CIUDAD EN EL ESPEJO (1)

 

Novela

 

JJ Perlado

 

«El psiquiatra oyó su despertador a las seis en punto de la mañana, cuando el enfermo aún estaba dormido. El sueño del enfermo vagaba en nubes superficiales, no podía conocer al psiquiatra, hasta esa tarde a las cinco y media no lo conocería, no pudo ver cómo iba el psiquiatra hasta el cuarto de baño, de qué modo inclinó su cabeza en el lavabo y empezó a remojar su rostro con agua fría, luego se enderezó, y comenzó a extender suavemente por las mejillas la crema de jabón, la luz blanca de neón le dio en la cara, la mano derecha tomó la cuchilla de afeitar, cosas que el paciente no sabría nunca, ambos no se conocían, los dos cerebros y los dos hombres no se distinguían en la distancia a pesar de vivir el mismo período de historia, habitar en la misma ciudad, Madrid a finales del siglo XX, el psiquiatra Doctor Don Pedro Martínez Valdés, el paciente Ricardo Almeida dormido en su cama, médico y enfermo, uno en cada punta de la capital, el doctor Valdés pasó su cuchilla primero sobre la mejilla izquierda y bajo la patilla, el sueño de Ricardo Almeida entró por campos de caballos blancos que trotaban en la playa de su niñez, el doctor Martínez Valdés elevó el mentón para rasurar la barbilla, los ojos semicerrados siguieron la inercia del movimiento, los caballos blancos de la infancia de Ricardo Almeida galoparon desnudos junto al mar, chapoteo de pezuñas en la espuma, el sueño que no se puede contar, la cuchilla que sube despacio por la mejilla del doctor, el caballo fantasma que brilla en el horizonte, cómo narrar todo esto, es imposible, o acaso es que es posible explicar bien lo que se ha soñado, no, no lo es. Usted, le preguntará esa tarde el psiquiatra al enfermo, sabrá tal vez dónde ocurría su sueño, podría quizá narrármelo, relájese un poco, póngase más cómodo; ese sueño del que usted me habla, esa playa con los caballos blancos, pertenece acaso a un paisaje determinado, o sufrió usted allí algún choque importante, algo sucedió en su vida, porque algo le tuvo que pasar en esa playa para que usted la recuerde tantas veces, podría hacer un esfuerzo, quizá adelantemos algo. No, no puedo, le dirá en su momento el enfermo, ni él mismo sabe que está enfermo y por qué lo está, ha ido a tientas, de la mano, le ha llevado un celador, Vicente, un hombre fornido, de blusón verde, una figura alta, de pelo rizado y con bigote, que le ha dicho, Pasa, siéntate ahí, el doctor Valdés quiere verte, y no ha dicho más, los caballos blancos en el sueño de la playa se introducen en el agua, parecen ahogarse, se ahogan, cada caballo se va sumergiendo, las patas, el vientre, la grupa, y sólo las crines quedan flotando como algas, muévense mansamente las crines, olas van y vienen como flecos salados, algunos pececillos se amontonan, arena muerta, nada, el mar está salpicado de crines de caballos ahogados y un viento levanta el oscurecer de la tarde, la llanura desierta, el peñasco violáceo con su castillo en ruinas, ermita que fue en otro tiempo, Ricardo Almeida da una vuelta en su cama, Las posturas, doctor, le dirá esa tarde, apenas las noto, Acaso se despierta usted sobresaltado, le preguntará el médico. Pocas veces, dirá Ricardo, es una sensación extraña, como si surgiera de otro mundo. Qué mundo, insistirá el médico.

Pero no adelantemos acontecimientos. Estamos el mismo día en que médico y enfermo se van a conocer, se encontrarán esa tarde, la locura y la cordura aún no se han acercado, acaso hay algo de locura en este doctor en Medicina, psiquiatra madrileño, nacido en la capital de España en 1940, antiguo profesor de psiquiatría en Barcelona, que fue profesor de psicología médica en Madrid desde 1980 a 1985, académico de la Real Academia de Medicina, pensionado en Austria, Alemania, Francia e Italia, especialista en neurología y patología psicosomática, con consulta privada lunes, miércoles y viernes en la calle de Jorge Juan, y con consulta martes y jueves, mañana y tarde, en una clínica de la calle Menéndez y Pelayo, aunque nada de eso aflora en su semblante mientras se seca con la toalla las mejillas, conforme contempla las primeras canas en sus cejas, cincuenta y cuatro años no son años en una existencia, la existencia pende de un hilo, no se sabe nunca cuándo se quebrará, hay sin embargo un poderío aparente en este hombre, Pedro Martínez Valdés, cuando se mira recién afeitado ante el espejo, es un cuerpo hercúleo, alto, proporcionado, aunque sin las gafas de concha tiene una expresión irreal, casi fantasmal, él a sí no se reconoce bien, es éste casi el único momento en que se quita las gafas excepto cuando duerme junto a Begoña Azcárate de Miguel, la mujer que conoció hace veinticinco años en un viaje a París, los seis meses que estuvo trabajando allí, estudiando con una beca sin saber en qué especializarse, aquella española, estudiante de enfermería, becaria también y con la que paseó y se enamoró y luego se casaría en Madrid, y que ahora duerme con la sábana cubriéndole la cabeza, abandonada al sopor y a unos sueños que él no sabría desvelar.

En la otra punta de la ciudad, lejos del chalé de Puerta de Hierro donde vive el doctor Martínez Valdés, atravesando ahora, a las seis y veinte de la mañana, las avenidas olorosas de principios de mayo entre las casas residenciales que ascienden silenciosas hacia la Ciudad Universitaria, salta la espuma de un riego manso y suave que gira como peonza sobre los jardines privados, el día no parece aún formar tumulto, es martes ocho de mayo y muchos martes, como todos los lunes del mundo, quisieran suprimirse; a veces, a Ricardo Almeida García, que duerme aún, se le ha ocurrido esta idea que a tantos otros les ha pasado por la cabeza, entonces los miércoles pasarían a ser martes y los martes a lunes y los amaneceres de estos martes serían tan tediosos y apartarían a las gentes como los albores de los lunes en los que se hace tan ingrato trabajar. Pero cuantas más vacaciones tengo, doctor, le dirá en su momento Ricardo Almeida al psiquiatra, mayor pereza noto en mí, un arrastrarme por la vida, una lentitud ahogada, una negación para vivir. Y esto le ocurre todos los meses del año, le preguntará Martínez Valdés, usted procure contarme lo que hace exactamente en la vida. Con la mirada fija en el enfermo y los ojos atravesando el cristal de sus gafas de concha, la mente del doctor Valdés nada dice y parece muda: sin embargo conoce bien el ritmo subterráneo de las estaciones y cómo las depresiones vienen o van en primaveras y otoños de modo aún más intenso, flujos y reflujos del carácter, de las sensaciones y emociones, el pulso inaprensible de la vida.

Pero ahora va despacio, por entre las casas de Puerta de Hierro, el primer tono de luz, un mayo gozoso en las primerísimas horas de la mañana y avanzan lentamente por la gravilla las ruedas del primer coche que llega con tiempo, recién lavado y brillante, el Mercedes gris conducido por el chofer de Don Luis Trías, el banquero que a las siete menos cuarto en punto saldrá de la urbanización seguido de sus escoltas hacia su alto edificio de la Castellana. No hay un gran movimiento de automóviles, los jardineros con su mono azul y sentados ante sus máquinas diminutas cortan cuidadosamente los brotes del cesped, igualan las puntas de las hojas y vigilan los colores de las flores, esos setos que se abren a una primavera casi millonaria. Madrid ha recibido la luz de mayo como una gracia que cayera del cielo y a esta hora, Juan Luna Cortés, amigo de Ricardo Almeida, camina desde Atocha hasta el Prado porque a las siete debe ir encendiendo las luces de los despachos del Museo, él se encarga de vigilar especialmente las salas de Velázquez y del Greco en la planta principal, fue portero y aún lo es en verano, haciendo suplencias en una casa de Cea Bermúdez, es hombre ya mayor, cerca de la jubilación, Quizás, le dirá Ricardo Almeida al médico, mi amigo Luna coja la jubilación anticipada, tiene a la mujer muy enferma. Pero tiene eso algo que ver con su vida, le dirá muy suavemente, muy delicadamente el doctor Valdés, se extraña y no se extraña, a los pacientes siempre hay que dejarles hablar, en la consulta no hay más que empujar ciertas palabras, es lo mismo que en la convivencia, a veces, con inteligencia y sutileza, si una palabra se deja resbalar en la conversación y a ella se añade un signo de asentimiento o una leve afirmación muda, por ejemplo un apoyo con la mirada, el otro se siente animado a continuar y el vagón de las palabras comienza a funcionar, arrastra tras de sí un convoy de pensamientos, vocablos-llave, signos y significados en el vientre de las frases que van abriendo un cauce y desvelando sentidos. Un psiquiatra debe saber escuchar, Pedro Martínez Valdés cuando compuso igual que se compone un cuadro ese despacho suyo en el sanatorio de Menéndez y Pelayo no pensó tanto en el tamaño de la habitación como en que la luz de la doble ventana acristalada para mitigar los ruidos cayera sobre su espalda y él quedara en penumbra, el doctor Valdés recostado en el respaldo de su sillón y el paciente ante él, sentado en una silla que nunca ha sido cómoda para que el visitante ni se adormile ni se apoltrone, esconde su reloj de arena entre los libros, un diminuto reloj de fina arena que deja desgranar sus copos de modo casi imperceptible durante un tiempo máximo que jamás supera los tres cuartos de hora.»

(Continuará)

(TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS)

«CIUDAD EN EL ESPEJO» (2)

Pale Blue II 1970 by Jules Olitski 1922-2007

Ahora son las seis y media de la mañana. Mientras el doctor Valdés se abrocha la camisa y se anuda la corbata, nada en su cálido dormitorio y ante el espejo de su armario desvela el fragor de la gran capital que hace ya tiempo despertó y que mucho antes de las cinco de la madrugada abrió sus ojos y sus faros y sus ruidos en los pueblos de cercanías, alumbrando sus ciudades-dormitorio mientras empiezan a moverse y a llegar trenes y automóviles y autobuses repletos, vehículos que avanzan solitarios o en caravana trayendo hasta el centro de Madrid cerebros semidormidos, miembros entumecidos, caras largas y mudas, mujeres y hombres con problemas que se agrandan o se empequeñecen según el temperamento, según las marcas que dejó la infancia, la educación, los tratos o la presión del entorno. Madrid en este final de siglo hace tiempo que ensanchó su pulmón y al fondo de sus arterias del norte aparece Fuencarral y el barrio del Pilar, al rordeste Hortaleza, Canillas y Barajas, al este Canillejas, San Blas y Vicálvaro, al sureste Vallecas, en el término sur San Cristóbal y Villaverde, mientras suben a la inversa de las agujas del reloj Carabanchel y Cuatro Vientos, y después se extiende por el oeste  Campamento y la Casa de Campo, para al fin, al noroeste, por Aravaca, antes de que se escape hacia arriba el pequeñito río Manzanares, la carretera de La Coruña quiere huir y no puede, apresado su asfalto bajo las ruedas de los automóviles. Qué será de Madrid en el futuro, en el siglo XXl, en el XXll, qué fue de Madrid en el XlX, en el XVlll, en el XVll, nada piensan de ello las multitudes que van y vienen por el Madrid subterráneo, cintas veloces del Metro que cruzan en negro y rojo andenes y túneles, avanzan los vagones desde Fuencarral hasta la Plaza de Castilla, se abren en vertiente los cauces por Cuatro Caminos y la Avenida de América, llega ciega e iluminada una máquina por la línea 4, desde la estación de Esperanza, la esperanza nunca se pierde al ver este caos circulatorio de Madrid que se anuda más, que se aprieta más aunque parezca ensancharse, es una cuerda de ahorcado que ahoga la libertad de la capital, aquellos carros de mulas por el Puente de Toledo, aquellas estampas cansinas que cubrieron amarillentas postales, los grabados valiosos, el tiempo venerable quedó asesinado por la celeridad y por el ruido, a veces sólo por el ruido y por el humo matando incluso a la velocidad. Madrid pende del árbol de la prisa a estas horas primeras de este martes ocho de mayo, parece que se fueran a matar las venas oscuras que suben de Legazpi en el Metro, parece que fueran a chocar con las que llegan de Portazgo, de Palomeras, del Alto del Arenal, de Miguel Hernández. Nada ocurre. El tejido subterráneo de Madrid tiene millones de pisos, escaleras mecánicas que bajan a sus infiernos, sótanos innumerables, capas superpuestas, inútiles, que se acoplan unas sobre otras en esta infraestructura móvil, como si se hubiera horadado el mundo de la ciudad y de su bajo vientre siguieran apareciendo a esta hora incansables y cansinas figuras.

