parece un solo verso, otras un poema, otras un principio de cuento, otras una novela comprimida. Está escrito con fe. ¿ Qué es la fe? Escribir en el vacío, ser uno mismo en el escritorio, en el campo, en la playa, con el lápiz, ante el ordenador. La fe arrastra a la libertad y la libertad va saliendo del interior de donde estaba para estirarse sobre las palabras y las palabras entonces toman la fuerza de la libertad para reírse de ciertas modas, de ciertos críticos, de ciertos comentarios y de todos los silencios que asoman en las rocas mientras la botella pasa delante de ellos mansamente, dando tumbos entre las olas y dejando que el texto vaya siempre viajando sin mojarse, incólume, transparente; el texto puede verse perfectamente a través del cristal cómo viaja horizontal, las palabras van dormidas, vivas, pero dormidas. ¿ Y por qué van dormidas y horizontales? Porque escribí ese texto con el alma ya horizontal, le quité todas las crispaciones y vanidades, todas la ambiciones superfluas, los dimes y diretes de los aplausos y fustraciones, los desdenes inservibles, el encogimiento de hombros, los desprecios. Entonces, con la mano, fui alisando y amansando todo cuanto quería decir, y luego, con las tenacillas de los dedos y con mucho cuidado, tomé distintas piezas del texto y las fui metiendo una a una dentro de la botella. No sé si ustedes habrán hecho esa operación alguna vez. Porque es una operación difícil, hay que meter la pieza de la infancia, la de la memoria, la del recuerdo de los padres, la del colegio, los vaivenes del matrimonio, las equivocaciones, la sinceridad, los hallazgos. Todo eso tiene que estar bien ensamblado y en su sitio, aunque la vida no siempre encaje así, pero el texto, para que quepa entero en la botella y se mantenga erguido como esas miniaturas blancas de los barcos que viven dentro de un cristal, tiene que tener un cuerpo compacto y alado, como ocurre con la existencia.

Entonces lo que hice fue cerrar por completo la botella y arrojarla al mar. El mar se llevó el texto durante muchos meses, a veces creo que durante.años. Creí que nunca más lo volvería a ver. Hasta que un día apareció a mis pies. Abrí la botella que venía de ml avatares distintos, empapada de algas y de espuma. Abrí la botella, el texto estaba intacto. Entonces, al leerlo, es cuando me dije: lo publicaré.

José Julio Perlado

miniaturas de barcos

(Imágenes— 2- Aksell Gallen- Kallela/ 2- Ralph Fleck)

OLORES DEL CUERPO HUMANO

Se había ido ya por entonces, creo, casi todo el mundo de nuestro lado, o al menos, según comprobé, habían desaparecido muchos turistas y visitantes del museo, y aquel patio o claustro abierto en columnas se había quedado ya prácticamente desierto y entonces echamos a andar poco a poco los dos, aquel alemán casi insignificante en apariencia, Bruno Schill, y yo, los dos caminando despacio y deteniéndonos de trecho en trecho para hablar. Esencialmente, sin embargo, era Schill quien hablaba. Me intrigaba mucho las cosas que decía. Sobre todo cuando me comentó algo que era muy obvio para mí pero a la vez muy inesperado de escuchar, que el bufón Gonella y otros retratos del museo, y de muchos otros museos del mundo, tenían naturalmente un color intenso, como lo tienen todas las pinturas, pero, como era lógico también, carecían de olor, y eso le dio pie para empezar a hablarme del olor humano, del olor de los cuerpos, de la higiene a lo largo de los siglos, y de cómo los pintores se habían concentrado natural y únicamente en lo único que sabían hacer, que era representar los rostros y ropajes de sus personajes históricos, ya que la pintura no podía hacer otra cosa más que aquello, pero el ser humano, añadió Schill, era mucho más complejo y completo. Las pasiones, por ejemplo, agregó, influyen en los olores del cuerpo humano, y la tristeza, la cólera, el terror y el enfado son responsables del cambio de los olores que transmitimos. La tristeza profunda, por ejemplo, añadió, hace perder nuestro olor saludable, los coléricos y aterrorizados pueden producir fetidez y los enfadados un hedor característico que a veces no se percibe en la superficie pero que siempre es un olor real.

De vez en cuando el pequeño alemán se paraba de repente en el claustro, dejaba de hablarme, y tal como estaba, de pie y con los ojos semicerrados, aspiraba los aromas que le iban llegando, según decía, del cercano Botánico. En muchas ocasiones eran aromas de rosas, según me comentó. ”¿Huele usted las rosas?”, me decía, ”vienen hasta aquí, hasta donde nosotros estamos, y vienen desde todos los puntos del Jardín. Hay que prestarles mucha atención.” Entonces empezaba a hablar con toda naturalidad y como si la tuviera delante y muy cerca de él, de la rosa ”hansa”, por ejemplo, de sus flores grandes y dobles pétalos ondulados, con su color violeta rojizo con reflejos malvas ( así él la dibujaba), pero sobre todo de su intenso perfume con una pizca de clavo de olor. Hablando de rosas, quiso preguntarme si sabía que el flamenco Jan Brueghel el Viejo había pintado para su cuadro ”El olfato” ocho variedades distintas de rosas. y que él, como tantos otros visitantes curiosos del Prado, había contemplado una vez aquel cuadro con motivo de una exposición inusual que se había celebrado en Madrid, y allí había aplicado su nariz al lienzo en el rincón en que figuraban las rosas para intentar olerlas. “Pero no las olí — dijo—-.Cerré los ojos, me concentré, pero no las olí”, me repitió. Tampoco, según me dijo, pudo oler el jazmín, que figuraba también en aquel cuadro, y cuya fragancia, según le contaron, era intensa y delicada, con facetas verdes y cremosas y una ligera nota animal. Pero todo aquello, dijo Schill, eran fragancias en cierto modo artificiales que habían intentado aplicar sobre el lienzo empresas perfumistas que deseaban estar presentes de algún modo en el cuadro de Brueghel o que al menos procuraban completar su pintura aunque no lo conseguían. Porque la nariz es muy sabia, agregó el alemán. El olfato es el sentido del recuerdo. Afecta a la memoria y a la emoción. Yo he sido un gran andarín. Desde que me jubilé me he recorrido, junto a Ingrid, mi mujer, media España, desde Asturias y Cantabria hasta el Sur, hasta las serranías de Córdoba. Muchos tendrán una experiencia visual de este país, yo tengo una experiencia olfativa.

José Julio Perlado

(del libro ”La mirada”) ( relato inédito)

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS)

(Imágenes— el Botánico de Madrid)