El doctor Valdés acaba de ponerse su camisa, afloja un poco el nudo de su corbata, se viste un jersey fino para subir a su estudio. Begoña continúa durmiendo en la cama matrimonial, Lucía y Miguel, sus dos hijos, apuran sin saberlo su último

 

figuras.-66vv3.-Dirk Skreber.-o T.-2001.-Engholm Galerie

 

sueño antes de levantarse para ir a la Universidad, y el doctor Valdés aprovecha estas horas primeras del día para leer y tomar notas, para envolverse en el silencio. Tiene una doble, triple, cuádruple personalidad el doctor don Pedro Martínez Valdés, es hombre activo, filantrópico, temperamental, ha tenido muchos problemas, ha vivido muchas tensiones, él mismo ha sido tensión y solo a los cincuenta años parece haberse remansado un poco, tan sólo un poco su vida. Si sus enfermos supieran cómo es, si los enfermos del mundo descubrieran cómo son sus médicos, quedarían asombrados. A los médicos no se les puede preguntar nunca cómo están ni qué les pasa, a quiénes, entonces, se confiarán los médicos, ante quién consultarán los problemas de su existencia, qué les suele pasar a los médicos cuando ellos van al médico es algo misterioso, intrincado e inexplicable. Gracias a Dios, ningún enfermo del doctor Valdés le ve ahora subir las escaleras de su estudio, sólo le seguimos nosotros, escalón a escalón, son siete escalones de madera blanca que ascienden desde el mismo dormitorio, se abre una pequeña puerta, he aquí que estamos en el alto del chalé, la habitación reservada, una buhardilla desde cuya ventana se ven bien los árboles de las casas vecinas de Puerta de Hierro y se dominan perfectamente los jardines. Es habitación insonorizada, no muy grande, cuarto aislado del resto de la casa, con servicio propio, con un minúsculo cuarto de baño al lado, buhardilla con estanterías de libros y una mesa y una silla para escribir, un sillón cómodo para leer junto a una lámpara. El doctor Valdés es alto, ancho, de grandes espaldas, pesa ochenta y cuatro kilos y mide un metro ochenta: por eso esta buhardilla la construyó después de comprar el chalé, a la medida de su tamaño humano, la hizo construir cuando vino de Barcelona. Tiene su llave y cuando quiere se aisla del mundo. Ahora nadie en Madrid puede ver al doctor don Pedro Martínez Valdés con sus ojos tras las gafas de concha: viste un jersey azul muy elegante que no ha comprado sino que le tejió Begoña, gran tejedora, de las que ya no quedan entre las aficionadas al punto y la costura, ha tejido también disgustos y fracasos en su matrimonio, igual felicidades y parabienes, los chalecos que terminó a su marido los cosió en  interminables horas de espera junto al teléfono, confiando al silencio amarguras y desesperanzas.

Mira el doctor Martínez Valdés por la claridad de la ventana de esta buhardilla y la entreabre. Llega despacio, hasta las aletas de su nariz, hasta nosotros también, un olor a hierba recién mojada, el aroma peculiar de la tierra sembrada de lluvia artificial, las flores de mayo que despiertan a la única vida que vivirán, vida olorosa, fragancia en la aparente quietud de este

 

figuras.-397hh.-Uta Barth.-2005.-colección Magasin.-foto Christer Carlsson.-coretsía de Andéhn - Schiptjeko

 

jardín, los hombres no sospechan el movimiento interno de los tallos, de los capullos, el nerviosismo inquieto de los brotes, la sangre de la savia en la naturaleza tan bullente, el mapa madrileño del diminuto y gigantesco mundo de los gusanos y de las sabias hormigas, las idas y venidas de la tierra en primavera que abre su universo ante los ojos limitados de Valdés, este hombre interesado en la medicina, volcado en ella, No puede abarcarse todo, doctor, le dirá esa misma tarde, sentado ante él, Ricardo Almeida García, me pregunta usted si me atrae la naturaleza, claro que me atrae, pero no salgo a ella, apenas la miro, recuerdo las veces que he ido al campo y cómo me han asombrado y casi anonadado las alturas, el eslabón de las gigantescas montañas, no, no tengo vértigo, jamás lo tuve, el campo me tranquiliza, sí, pero reposo en su gran superficie, extiendo mi mirada, no me fijo en cambio en las pequeñas cosas, sólo cuando me siento en el suelo, cuando iba al bosque siendo niño, y aún después, ya mayor, aquel río de hormigas subiendo y bajando del tronco del roble me dejaban prendido, fascinado, eran alucinación para mí.

No habla así Ricardo Almeida, no es ese su especifico lenguaje, no escoge tanto los vocablos ni elige cuidadosamente las palabras, no es tan culto como aquí puede suponerse, pero si a Valdés le diera tiempo un día para rememorar esta consulta y pudiera acaso reescribirla a mano, en el cuaderno rayado que suele usar, lo haría así, con cierto aliento, elevando la calidad de la conversación y dignificando aún más lo que escuchó, aquello que le impresionó tanto, el doctor Valdés tiene una veta de literato y otra de médico, será que quizá es más escritor que doctor, acaso será mejor médico que escritor, tal vez querría haber sido un gran relator, lo conseguirá o lo ha conseguido alguna vez, esto es algo que nadie puede decir, aunque no, tal es el destino, pero nunca podrá reescribir esta consulta.

Madrid, pues, este martes de mayo es un caos circulatorio en su tráfico de hombres y automóviles y en su tráfago de hormigas, el doctor Martínez Valdés deja entornada la ventana de su estudio y volviéndose en el pequeño cuarto busca un libro en la estantería. Los libros, mi querido amigo, le dirá esa tarde al paciente Ricardo Almeida, son buenos amigos del

 

 

figuras.-5lala.-Sandy Skoglund.-all-art.org

 

 

hombre, y luego le preguntará interesado, Lee usted libros, Me dediqué a eso, doctor, durante tres años, antes de irme al Museo del Prado; más bien, se corrige algo avergonzado, yo hacía que los demás leyeran, ayudaba, serví libros durante tres años en la Biblioteca Nacional. Quedará algo sorprendido el doctor Martínez Valdés, ese día y en ese momento quedará ligeramente sorprendido, pero nada dirá. El ha tenido pacientes de todas las profesiones, abogados, maestros, militares, amas de casa, gente feliz y desdichada a la vez, las luces y las sombras entremezclándose en las vidas. Jamás, sin embargo, ha tenido frente a él a un hombre con este oficio. Nada dice y su rostro no se inmuta, apenas parpadea. Mira con curiosidad, tras las gafas de concha, a este hombre de frente grande y abultada, el mirar extraviado, cuerpo pequeño, encogido, actitud acosada, con las manos crispadas. El doctor Valdés ha conocido en su vida a muchos hombres y mujeres que se han sentado frente a él y han jugueteado, como lo hace Ricardo Almeida, con las plumillas colocadas a propósito sobre la mesa para comprobar la tranquilidad o la inquietud de las manos del enfermo, si las tocan o si las dejan, el juego nervioso de los dedos, la calma o el afán de esas extremidades de los seres humanos que suelen delatar a veces lo que revela o esconde el corazón.

Pero no estamos aún aquí. El doctor Valdés toma su agenda, pasa las páginas, consulta algo, luego deja la agenda sobre la mesa».

José  Julio  Perlado

(Continuará)

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

 

figuras-ttvvd-Ad Reinhardt

 

(Imágenes.-1.-Jules Olitski- 1970/ 2.-Dirk Skreber -2001- engholm galerie- kerstimengholm/ 3.-Uta Barth– 2005- colección Magasin- foto Christer Carlsson- cortesía de Andéhn Schiptjeko/ 4.-Sandy Skouglund- all- art- org/ 5.-Ad Reinhardt)

 

 

«CIUDAD EN EL ESPEJO» (3)

 

 

CIUDAD  EN  EL  ESPEJO  (3)

 

«Después el doctor don Pedro Martínez Valdés mira hacia la ventana, ese cristal levantado de la buhardilla por donde entra el aire y llega la luz y sobre el que pasan inmensas, silenciosas y blancas las nubes del cielo de Madrid. El polen de la atmósfera invisible asciende en poros diminutos y veloces, una brisa sutil, ahora, a las siete menos cuarto de la mañana, envuelve la claridad del jardín y este chalé de dos plantas, con su garaje y su comedor, con su pequeño pórtico de columnas y sus tres dormitorios, está rodeado por motas de primavera que parecen de nieve, copos minúsculos de un algodón extraño y apenas perceptible, copos que sobrevuelan las hojas de los arboles y vagan blandamente, sin norte, entre algún pájaro furtivo. Estan viniendo pájaros de una a otra zona verde de Madrid, de uno a otro espacio. Son pájaros del Retiro, de la Casa de Campo, pájaros que bordean árboles de la Castellana y Recoletos, pájaros que han dormido recogidos en si mismos, acariciados por su plumón, y que ahora cortan el aire en vuelo veloz, una cinta de alas que nadie percibe, a la que nadie ve, pájaros con su mundo propio en la frondosidad de las ramas y a los que nadie escucha cuando cantan entre sí, picoteo de comunicación cada vez mas sonora, con su lenguaje exacto y puntiagudo, y al que ninguno oye ni nadie, o muy pocos, entienden bien, casi nadie percibe el amor de los pájaros cantando enamorados.

Pero Ricardo Almeida esta despertándose. Ha de llegar al Prado a la hora en punto, a las nueve de la mañana, ha de esperar rondando por sus salas a que se acerquen visitantes y turistas, hacerse el encontradizo con ellos, pasear por los alrededores del vestíbulo y aguardar. Hay una figura, doctor, le dirá al psiquiatra esta tarde, que siempre me persigue, Qué figura, le preguntará el medico. Sueño con ella, don Pedro, le añadirá con más confianza en esa sesión, parece que la viera incluso durmiendo, yo mismo soy ella. Pero a qué figura se refiere, insistirá Valdés. Sueño con ser, contestará Ricardo, ese perfil negro, asomado al dintel de la puerta, que aparece al fondo, en «Las Meninas», Usted, sin duda, sí habrá visto «Las Meninas», doctor, le preguntará Ricardo. Sí, sí las he visto, responderá el médico, y se le quedará mirando imperturbable. Y Ricardo preguntará aún con insistencia: cuántas veces las vio. Muchas, dice Martínez Valdés, y enseguida, pensando, se corrige, Bueno, varias, varias veces, añade. Hay que esperarlo todo, los psiquiatras han de esperarlo todo, la paciencia es aliada del tiempo y del tiempo van saliendo despacio los secretos: como ante un cazador que aguarda, las tripas de la paciencia comienzan a reventar al fin muy lentamente, las ha hinchado el aire y estallan unas veces despacio y otras con gran brutalidad. Yo trabajé sirviendo libros en la Biblioteca Nacional, dice Ricardo Almeida: estuve allí tres años, luego me pasé al Prado, ahora soy guía. Y de repente se revuelve y pregunta, Conoce usted, doctor, la Biblioteca Nacional. Entonces el psiquiatra contesta. Sí, entré una vez. Pero se da cuenta de la maniobra, Soy yo y no él quien ha de llevar las preguntas, mío es el interrogatorio. Me hablaba usted de «Las Meninas», agrega, Qué quería decirme.

Ahora se va despertando en la bruma RicardoAlmeida García, son casi las siete de la mañana, y en la pensión donde vive, en pleno barrio de Chamberí, con balcones que dan a la plaza de Olavide, el primer sol va suavemente rozando el gran círculo de arena en el espacio que hace años fue mercado. En el siglo XlX esto lo describía Galdós como los aledaños de Madrid, afueras, escombros, descampados. Ahora es un barrio más de la capital, barrio castizo y céntrico, la glorieta del pintor Sorolla a dos pasos, la plaza de Quevedo muy cerca, a su lado calle de Bravo Murillo, en la otra vertiente, muy rápido, se alcanza Luchana, y si se sube por entre las casas pequeñas, casas que afortunadamente aún no han crecido y no son rascacielos, se llega hasta la calle de Eloy Gonzalo o hasta la calle de Santa Engracia. Mira entre las nieblas el despertador Ricardo Almeida, Son las siete, se dice, se yergue, se acerca al lavabo, se mira adormilado en el espejo. Fue una aparición, doctor, le dirá esa tarde al psiquiatra, yo estaba allí, en pijama, no me había lavado, miré el espejo y allí estaba él. Quién, preguntará Valdés, quién estaba allí. José Nieto, responderá Ricardo. Cómo, quién dice, insistirá el psiquiatra, repítame el nombre, no le he entendido. José Nieto, contestará Ricardo sereno. Y quién es ese hombre, dirá el psiquiatra. El que fuera jefe de la tapicería de la reina doña Mariana, el aposentador de Palacio, contestará Ricardo.

– ¿Cómo? – insistirá sin moverse el psiquiatra – ¿cómo dice?

 

figuras.-397hh.-Uta Barth.-2005.-colección Magasin.-foto Christer Carlsson.-coretsía de Andéhn - Schiptjeko

 

Efectivamente, ahora, a las siete o quizá ya siete y cinco de la mañana de este ocho de mayo, en la pensión Aurora» enclavada en el número seis de la plaza de Olavide y ante el espejo del minúsculo lavabo en que se mira Ricardo Almeida García, al fondo, en la claridad entornada de la puerta de madera, sosteniendo con su mano derecha el borde de una cortina, aparece José Nieto, una sombra y una precisión, una efigie negra que mira con intensidad a Ricardo, no pierde de vista su figura aún arrugada de sueño y envuelta en su pijama de rayas, la profundidad viva en el pequeño cuarto de la pensión. Muchas mañanas me había sucedido eso, doctor, pero hoy al despertarme fue algo tremendo, dirá Ricardo tranquilo: yo estaba allí, lavándome, tenía las manos bajo el grifo, levanté por primera vez la cabeza y vi con mis ojos en el espejo el cuadro entero de «Las Meninas». Y así es exactamente: Ricardo Almeda nunca sabrá bien cómo explicarlo y no encontrará fórmulas para expresarse. De repente el espejo del lavabo cobra profundidad y adquiere una precisión tal como si la familia entera de Felipe lV, la familia real en pleno siglo XVll, se transformara en cuadro. Nadie puede imaginar en el Madrid del siglo XX, que en el cuartucho de esta casa modesta, en el piso segundo de la plaza de Olavide número seis, en la habitación número tres de la pensión «Aurora», precisamente en el cuarto cuyo balcón da encima del bar «La Oliva» en donde el camarero Paco Gálvez, indiferente, lava sus primeros vasos, sirve los cafés con «porras» o con churros y arrastra con esfuerzo el primer barril de cerveza preparando el aperitivo del mediodía, este espejo rectangular junto a la ducha, este espejo que alguien creería inundado de vahos, da paso de la tibieza a la luz y del vacío a la presencia. Primero suele aparecer, doctor, José Nieto, aparece al fondo, es mi doble, soy yo mismo algo más avejentado, creo que tiene un principio de barba y que sonríe, me sonríe siempre, siempre ha sonreído. El psiquiatra se reclinará en la butaca y mirará con fijeza a Ricardo Almeida, le dejará hablar. Es lo primero que suelo ver, doctor, dirá Ricardo, lo primero que se me aparece muchas mañanas. Y qué más le ocurre, preguntará impávido el doctor Valdés. Me quedo extasiado, agarrotado, me quedo con las manos hundidas en el agua del lavabo, sin poder hacer nada. Todo el espejo es cristal, pero la parte superior de ese cristal, el techo, el techo de ese mismo cristal, dirá como pueda el pobre Ricardo al médico, va enseguida oscureciéndose. El doctor le animará con la cabeza y será como decirle, Siga, prosiga, continúe, qué más. El techo del cristal, doctor, añadirá Ricardo, va oscureciéndose, y al

 

figuras.-66vv3.-Dirk Skreber.-o T.-2001.-Engholm Galerie

 

fondo, en la claridad profunda del espejo, asoma la puerta entreabierta. Entonces quedará Ricardo Almeida callado y ensimismado, atraídos sus ojos por ese recuadro luminoso que aún parece seguir viendo, esa puerta entreabierta y entornada con su hoja de clara madera, aquellos seis peldaños que ascienden alumbrados, la figura en hábito negro recortada en la luz, toda ella vestida de capa, sombrero en la mano izquierda, la mano derecha pareciendo apartar una cortina, la pared blanca del pasillo al fondo, la luz, la hondura, el efecto misterioso del relieve, la atracción, el imán.

– ¿Y qué le ocurre más? – le preguntará el psiquiatra.

 

figuras.-5lala.-Sandy Skoglund.-all-art.org

He visto tantas veces ese cuadro, contestará Ricardo, lo he explicado en tantas ocasiones a los turistas, que no sé si yo mismo estoy en el Prado o continúo allí, en pijama, en el cuarto de mi pensión. Ricardo Almeida no lo sabe expresar bien, se aturulla, se queda mirando al médico y se ve impotente para contarlo. Y sin embargo es verdad: poco a poco el rectángulo del lavabo va oscureciéndose en lo alto. Queda auténtico y real, no pintado sino colocado sobre la misma vida, la superficie honda en la que Ricardo se lava las manos, el cuenco blanco del lavabo y al lado, sobre una repisa, el vaso de cristal, el dentrífico y el cepillo de dientes, la pastilla de jabón, la pequeña toalla, el peine, la máquina de afeitar y una caja con cuchillas. Si Velázquez hubiera de pintar esta pensión por encargo de Felipe lV lo haría con voluntad y magia, dando relieve maravilloso a los objetos y revelando en primer plano a este hombre en pijama mirando a Velázquez que le mira con la paleta en la mano en actitud de pintar. Porque la realidad, doctor, dice Ricardo, supera a la ficción, y yo no sé bien contárselo, discúlpeme, no sé, no sé cómo contarlo, murmura con angustia, usted no me creerá, e insiste, Créame. Es primero, repite como una obsesión, el blanco de la puerta al fondo, y luego va llenándose el espejo con la luz del vestido de doña Isabel de Velasco, una de las meninas o doncellas de honor de Margarita, la Infanta. El  doctor don Pedro Martínez Valdés pocas veces ha visto tan cerca de sí pupilas tan alucinadas en un hombre. Ricardo Almeida, parece contemplar una visión, pero es una vivencia, vivo recuerdo suyo, algo tangible que sus ojos buscan. Ha de creerme, don Pedro, le dirá esta tarde. Son esos blancos que inundan mi espejo los primeros que llegan: el vestido de la Infanta Margarita, el blanco de otra de las meninas, doña María Agustina Sarmiento, los rostros llenos de luz, doctor, y sobre todo, la puerta abierta al fondo, siempre la claridad de esa puerta abierta, y ese hombre, José Nieto, que mira.»

José  Julio  Perlado

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

(Continuará)

 

 

 

Imágenes.- 1.-(Imágenes.-1.- Ad Reinhardt/ 2.-Uta Barth– 2005- colección Magasin–foto Christer Carlsson- cortesía de Andéhn Schiptjeko/ 3.-Dirk Skreber-2001- engholm galerie–kerstimengholm/4.-Sandy Skoglund-all-art-org/ 5.-Jules Olitski.-1970)

«CIUDAD EN EL ESPEJO» (4)

 

 

CIUDAD  EN  EL  ESPEJO (4)

 

«Está brillando el día por la calle de Trafalgar esquina a la plaza de Olavide, coches que entran veloces por el subterráneo que alcanzará la calle de Eloy Gonzalo, automóviles que van y vienen bajo las planchas de acero y de tierra ignorantes de que un hombre queda perplejo ante el espejo de esta pensión, nunca serán conscientes de lo que ocurre. Hay un aroma a fritos de los primeros desayunos, cucharillas y tazas en cafés de Chamberí, tintineo musical en mostradores, la prisa de la hora, máquinas de café que humean su sofoco, voces, gritos, mandatos, órdenes de camarero a camarero, el Madrid de la lengua y de los ruidos, Ese ruido, doctor, me aturde, dirá Ricardo al médico. Yo amo el silencio, amo la soledad, amo el mutismo, lo aprendí en mi trabajo en la Biblioteca Nacional. Madrid no se oye a sí misma a causa de los ruidos. Parece que estuviera preparando su concierto de la jornada, el desconcierto de su concierto, no la calidad del rumor, no el ronroneo orquestado sino la algarabía envuelta en humo y coronada por la polución con la que no podrá ya la mansa primavera. Una gruesa paloma, pequeña, hinchada e impasible, recorre oronda, lanzando sus patas finas y sonrosadas, casi en carne viva, el borde del balcón de esta pensión en donde «Las Meninas» están apareciéndose, Fueron primero los blancos, don Pedro, le dirá Ricardo al psiquiatra, la amplia falda con guardainfante de la Infanta Margarita lo que me deslumbró, Al doctor Martínez Valdés le asombrará la expresión, «falda con guardainfante», pero nada dirá. Tiene a un guía ante sí, guía del Prado, hombre que ha debido estudiar, que tiene sus expresiones peculiares, que posee, en fin, formas de expresarse. Fue la cara luminosa de esa infanta de cinco años, nacida en 1651, Velázquez pintó el cuadro a fines del verano del 56. Está hablando trastornado Ricardo Almeida, estará ante el psiquiatra mirándole, pero seguirá ante el cuadro, el pincel de Diego de Silva Velázquez aún en el aire parece a punto de tocar la paleta para pintar ese rostro demudado del guía, la palidez de sus mejillas, sus manos hundidas en el agua, los ojos desorbitados. Aparece inclinada y arrodillada en el espejo del lavabo una de las meninas de las que habló ya Ricardo, doña María Agustina Sarmiento, que queda de perfil y ofrece por los siglos de los siglos, hasta que acabe el mundo, hasta que arda el Prado, hasta que Madrid salte por los aires, Que ofrece, fíjese don Pedro, le dirá Ricardo Almeida a su médico, Ofrece a doña Margarita, la Infanta, encima de una salvilla plateada, un búcaro o harrita de barro coloreado, he ahí el contraste. Por qué contraste, interrogará en un murmullo Valdés, poco sabe de pintura este doctor pero está ya interesado, no apresado aún, todavía no imantado, pero sí interesado, Por qué contraste, vuelve a preguntar.

Todo el espejo del lavabo de este pequeño cuarto se ha ido llenando muy lentamente de personajes. Los blancos son distintos, la luz que ciega a Ricardo Almeida cuando mira fijamente el cristal, desvela una tonalidad muy clara en los trajes de las dos meninas que acompañan a la Infanta y un mayor esplendor, una rotundidad de tono crema en la anchura central del vestido que cubre a Margarita.

 

figuras.-397hh.-Uta Barth.-2005.-colección Magasin.-foto Christer Carlsson.-coretsía de Andéhn - Schiptjeko

 

Hay blancos también, salpicados y punteados, deslizados suavemente por el pintor, en las mangas y en los lazos conque se adorna Maribárbola, la enana macrocéfala, Usted sin duda la conocerá, doctor, seguro que la recordará, agrega Ricardo al médico, es Maribárbola, la enana de origen alemán. Por la derecha del espejo, saliendo de lo opaco e iluminada extrañamente por el resplandor de una alta ventana que alumbra el cuarto de esta pensión en la plaza de Olavide, Diego de Silva Velázquez, a las siete y diez de la mañana, va pintando sin querer, rápida y velozmente, con un realismo y precisión pasmosos, esta cabeza hinchada y a la vez aplastada, el rostro enorme y lleno, los ojos diminutos sobre los labios y la nariz juntos y machacados por la deformidad, el cabello largo y suelto, la estupidez, la inexpresividad. Me miró Maribárbola, don Pedro, le dirá Ricardo al psiquiatra, y entonces fue cuando saqué las manos del agua, empecé a no tener miedo, sabía que no me podía afeitar y que debía mirar todo lo que apareciera en el espejo, me aparté un poco. Ahora habla con naturalidad, como si lo viera, con un asomo de valentía. Y cuando menos puede esperárselo el médico, añade:

– Entonces, empecé a andar por el cuadro.

Y entonces usted empezó a andar, repetirá en su momento el psiquiatra Martínez Valdés, y lo dirá con toda sencillez, sin la menor extrañeza. A los pacientes hay que seguirles la conversación y el raciocinio, a los supuestos locos no hay que forzarles nunca, tampoco a los cuerdos, a los supuestos cuerdos de la vida, que la existencia es un ir y venir de asentimientos: el río de las conversaciones se desliza en un abrir y cerrar de labios, las conciencias suelen derramar casi sin querer cuanto llevan dentro y lo hacen con una ligereza y suavidad tan inauditas

 

figuras.-66vv3.-Dirk Skreber.-o T.-2001.-Engholm Galerie

 

que los médicos están para eso, para dejarse invadir por sus conversaciones y monólogos, los buenos médicos deberán ser, como así lo es el doctor Valdés, oídos atentos, órganos perceptibles y repetitivos, extremadamente sensibles cuando haga falta, aptos, muy preparados, años de consulta han hecho que lo más inverosímil de la existencia de un salto de repente y en su voltereta quede todo tranquilamente en pie, veraz, y tal y como si siempre hubiera ocurrido. Y es que ha ocurrido así: tiene esta galería de «Las Meninas», dirá Ricardo Almeida a su médico y enseguida se corregirá, Pues de este modo lo escribe Palomino, y habrá de preguntar de inmediato, Sin duda, doctor, habrá leído usted a Palomino, su obra se titula El Museo Pictórico, e insiste, fijos los ojos en el médico, La leyó o no la leyó, es esencial. Don Pedro Martínez Valdés no sabe esta vez cómo escabullirse: No, no la ha leído, responde. Pero es como si nada hubiera dicho: seguirá su discurso Ricardo Almeida, le sale de dentro su erudición de guía, lo que aprendió, aquello que estudió, el poso de sus conocimientos. Tiene esta galería, sigue Ricardo mirando al médico, varias ventanas, así lo describe Palomino, ventanas que se ven en disminución y que hacen parecer grande la distancia; es la luz izquierda que entra por ellas, y sólo por las principales y últimas. El médico no se atreverá a interrumpirle y es Ricardo invadido de ideas y de luces el que proseguirá: el pavimento es liso, y con tal perspectiva, que parece se  puede caminar por él. Y el doctor Valdés aprovechando esta frase última, sugerirá:

– Y fue cuando usted se puso a caminar, me decía.

– Sí, don Pedro – dirá Ricardo -. yo eché a andar por el cuadro.

 

figuras.-5lala.-Sandy Skoglund.-all-art.org

 

Quédase embobado Ricardo Almeida García, va en pijama, son las siete y diez de la mañana en Madrid, las siete y diez en el espejo del lavabo de esta pensión en la plaza de Olavide número nueve, El perro no se movió, don Pedro, Me refiero al gran mastín echado a la derecha del cuadro, sus patas alargadas, soportando en su lomo el pie del enano Nicolasico Pertusato. Ahora hay un gran silencio en el cuadro, Las figuras que miran a los reyes que a su vez las están mirando o que quizá miran al pintor, tal vez al propio espectador, eso nunca lo sabrá nadie, dejan pasar inmóviles a este guía de cuarenta y seis años que avanza hacia el fondo. El autor de Museo Pictórico, Antonio Palomino de Castro y Velasco, no sabrá contar de modo preciso que entre las figuras maravillosas que hizo don Diego Velázquez, una fue la del cuadro grande con el retrato de la señora Emperatriz, entonces Infanta de España, Doña Margarita de Austria, siendo de muy poca edad, pero que hacia ella y sin inmutarse marcharía tres siglo después el guía del Prado Ricardo Almeida García, natural de Madrid, vecino siempre de la capital, hombre de contextura redonda y cabeza hinchada y muy grande, trabajador como pocos a fuerza de codos, autodidacta casi, estudioso a la luz de una lámpara en infancia y adolescencia, atormentado por su padre al que a la vez admiraba, maestro que fue de profesión, llamado su padre José Almeida López, hombre serio, enjuto y reconcentrado, que rumió muchos pensamientos y que poco dijo en la vida a su hijo, sumido en personales tenebrismos. A los pies de Doña Margarita de Austria está de rodillas Doña María Agustina, menina de la Reina, hija de Don Diego Sarmiento, como también contará Palomino, Pero fue por el otro lado, don Pedro, fue por entre el perro y entre la enana Maribárbola, apenas rozando la gran falda marrón de la otra menina y que luego sería dama, Doña Isabel de Velasco, hija de Don Bernardino López de Ayala y Velasco, Conde de Fuensalida y Gentilhombre de cámara de su Majestad, le dirá Ricardo a su médico, fue por allí por donde yo me metí, y lo hice muy despacio, no tenía prisa, sí, no lo escondo, algo había que me llamaba, algo me acuciaba, yo no tenía, sin duda, más que llegar.

Se queda, pues, a la derecha de este guía del Prado que hoy es paciente del doctor, en término más distante y en media tinta, en lo profundo del cuadro, Doña Marcela de Ulloa, señora de honor, y junto a él, en sombras, un guardacamas, como entonces se llamaba a esta penumbra que el pintor revela. Muy al otro lado, a la izquierda, está el mismísimo Don Diego Velázquez, en apariencia inmóvil, pintando: tiene él la tabla de colores en su mano siniestra, y en la diestra el pincel, y la llave de la cámara y de Aposentador en la cinta, que no sólo lo dice Palomino, sino que personalmente yo lo vi, dice Ricardo Almeida, y eso lo admiran todos, don Pedro, así como el hábito de Santiago, que después de muerto Velázquez, le mandó Su Majestad le pintasen.

– ¿Y qué hizo usted, Ricardo?- le dirá el médico muy interesado.

Hay que llamar por su nombre de pila a los pacientes,  así parece recomendado, hay algo singular en cada nombre, ellos mismos se muestran singulares, nunca se creen multitud.»

José  Julio Perlado

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(Continuará)

 

 

Pale Blue II 1970 by Jules Olitski 1922-2007

 

(Imágenes.-1.-Ad Reinhardt/ 2.-Uta Barth- 2005- colección Magazine- foto Christer Carlsson- cortesía de Andéhn Schiptjeko/ 3.-Dirk Skreber-2001- engholm galerie–kerstimengholm/4.-Sandy Skoglund-all-art-org/ 5.-Jules Olitski.-1970)

 

«CIUDAD EN EL ESPEJO» (5)

 

CIUDAD  EN  EL  ESPEJO (5)

 

«- ¿Qué hizo usted, Ricardo? – insistirá el doctor Valdés.

El médico sabe bien lo que hizo, pero a Ricardo Almeida lo han traído hasta alí para hacer confesión personal, que es la que vale, el vómito de la conciencia, la palabra en coágulos, frase en borbotón. Ricardo Almeida no parece ahora estar en el despacho del psiquiatra, avanza, se adelanta, Sobre la profundidad de Velázquez, añade el guía, se han escrito artículos, estudios, libros, hay infinidad de pareceres, yo andaba sobre esa profundidad, por encima de ella, don Pedro. Marcha ahora en pijama este hombre al que alumbra el resplandor último de esa puerta desde donde José Nieto le mira. Es que acaso va a cerrarse esa puerta del fondo, o tal vez es que se quiere abrir aún un poco más, entonces qué hace esa figura en el dintel, es que acaba de llegar o es que se marcha ya, quizá ni siquiera esperará a que avance este hombre, cómo es posible que Velázquez no la retenga. Pero Velázquez lo retiene todo, No le miraba yo a Velázquez, don Pedro, ni Velázquez tampoco me miraba, ese cuadro de «Las Meninas» posee tal profundidad y transparencia, añadirá Ricardo Almeida, y ahora ya no fija la vista en su médico sino que queda aturdido en lo infinito. Me miró entonces el paciente – querría escribir en su informe el doctor Valdés pero no podrá redactarlo nunca – con un estrabismo convergente y con beatífica sonrisa, y parecía, (así le hubiera gustado relatar cualquier ponencia), justamente el  bufón Calabacillas sentado ante mí, el llamado erróneamente Bobo de Coria. Me pareció un ciego feliz y acorralado por la vida que me dijo:

– Don Pedro, yo ya no sé si estaba en el espejo del lavabo del cuarto de la pensión, o caminaba hacia el espejo que hay al fondo del cuadro…

– ¿Pero dónde creía estar usted de verdad, Ricardo? – le preguntará realmente el psiquiatra.

Una iluminación desciende de los techos del Museo. Así al menos lo cree el enfermo. Espejos grandes, enmarcados en escudos dorados y emblemas bicéfalos, estampan un tibio vaho de empañado cristal. Hay finos aparatos modernos, estratégicamente situados a media altura en la mente de este hombre, aparatos que mantienen en perfecto equilibrio clima y ventilación en todas las salas. El Museo, dentro de la cabeza de Ricardo Almeida, tiende, de cuando en cuando, cordones de separación ante lienzos valiosos. Grandes losetas cubren el suelo y llegan los primeros adormilados vigilantes vestidos ya con su uniforme: blanca camisa, corbata, chaqueta azul, hombres de cuyos pantalones cae de la cintura hasta el pie una raya dorada. Aún no habían llegado, don Pedro, mis clientes, dice el guía, los de las lenguas extranjeras, Me aturde el inglés, doctor, más aún el alemán y el japonés, del japonés nada sé, conozco sólo el italiano y el francés, y comienza a balbucear este bobo de Coria ante la mesa del psiquiatra, Diego de Silva, né à Seville en 1599, mort à Madrid en 1660, àgé de 61 ans, elève de Francois Herrera le vieux et de Francois Pacheco, y con los ojos extraviados

 

figuras.-397hh.-Uta Barth.-2005.-colección Magasin.-foto Christer Carlsson.-coretsía de Andéhn - Schiptjeko

 

del Calabacillas y las manos crispadas y con la estúpida sonrisa de bufón, añadirá presumiendo, Ma quello che si è tenuto, e si tiene in grande stima, si è l`eccellente quadro istoriato della Infanta Donna Margherita Maria d`Austria ancor bambina assistita da altre della medesima età, e da differenti personagi, con due figure di nani, e dietro Don Diego Velázquez, che la ritrata.

Y calla Ricardo.

Ha aguantado Don Pedro Martínez Valdés toda esta retahila de cosas porque todo, o casi todo, en el despacho de un médico suele ser escuchar y atender, a veces asentir, siempre esperar. Es como si el paciente se encontrara ahora en la sala número quince de la planta principal del Museo del Prado, allí donde reposan «Las Meninas». Mira el enfermo con ojos deslumbrados al doctor y sus pupilas parece que le gritan: Oh Velázquez, sus tres dimensiones, Sevilla, Madrid, Italia, los viajes, la Corte, O acaso ustedes no recuerdan que a Velázquez lo visitó Rubens en 1628 y que fue éste el que debió aconsejarle que viajara a Italia, Porque al principio, fíjense, Acérquense más aquí, lo escucharán mejor, En Sevilla, con el maestro Pacheco, fue el naturalismo tenebrista, propio de la mitad del XVll, Y luego sería la plenitud barroca de la segunda mitad del siglo…

Hasta que de repente arranca igual que un toro, a una velocidad increíble. Va por dentro del espejo, deja a un lado meninas, infantes, trajes y personajes. Van cayendo figuras mientras hunde su navaja de afeitar. Cree ver en el fondo a José Nieto inundado de sangre y es él quien está ya encharcado y dolorido, el espejo del lavabo se ha hecho añicos.

– Lo recogieron a usted medio muerto esta mañana, Ricardo.

Y el enfermo asiente.

-¿ Y por qué lo hizo?

Pero aún no estamos entre psiquiatra y enfermo. Son las ocho menos veinte de la mañana de un martes ocho de mayo, a la hora en que ocurrió el suceso. Don Pedro Martínez Valdés, que nada sabe, baja camino del garaje a sacar su coche, un Opel-Corsa blanco, pequeño, apto para conducir en la ciudad.

Mientras tanto se ha oído un chillido tremendo en la pensión «Aurora», en la plaza de Olavide número nueve, en la otra punta de Madrid. Y un perro abandonado, quizá estremecido, ha levantado su cabeza y se ha quedado inmóvil, tan sólo un segundo, mirando al balcón.»

José  Julio  Perlado

(Continuará)

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figuras.-66vv3.-Dirk Skreber.-o T.-2001.-Engholm Galerie

 

(Imágenes.-1.-Ad Reinhardt/ 2.-Uta Barth- 2005- colección Magazine- foto Christer Carlsson- cortesía de Andéhn Schiptjeko/ 3.-Dirk Skreber-2001- engholm galerie–kerstimengholm)

CIUDAD EN EL ESPEJO (6)

 

CIUDAD  EN  EL  ESPEJO  (6)

 

“Por las mañanas los médicos aún no tienen la cabeza poblada de enfermos. A decir verdad, los médicos no quedan absorbidos  por los enfermos ni por la mañanas, ni por las tardes, ni siquiera a veces  por las noches: hay una agenda , un recorrido, se sabe que Jacinto Vergel, menudo nombre colocaron los padres a tal apellido, le han logrado al fin sentar en bata, con una bata azul celeste en el extremo de un pasillo del Doctor Jiménez, el sanatorio situado al fin de la calle Méndez y Pelayo, regido por unas monjas. El jardín es pequeño, pero lo que son largas y brumosas, inquietantes y plácidas a la vez son estas avenidas de cristal interior, puros cristales esmerilados en forma de intestinos en donde la luz de las residencias psiquiátricas son un fanal de miel alucinada, las cabezas y las vidas recorren o se quedan quietas en un punto, el punto se agranda, la grandeza adquiere dimensiones irreales y majestuosas. En lo que el cerebro del doctor Martínez Valdés  no se detiene ahora, mientras pasa con su coche al lado de la auténtica Puerta de Hierro de Madrid, la que fuera entrada al camino de acceso al coto real de caza, granito y piedra blanca pulimentada de Colmenar, tiempos aquellos del Rey Fernando Vl, cuando el coto real de El Pardo estaba vallado por un muro, conforme el doctor Valdés está remontando en estos momentos el tráfico por la Ciudad Universitaria, su pensamiento no está en Jacinto Vergel, o en Concha Cañas, o en Aurora Rodríguez Sanjuán, o en Máximo Silvestre, o en Lucía Galán, o en Alicia Madurga, o en Eufrosio López Sevillán, o en Don Pablo Ausin, o en Carmelo Torrent, o en Laureana Bosch, o en Silvia, o en el marqués de

 

 

Brujas. Hay  tantos nombres repartidos, tantos apellidos, se han concebido tantos seres, existen tantas camas, están bordados tantos  números en las solapas de las batas, las lavanderías de los hospitales giran en espuma, los ascensores de los sanatorios huelen a cenas y a comidas, cada uno posee sentimientos y pensamientos, los años pasan sobre la capital de España, una bruma delicada, primero vagorosa, nube enfermiza y doliente, viene muy suave por entre las rendijas del recuerdo y la memoria de Jacinto Vergel, mientras el doctor Martínez Valdés alcanza ya la Moncloa, subirá la Gran Vía hacia la Puerta de Alcalá, el vapor de los automóviles  esconde bajo una castiza capa al rey Carlos lll, el mejor alcalde de Madrid, el que dotó a la ciudad de alcantarillados y pavimento e iluminó sus calles, evocación de Carlos lll, halo misterioso que mirará el doctor desde el edificio de Correos, le llegará  desde el Museo del Prado y desde el Jardín Botánico, silbido oloroso de esta primavera que sube por los vericuetos de las calles desde la Puerta del Sol.

 

 

Jacinto Vergel casi no ha dormido. Al alba, mucho antes de que entraran las monjas en su habitación, ėl mismo se ha puesto la bata azul y ha empezado a caminar muy deprisa por los pasillos, casi siempre está en los pasillos, se acostó muy tarde, tienen que obligarle a que se acueste, acecha a cualquier viajero, interlocutor o trashumante que le escuche, Jacinto Vergel Palomar nació en Manzanares el Real hace setenta y seis años, es hombre flaco, nervudo, tieso, necesita gruesas gafas, parece solamente aldeano y en cambio tiene mucha sabiduría popular, ha leído algo, caminó mucho, es inquieto, sobre todo amoroso, el corazón se le escapa con picardía, guarda una risa seca e irónica como un tic que acompañara a sus silencios, un empujón de sorna igual a una tos. Cuando Jacinto Vergel Palomar se tumba en la cama de su habitación del Doctor Jiménez no puede cerrar los ojos de tanto que anduvo. Tiene en la cabeza todos los caminos de las cercanías de Madrid, sale de Manzanares el Real, al lado mismo del castillo, y echa a andar muy joven, Mire hermana, le dice en cuanto puede a Sor Benigna, Usted se viene conmigo hacia Cerceda, luego nos vamos los dos a Cercedilla, después doblamos tranquilamente a Miraflores y llegamos a Lozoya, a la izquierda dejamos Oteruelo del Valle, Alameda, Pinilla del Valle y Rascafría. A Sor Benigna no le encaja el nombre, es monja alta, austera, con un temple de acero y dirige el sanatorio del Doctor Jiménez con mano firme y sin contemplaciones. Mire, Jacinto, quédese quieto de una vez, usted y yo no nos vamos a ninguna parte, le dice la monja a Jacinto, déjeme en paz que tengo mucho que hacer, y sobre todo deje en paz a  Luisa. Luisa Baldomero González es mujer oronda y de anchas piernas, muy gruesos y encarnados tobillos, rostro redondo, sus varices le hacen caminar despacio por el sanatorio, nunca podrá seguir a Jacinto ni por el Soto del Real, ni llegará a Guadalix de la Sierra, ni menos alcanzará hasta Bustarviejo, ni tocará Valdemanco ni rozará Canencia. Son pueblos estos del noroeste de la provincia madrileña. Mire hermana, le repite incansable Jacinto a Sor Benigna en un rincón del pasillo, Mi padre me enseñó tan bien el castillo de Manzanares, que es como si fuera mío, Usted se coge de mi brazo y nos asomamos juntos a las torres para ver bien limpia la Pedriza, es decir, la piedra, esas paredes enormes que yo he subido hasta con mochila, y como la monja no le contesta y le dice que se calme, Jacinto se va pronto a la parte del sanatorio donde están las mujeres, su corazón sube y baja las escaleras cuantas veces sea necesario, es montañero, asciende escalones, baja peldaños, únicamente con Luisa Baldomero del brazo y con un amor y una dedicación pasmosos, tal como si llevara un cristal a punto de romperse, se mete en el ascensor y la acompaña igual que si fueran a casarse.”

 

 

José Julio Perlado

(Continuará)

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(Imágenes —1-Jerzy Grabowsky/ 2- Louise Bourgeois)

CIUDAD EN EL ESPEJO (7)

 

CIUDAD EN EL ESPEJO  (7)

 

 

“El doctor Martinez Valdés conoce estos amores de Jacinto Vergel Palomar pero no se detiene ahora en ellos mientras espera que un atasco desanude sus nudos a la altura de la Puerta de Alcalá. Cómo sentir desde el coche la brisa del Retiro, qué hacer con el corazón acelerado de Jacinto Vergel que declaró su amor dos veces a Luisa Baldomero, los dos viudos, los dos solos, los dos trastornados. Los trastornos, Sor Benigna, le dijo una mañana el doctor Valdés a la monja,  no crea usted que son tan fáciles de solucionar, los trastornos, hermana, como muchos otros males de la vida, uno los escucha, los contempla, ha de admitirlos, intenta de algún modo curarlos, porque de qué modo se va a solucionar esa tremenda inquietud de Jacinto, cómo darle, en cambio, vida y compañía a Luisa. A veces, el doctor Valdés piensa que esos trastornos estarían mucho mejor unidos. Y si se casaran, se dice,  e incluso lo habló con la monja. Se casarían, don Pedro, le contestó Sor Benigna, únicamente por lo civil, Jacinto no pisa la iglesia. Pero en ocasiones el doctor Valdés deja que la imaginación vaya vigorosa, y mientras ahora su automóvil sube lentamente por la calle de Alcalá bordeando el Retiro, del Retiro y de sus frondosos árboles que encierran las verjas llega un aroma inusitado de comprensión, un aire extraño que intenta no contaminar a Madrid.

 

 

Son las ocho y media de la mañana y Juan Luna Cortés está vigilando en la puerta del Museo del Prado, la ambulancia que le llevó desangrado y moribundo a Ricardo Almeida García entró hace diez minutos  por el portón de urgencias del Hospital de la Cruz Roja en la calle de Reina Victoria, y Jacinto Vergel Palomar, en bata azul y zapatillas, acaba de descubrir a Regino Cruz Estébanez, uno nuevo, grueso, con gafas y una herida en la frente, que intentó tirarse hace tres días por el puerto de la Morcuera y en el que anida, tierno y amargo como un gusano en su cerebro, la atracción por el abismo, por el veneno, hacia la  muerte. Mi hermano es dentista, le ha dicho a Jacinto en cuanto le ha visto en el pasillo, y en un armarito de cristal, sé que guarda el veneno, yo lo he tenido en la mano, lo he probado, mi hijo mayor me descubrió, él me salvó esta vez. El doctor Martínez Valdés aún no sabe estas cosas, ya se las contarán, ahora vuelve a arrancar despacio su coche intentando avanzar en el denso tráfico y sigue con paciencia el hilo de su fila, va camino de la calle de Menéndez y Pelayo, marcha junto a la verja del Retiro, por el lado derecho de la calle de Alcalá, pasó la famosa Puerta,  el doctor don Pedro Martínez Valdés, va inmerso en una vena circulatoria de Madrid, la palabra africana Magerit quiere decir venas, conductos de agua, desde hace horas saltan en el aire las aguas de las fuentes de la plaza de Colón, forman penachos, suben y se derriten con fuerza, se derraman las aguas en la fuente de Neptuno, mojan la pétrea carroza que conduce a la Cibeles, pero y si Madrid  no fuera vena, y si las disputas por ese nombre nos llevaran hasta Matritum, madre o matriz en el centro de España, matriz del cuerpo de la nación, abertura por la que nace la criatura de España, muchos la quieren dividir, otros tantos la quieren desgarrar, don Pedro Martínez Valdés tiene sus propias ideas políticas, no le gustaron nunca las dictaduras y no aprecia tampoco las democracias engañosas, queda asombrado del eterno amor al buen vivir y la impaciencia en paz del español, su sangre hirviente, el mundo parece imantado por el oro, dinero, posesiones, este país pasó tanta hambre en la última  guerra, sufrió tantos asaltos y quejidos, murieron en tres años tan gran cantidad de hombres, niños y mujeres inocentes que la existencia se acaricia ahora con refinado placer,

 


 

España en este final del siglo XX es tierra de conquistas multinacionales informáticas, tierra de sol para muchísimos, y desconocida tierra que han de explorar otros, por qué no llamar entonces Ursaria al actual Madrid dados los muchos osos torpes, lentos, veloces, en ocasiones voraces, que llegan de todas partes, osos que corren hacia el madroño verde con el fruto rojo, y oso trepando hacia sus ramas, orla azul con siete estrellas de plata, escudo blanco, y encima de él una corona real así son las armas de Madrid, cuánta gente armada  a lo largo de los siglos, qué armaduras y cuánto armamento,  dicen que el oso es recuerdo de cuantos animales con su nombre áspero y salvaje poblaban el término de la ciudad, No he visto osos por él Manzanares el Real, dirá en cuanto le pregunten a Jacinto Vergel, si, en cambio, hermana, mosquitos, no lo niego, le comentará a Sor Benigna, que el embalse de mi pueblo los congrega aunque ellos sean mansos y no piquen, sabe usted, no son mosquitos de agua. Hay ahora, en la esquina del comedor de la planta Segunda del sanatorio Doctor Jiménez, una conversación entrañable, rara y tierna a la vez. Porque el doctor Martínez Valdés sigue atrapado en el tráfico de la calle de Alcalá, mientras Regino Cruz Estébanez, que parece apacible y sin embargo busca en su cerebro el gusano de la muerte, escucha e interrumpe de vez en cuando a Jacinto Vergel, que habla de sus amores con Luisa Baldomero. Están los dos sentidos frente a frente en este comedor alucinado, cristal esmerilado que alumbra tibiamente los tazones del desayuno rebosantes de pan desmenuzado.”

José Julio Perlado

(continuará)

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(Imágenes—1-Chiharu – Shiota -2016/ 2- Cara Barer- artnet)

CIUDAD EN EL ESPEJO (8)

CIUDAD  EN  EL  ESPEJO  (8)

 

”Hay rostros y cataduras extrañas, ángulos de sombra y ojos aún adormecidos. Se han subido por el montacargas, desde las cocinas, los grandes cubos metálicos en los que se esconden apiladas y ordenadas las jarras de leche caliente. No hay café. Hay un tono ligeramente oscurecido que simula el café y engaña la vista, es malta, o café descafeinado, algo que parece y no es, hombres en batas, todas de color azul y envolviendo a pijamas antiguos , de tonos chillones, están acodados, desayunando en largas mesas y sentados en bancos que parecen interminables. No van atados como en las cárceles, pero sí están encadenados a su obsesión personal, cada uno a la suya. Mira Jacinto, le dice Regino Cruz Estébanez, yo ahora no tengo el picor de la depresión, no quiero morirme,  es por días. Es hombre grueso Regino, de buen cuerpo, con enorme papada. El doctor Martínez Valdés, cuando recibió la ficha de Regino de manos de Sor Benigna, no se asombró al leer: ingeniero industrial, experto en informática, especialista en ordenadores. Llegó el momento de preguntarle en la consulta y ya leyó que Regino Cruz tiene cuarenta y cinco años cumplidos, dos hijos, es hombre apacible y cariñoso con su mujer y con sus chicos, profesional atento y competente. Es una chispa, sabes, le está diciendo ahora a Jacinto Vergel Palomar, de Manzanares el Real, que sigue mojando mansamente su pan en el tazón de leche. Es una chispa que salta de la pantalla, generalmente un número que brilla igual que una estrella, una estrella vibrante y fugaz, y eso me golpea. Le golpea a usted el cerebro, Regino, le preguntará con paciencia en su consulta el doctor Valdés. Sí, así es, cómo lo sabe, le dirá Regino Cruz Estébanez. Quedará asombrado de que alguien le adivine el pensamiento, se adelante a él y le descubra.

 

 

Sí, contestará al doctor Martínez Valdés, la chispa que tintinea en la pantalla tintinea también en mi cerebro. Entonces, proseguirá diciéndole el psiquiatra, noto que todo tiembla dentro de mi cuerpo, yo nací en Madrid, en la calle de Génova, cerca ya de la plaza de Colón, usted no sabe lo que siento, siento que me evaporo, que me esfumo, que no soy nadie, que desaparecí, nadie se acuerda de mí. Es un nombre, un apelllido entre millones de apellidos, se llama Cruz y la  cruz   precisamente es que sabe, no sólo que tiene que morirse, sino que se va a morir, Madrid es una luz pálida y ceniza que inunda la calle de Goya, es un riego de automóviles bajando y subiendo, oscurece ligeramente el día, la jornada empieza y parece que se va. Pero quien no se va por los siglos de los siglos es exactamente la ciudad de Madrid, que ha cambiado los dibujos, los trazos, las fotografías  primeras, el cinematógrafo en el inicio de su movimiento, por este zumbido de tráfico trepidante, vidas que pasan envueltas en carrocerías y deslizando veloces sus neumáticos. Y usted qué piensa en ese momento, Regino, le preguntará el doctor Valdés, piensa acaso que todo va a desaparecer o que desaparecerá usted. Sí, las dos cosas, pero cómo lo sabe, le repetirá al psiquiatra Regino Cruz. Y se le quedará mirando, ensimismado un momento en la consulta. Y entonces, Valdés, hará una pausa, echará un poco su sillón hacia atrás y le insistirá: Vamos a ver, Regino, le preguntaba si piensa en esos momentos que todo va a desaparecer o que el que desaparece es usted.

— Es Madrid —le dirá Regino al médico —. Es Madrid la que me ignora. Como si yo no hubiese nacido.

Efectivamente, las ciudades se tragan a los hombres, y las generaciones pasan igual que sombras, se creen algo, nada son, las ciudades tampoco.

 

 

Don Pedro Martínez Valdés dobla ahora, por fin, la curva que le lleva a la calle de Menéndez y Pelayo, dejó la calle de Alcalá, ignoró los aromas que llegan este martes de mayo desde el rincón dela Retiro, todo el olor del gran parque que fue inmenso en su día y que hoy quedó reducido, intenta acercarse como puede a la avenida de Menéndez y Pelayo, al costado de esa larga calle, como si un olor de mar de flores asomara hacia las casas. Poco se puede hacer, sin embargo. La capital está tan sofocada de humos que las flores se quedan atrapadas en sus macizos, habría que entrar por las avenidas y caminos hasta el corazón del quiosco musical del Retiro, ese quiosco que la pasada noche sirvió de refugio de trashumantes y mendigos, y el coche pequeño y blanco del doctor Don Pedro Martínez Valdés deja muy a la derecha ese quiosco, las estatuas mutiladas  de los Reyes blanqueados, avanza un poco más hacia ese comedor del  sanatorio del Doctor Jiménez en donde Regino Cruz Estébanez esta ayudando a recoger los tazones de leche mientras tras los gruesos cristales de sus gafas, Jacinto Vergel observa a este hombre y piensa qué sorprendente es la vida al ver cómo ayuda a la limpieza y al aseo su amigo Regino”

José Julio Perlado

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(Coninuará)

 

 

(Imágenes —1-Dan Flavin/ 2- Marily Minter – 2013/ 3-Jackson Pollock – 1947)

CIUDAD EN EL ESPEJO (9)

 

CIUDAD EN EL ESPEJO (9)

 

“Luisa Baldomero González también ha acabado de desayunar en el pabellón de mujeres. Hay un jardín verde y fresco en el centro del sanatorio y una pequeña estatua  elevada al doctor Francisco Jiménez, muerto ya en el siglo XlX, y que fundó este recinto de trastornados. No son trastornados feroces ni peligrosos. Madrid, Magerit, Ursaria, todos los nombres de esta gran ciudad ignoran que existe este sanatorio, no se piensa en los dementes, se cree que no los hay, ninguno dirá que existen. Viven los trastornados apaciblemente, mansamente, discurre su vida por pequeñas o grandes desviaciones, no por vías muertas sino tan sólo trastocadas, algo, alguien modificó los cruces y las encrucijadas por algún motivo inesperado y amparado en el misterio. Luisa Baldomero González se ha casado tres veces, enviudó, tiene hijos repartidos por el mundo y nietos que no la vienen a ver, es quizá lo que más siente, aquel olor tibio de los pañales de sus nietos, el sentido del olfato está desarrollado en ella como en la gran abuela única y desamparada que es, novia hoy, a sus setenta y tres años, del espigado mozo Jacinto Vergel tan alto y enderezado aún para su edad. Ahora, a las nueve menos cuarto de la mañana, Luisa le está preguntando a la monja, Oiga, Sor Benigna, usted nos dejaría salir un rato, a Jacinto y a mí, hasta la plaza del Niño Jesús, hasta la calle de Samaria. A Luisa Baldomero le gusta pasear siempre que puede con este hombre pícaro y tieso como una estatua que la ronda y que le dice cosas galantes y no cursis en cuanto están solos. Pero usted, Jacinto, le dirá en la consulta el doctor Valdés, realmente quiere casarse con ella. Luisa Baldomero suele ponerse el mismo vestido de flores estampadas que viste con Jacinto siempre que la llama el doctor Valdés. A mí, no; a mí no me importaría casarme con él, le responderá al médico Luisa Baldomero, y añadirá, Pero siempre que me dejen estar con mis nietos.

 

 

Entonces contará la verdad. Mire, doctor, yo siento aquí, y se señalará  el pecho, y la nariz, y los ojos, Siento aquí el olor de cuando ellos eran pequeños, me necesitan, yo soy su abuela, yo los bañé y los enjuagué a todos, siento el olor de la leche materna dentro de mi, alrededor mío. Una mañana Luisa Baldomero se escapó  sola del sanatorio del doctor Jiménez y cruzó la calle de Menéndez y Pelayo a la altura de la Puerta de Granada, y se internó en el Retiro, creyó que todos los niños que jugaban en los jardines de Cecilio Rodríguez, jardines famosos y afamados del Parque de Madrid, eran nietos suyos. Y sentí el olor, doctor, le dirá a don Pedro Martínez Valdés, Sentí el olor a la leche materna y a pañales que me atraía desde el fondo del Retiro, y vi cómo los bañaba a todos, y de qué modo se escurrían sus carnes junto a mí y yo los secaba, todos, todos nietos míos.

 

 

Qué hacer con esta gruesa mujer que tiene un atisbo de demencia, una obsesión, una preocupación intensa. Puedo, entonces, salir, hermana, le insistirá  Luisa a Sor Benigna, puedo salir con Jacinto hasta  la calle de Samaria. La monja le negará el permiso. No hay permiso del doctor Valdés, el doctor ahora viene. Y efectivamente es así. Bordeó el coche del doctor Valdés la Montaña Artificial, la Antigua Casa de Fieras del Retiro, rejas que contuvieron panteras y tigres y ancianos leones cansados ante el asombro de los niños, rejas y fosos y cuevas de las que salía el cuello de las jirafas, monos obscenos y chillones, Casa de Fieras hoy ya vacía, bordeó el automóvil blanco del doctor Valdés los Jardines de Cecilio Rodríguez, la Puerta de Granada, la Puerta del Niño Jesús, no alcanzó con el coche el Jardín de las Plantas Vivaces, giró a la izquierda donde pudo, entró al fin a las puertas del sanatorio.

Van a dar ya las nueve de la mañana, pocos minutos faltan. En la Avenida de Reina Victoria, en el Hospital de la Cruz Roja, a Ricardo Almeida Garcia, vendadas las tremendas heridas de sus brazos y su cara, lo meten en la camilla de una ambulancia.

—Al Doctor Jiménez —dice alguien.

Va tumbado, vendado, semiinconsciente, viendo con sólo un ojo el techo de esta ambulancia que dispara al aire el sonido de su sirena. El doctor don Pedro Martínez Valdés entra en el sanatorio del doctor Jiménez, saluda a una monja en el vestíbulo. Es un viejo vestíbulo sombrío, sembrado de maderas, antiguo, como un viejo palacete de otro tiempo. Nadie se puede imaginar lo que hay en el piso de arriba, ni la ambulancia que viene velozmente hacia el sanatorio, ni el olor a nietos recién bañados que sigue notando en su nariz Luisa Baldomero González, ni el afán amoroso de Jacinto Vergel Palomar, que limpia los gruesos cristales de sus gafas y echa a andar deprisa, siempre montañero, incluso en el llano del pasillo, buscando a quien hablar. Nadie ve la blanda fatiga en la papada de Regino Cruz Estébanez, ese hombre que parece haber olvidado el veneno.

Sor Benigna entrega un montón de ropa limpia a otra monja.  El doctor don Pedro Martínez Valdés entra en su primer despacho del día, su jornada habitual de los martes y jueves, se quita la chaqueta y viste su bata blanca.

 


 

Al otro lado del sanatorio del doctor Jiménez, al final de la calle de Menéndez y Pelayo, respira misteriosa la hondura del Parque del Retiro. Buen Retiro, así se llamó, y empezó su decadencia con la muerte de su Majestad el Rey Felipe lV.

Es la familia del Rey, la familia de Felipe lV, la que está pintando Velázquez en el techo de ese ojo que ve Ricardo Almeida García mirando semidormido el interior de la ambulancia. Son ya las nueve, exactamente nueve y cinco del martes ocho de mayo. Las Meninas se mueven un poco en el ojo de Ricardo Almeida, él no puede hacer ya nada, ya las acuchilló, o peor, se acuchilló a sí mismo hace hora y media en su pensión. Unos pájaros igual que motas negras, diminutas, sobrevuelan los tejados de Madrid.”

José Julio Perlado

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(continuará)

(Imágenes—1-Twombly- 1983/ 2 y 3- -Mark Rothko/

CIUDAD EN EL ESPEJO (10)

 

Ciudad en el espejo (10)

“Lucía Galán tiene unos ojos negros como cerezas jóvenes y redondas, es lo más bello que tiene. Las mujeres de veinte años como ella dejan que el pelo se les desordene y caiga en bucles y en hilos, se lo recogen con una goma de colores en la nuca, y la cabeza entonces, esa cabeza y ese óvalo femenino del rostro tan hermoso porque aún no ha sido marcado por el peso de la edad, queda confirmado en el espejo con una autenticidad y una firmeza inexpresables. Lucia Galán Galíndez es la primera enferma que ve esta mañana del martes el doctor Valdés. Le ha dicho él buenos días al cruzar por el pasillo, luego la ha invitado a entrar en la habitación sin forzarla en nada, Vamos, Lucía, ha dicho como el que no quiere la cosa, él va ya con bata blanca, lleva su nombre bordado en lo alto de su bolsillo, se enamoró hace mucho, se casó, pasó años de matrimonio junto a Begoña Azcárate, tuvo a Miguel y a Lucía, por eso quizá se estremece, porque es el mismo nombre de su hija, pero sólo es un momento, cuando la ve, luego se olvida, son los ojos grandes y negros que le miran, las cejas muy finas, ninguna arruga, una cabeza y un semblante y unas mejillas redondeadas, finas, parecerían perfectas, nadie es perfecto en este mundo, sin embargo en Lucía Galán Galíndez, con la cola de caballo en su pelo castaño y la boca muy suave, los labios delgados, sonriendo de vez en cuando y dejando asomar cuatro o cinco dientes grandes, blancos y graciosos, la curiosidad y la inquietud por todo lo que ocurre es lo que realmente vale. Qué tal doctor, cómo está , qué hizo ayer, Y esa corbata, es que es nueva, quién se la ha regalado, su mujer. Don Pedro Martínez Valdés se ha sentado detrás de la mesa en su despacho de consulta del sanatorio del Doctor Jiménez y ha de adelantarse a preguntar, él lo sabe, si no Lucía se lo devorará rápidamente. Qué tal todo, Lucía, comienza tranquilo, con una pausada sonrisa el doctor Valdés. Pero conoce vale menos que la mirada, mira Valdés a esta chica de veinte años y no tiene que leer su historia clínica para repasar su verdadera historia humana, ese amor desesperado por las cosas, la concreción de las mujeres, los detalles exactos, la observación, algo que los hombres no tienen. Siempre observó a su vez don Pedro Martínez Valdés el mundo de la mujer, siempre le intrigó, le atrajo, quedó prendido por el tejido de ese mundo.

 

Escuchó en los bares y restaurantes cuando estaba solo, escuchó y miró ese mundo de dos mujeres hablando, la conversación cruzada de  un grupo femenino. Y lo mejor, hija, decía Margarita, es aprovechar ahora que tienes a mano el piso, y arreglarlo y venderlo, Pero Conchita, escucha, decía la otra, tú piensa que este traje me lo compré en Londres, en un viaje que hice con Jaime, Y mira, de este color pero de la misma talla no lo había, tuvimos que recorrernos cinco almacenes, Pues te ha quedado muy bien, Lourdes, Y mira, este dobladillo tiene para sacar, Por cierto, qué va a hacer este verano tu hijo Alfonso.  Los colores, las formas, las posturas de hombres y de mujeres, esos gestos al mover una pierna o al estirarse el pelo,  las admiraciones e interrogaciones, las imperativas señales de los hombres mandando, el asentimiento de la mujer criticando , todo, todo desaparece en la vida, lo ha pensado muchas veces Valdés paseando solo o meditando, toda esa pomposidad, esa satisfacción , el fluir de los acontecimientos discutidos, tan discutibles, todo queda barrido por el siglo, por el vivir, por el morir, muchos muerto ha visto el doctor Valdés, muertos arrojados a su muerte, muertos voluntarios que de repente le han perseguido en sueños y aún le persiguen.

 


Lo mejor para no suscitar el fantasma de la muerte, su espectro, la vivencia tremenda de la muerte para quienes oscuramente quieren morirse, es no hablar de ella, el doctor Valdés lo sabe. No hablará nunca de la muerte ante Lucía Galán, esta hermosísima muchacha de veinte años que con el rostro límpido y cuajado de suaves colores, con la cereza de sus ojos redondos y negros, sabe que, en el fondo, lo que quiere es morirse.

Porque lo que no hemos visto hasta ahora en el pequeño cuarto de esta consulta del sanatorio del doctor Jiménez, lo que por fin estamos viendo es una no correspondencia entre el rostro bellīsimo y el cuerpo esquelético, como un alambre, unos hombros raquíticos, un pecho plano, unas caderas escurridas y afiladas, unas piernas larguísimas y huesudas, enfundadas en una especie de mono azul que no tiene botones ni lazos, ni atadura, ni tan siquiera cremallera para que no pueda atentar contra su vida con nada de eso, al fin unos tobillos y unos pies grandes y delgados, encajados en unos altos zapatos de color rojo, como si se tratara de una jovencísima prostituta que engañará no a los hombres sino a su misma existencia.

El doctor Valdés parece que contempla la belleza de ese rostro de veinte años, pero lo que su experiencia  de psiquiatra le dicta es observar atentamente, no de modo directo sino de forma ladeada, como si nada ocurriera, ese cuerpo esquelético de Lucía Galán que no corresponde con su rostro, Lucía Galán Galíndez se niega a comer por un desengaño amoroso, No come absolutamente nada, doctor, le ha dicho tantas veces Sor Benigna al médico que éste no las cuenta ya pero no las ha olvidado.

—¿Y anoche? ¿Qué cenaste? —le pregunta suavemente Valdés —¿Cenaste bien, Lucía?

Por qué, responde ella retadora, siempre contesta con una pregunta, quiere saber, no es altanera, no es orgullosa, es esencialmente curiosa, quisiera desentrañar el fondo de las cosas. Quiere saber Lucía Galán por qué don Pedro, como ella le llama a veces, pregunta tanto y por qué  lo pregunta. Ha devuelto toda la comida y la cena, parte de las cenas y de las comidas, conoce todos los trucos, los infinitos resortes para vomitar y no alimentarse, odia cada partícula de pan, simula ante cada plato, se escabulle en todo momento, el agua es su única fuente. Y con el agua solamente, doctor, le preguntó un día Sor Benigna al médico, solamente con el agua puede mantenerse. No habló la monja del rostro ni de la belleza de las facciones de la chica. Se sorprende ante esa falta de unión entre cabeza y cuerpo, Cómo hará esta mujer para, sin comer nada, tener esas facciones. Es una especie de milagro humano, no es lógico que la anorexia, así se define en los libros médicos y se estudia en los volúmenes y facultades, No es lógico que la anorexia, es decir, la enfermedad de no comer ni alimentarse, el odio hacia todo alimento, deje tan redondos y sutiles esos pómulos de Lucía, las mejillas como hinchadas por el aire de la hermosura y su soplo, el mentón delicado y firme a la vez, las pupilas no hundidas sino enmarcadas bajo las finas líneas de las cejas, la cabeza redonda y proporcionada, las cerezas negras de los ojos nunca ocultas en un más allá sino en un más acá, la cercanía de la juventud, tan fresca y tan próxima, una aparición de rostro y de semblante que no se concierta con su cuerpo.”

José Julio Perlado

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(Continuará)

(Imágenes—1- Jeon  Gwang Young/ 2-Alex Olson – 2013

Lo mejor para no suscitar el fantasma de la muerte, su espectro, , la vivencia tremenda de la muerte para

CIUDAD EN EL ESPEJO (11)

 

CIUDAD  EN  EL  ESPEJO  (11)

“Pero él no está aquí para asombrarse sino para discernir, para descubrir. Si alguien entrara ahora con nosotros en esta salita de consulta del sanatorio del doctor Jiménez al final de la madrileña calle de Menéndez y Pelayo, advertirá que don Pedro Martinez Valdés, con su bata blanca y sus gafas de concha, su gran espalda apoyada contra el respaldo del sillón, permanece atento al sufrimiento. Estudió los pliegues del aburrimiento en los seres humanos, intentó conocer lo que es la angustia expectante, también los complejos, esas vueltas y revueltas que suelen dar las distintas conciencias, el carácter de los conflictos, lo que algunos llaman las deficiencias del espíritu, se examinó y obtuvo brillante nota hace muchos años respecto a la frustración existencial, se asomó al pozo en que se hunde la imagen del hombre. Qué es, se pregunta muchas veces cuando está solo, el inconsciente colectivo, cómo atraparlo, de qué modo ver la luz al otro lado de su sombra, cuáles son las mordeduras de los instintos, y sobre todo, cómo abrazar de modo apasionado la libertad humana dejando tan suelto su abrazo que ella quede libre, y así humanidad y libertad se hermanen siempre, qué métodos para aplicar todo esto son los apropiados. Hay tantas cosas en los libros, tantas en la mente, las mentes son tan diversas, la vida luego enseña lo que las letras no dijeron, por ejemplo, que las neurosis no marchan nunca solas, no son singulares, hay neurosis dominicales y neurosis que asoman su cabeza por el alba de días como éste, hubo, y seguirá habiendo neurosis de guerra, las paces también propician neurosis propias, existe el nihilismo en este tiempo de fin de siglo, danzan locas por los vericuetos del cerebro en los hombres las obsesiones más dispares, se escondió el vientre de muchos siglos, el placer y los placeres, pasaron anteriores épocas de psicoanálisis y se prolongan, turbias o claras, eficaces o engañosas, las diversas terapias tan distintas, se alzan tan variadas las psicologías que una llámase analítica , otra de altura, hay una más que denominan profunda, otra aún individual, por fin la psicología psicosomática, y un hermano extraño, quizá bastardo, el psicologismo, y si se sigue en este despacho del sanatorio del doctor Jiménez con el índice del dedo del recuerdo y de la ciencia la tabla de todas las materias, alcanzaremos las psicosis, y luego la psicoterapia dirigida al hombre, porque a quién sí no va a estar dirigida la psicoterapia sino a un humano, y poco a poco nos adentraremos en el racionalismo y con un paso más serio en la razón del ser, y después no olvidaremos nunca, no podrá olvidar el doctor Valdés, la religión, el re-ligare, la relación con Dios. Dios que creó Madrid, y España, y el mundo, y creó la vida de don Pedro Martínez Valdés y la existencia de Lucía Galán Domínguez, y la mantiene y la conserva cada segundo, a pesar de que esta belleza de las negras cerezas en los ojos quiera morirse.

 

 

Pero lo que el doctor Valdés busca en esos ojos de Lucía en cuanto la ve, o mejor aún dentro de esos ojos, en la cavidad de su ser, lo que don Pedro Martínez Valdés indaga en los enfermos, por eso se hizo médico, por ello es psiquiatra y de este modo se encuentra como pez en el agua en este despachito de la consulta, lo que intenta extraer del fondo de los pacientes es el sentido o la carencia de sentido, que de todo hay, respecto a la responsabilidad de la existencia, qué responsabilidad tiene el enfermo, y el hombre mismo, el hombre sano, es que acaso está ausente el individuo de esa responsabilidad, cómo inflamar esa llama de lo responsable, cómo despertar ese pálpito, qué se puede resucitar en lo que parece casi ya moribundo, qué hacer, cómo hacer, cuál es la fórmula más eficaz.

Hay una sensación de falta de sentido  en muchas vidas de Madrid y del mundo, se huye como se puede y en cuanto se puede del sentido del dolor, quién puede señalar hoy, en estos tiempos, cuál es la brújula personal que marca el rumbo para dar  sentido a la vida, cuántos sueños vagan a tientas entre las sombras dormidas de los seres humanos, cuántas sugestiones disfrazadas de sueños, qué imágenes tan grandiosas del super- yo en el recinto de los individuos cuando estos se crecen, qué variadas técnicas para los disimulos y las simulaciones sintiéndose a sí mismos, cuántas transfusiones  de ideas falsas, cómo contar todos los traumas psíquicos que existen si quedan esparcidos y pulverizados en los campos salvajes de los seres que todo lo esconden, que incluso se esconden dentro de ellos mismos, envueltos en una capa negra de mutismo o de interrogación continua, como eso suele hacer Lucía Galán Galíndez, esta belleza de veinte años que ahora mira al doctor Valdés, qué tipo de vacío hay en ella, acaso vacío existencial, se dice el médico, y de qué tipo será ese vacío, cuáles son los valores de Lucía Galán Galíndez  si es que ella tiene escala de valores, cuántos son ellos, en qué orden quedan establecidos los escalones, quizá guarda en su fondo una voluntad de dominio, anida en esta jovencísima mujer una voluntad de placer, tal vez se puede definir en Lucía su voluntad de sentido.

Pero pasa en este momento Sor Benigna, rápida, con cierto nerviosismo, y al lado de la puerta del despacho, se asoma un instante y dice:

—Doctor, en cuanto pueda tiene que ver a Luisa Baldomero.»

José Julio Perlado

(continuará)

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(Imagen —Jasper Johns)

 

 

CIUDAD EN EL ESPEJO (12)

“Se refiere, claro está, a Luisa Baldomero González, que parece le ha dado un ataque de los suyos y se encuentra al otro lado del pasillo. La han tenido que sentar con su vestido estampado de flores y ella ha entornado los ojos pensando en sus nietos. Es que acaso tuvo nietos Luisa Baldomero, podría alguno preguntarse. No, jamás los tuvo. Amamantó a muchos, fue una de esas antiguas amas de cría que ya casi no existen en España, entre santanderina y asturiana, de Caín, un pueblo cercano al divino Cares, río célebre de los Picos de Europa. Recibió de las montañas la potencia que la hicieron fuerte y brava, capaz para sacar adelante a muchas criaturas. Cree ella que tuvo nietos, sí es verdad que casó tres veces y que las tres enviudó, y que tuvo hijos, pero ninguno de los hijos le dio hijos propios, por tanto nietos no tiene, y sin embargo de sus pechos y de sus brazos se agrandaron vidas como recuerdos, y eso la ha obligado a sentarse, desvarió, piensa extrañamente en las montañas que la vieron correr siendo niña, los dos pueblos, Caín de arriba y Caín de abajo, nombres éstos del Génesis, ella no conoce el libro, nunca leyó nada, jamás se habría dicho Abel de arriba y Abel de abajo entre las nieblas y las nieves de los inviernos cántabros, tempestades que forman parte de su hogar, ha entornado los párpados, se ha abierto de piernas en el pasillo, sus gruesas piernas sembradas de varices, y el roble y el abedul, él haya, el fresno, el tilo y el acebo, selváticos bosques de los que Luisa Baldomero no sabe los nombres ni los distingue, sólo admiró extasiada su belleza, pasan ahora bajo los puntos irisados de sus cerrados ojos, y ha entreabierto la boca, no sale espuma, no es mujer de espumas rociando los labios Luisa Baldomero, torció los gruesos labios, está deformada y a pesar de ello apacible, no es histerismo, el médico lo dirá, aquí, aquí viene el médico.

 

 

El doctor Valdés ha dejado por un momento a Lucía, la tranquiliza sonriente, Ahora vuelvo, Lucía, espérame un momento. Los psiquiatras no deben correr, deben andar pausados. Sólo en momentos críticos, y éste no sabemos aún si lo será, los psiquiatras toman una decisión fulminante y hacen una seña en las vidas, la señal de mando que decide dividiendo o uniendo. Mientras tanto, los psiquiatras marchan por Madrid, por España, por el mundo, a su paso propio, sin correr, a veces y a pesar de la angustia de las existencias y de las transferencias de esas mismas angustias, hay psiquiatras que se escapan los fines de semana y huyen en moto por carreteras secundarias y abandonadas, disfrazados en sus cascos veloces, protegidos de todos los miedos gracias al poder alocado de la celeridad, sumidos en lo profundo del aire libre y empapados de naturaleza, la libertad es un don precioso, hay que conservarlo, hay que protegerlo aunque sea con un casco metálico, máscara de acero que oculta todos los rasgos del rostro, sus inquietudes, gozos, temores o fracasos.

Qué le pasa Luisa, qué le ocurre, pregunta inclinado Valdés ante el cuerpo sentado de Luisa Baldomero, La tumbamos, doctor, interroga la monja, a lo mejor está más cómoda tumbada. Las monjas no se atreven demasiado cuando está don Pedro, como ellas lo llaman, él es quien manda en el sanatorio y no otra persona, sólo cuando se encuentran solas las monjas, que son muchas las horas de la tarde y alguna de la noche en vigilia, horas de silencios y de charlas, ellas deciden. Qué, qué le pasa, Luisa, repite el doctor Valdés, inclinado sobre esa boca torcida pero mansa, la postura algo curvada, ojos cerrados, respiración tranquila.

Está entrando ahora por el portón del garaje del sanatorio del doctor Jiménez la ambulancia que llegó desde la Cruz Roja de Reina Victoria y trae el cuerpo vivo y en postura yacente de Ricardo Almeida García, vendadas las manos, vendado el ojo izquierdo, el derecho semidespierto, y fija la pupila en su obsesión. Su obsesión sigue siendo, no hay que asombrarse, ese caballero vestido de negro que él quiso acuchillar al fondo del cuadro de “Las Meninas”. Vamos, ánimo, le dice un enfermero, Dáme el brazo, muchacho, le dice quitando importancia, levántate ya. Pero no puede levantarlo de la camilla, él parece inerte, se hace inerte su cuerpo. Y si tiene algo roto por dentro, le pregunta un enfermero al otro, no sin tono de displicencia. No lo mueven, ni le hablan, lo sacan tal como está y como viene, horizontal, tienen cuidado de que no roce su cabeza con la puerta de la ambulancia, y lo llevan en andas, con cuidado pero con precisión y habilidad.

 

 

 

Es difícil expresar lo que ocurre en este momento en Madrid porque parece que no ocurriera nada. Pero si alguien tuviera que anudar los hilos y tejer el tapiz invisible de las circunstancias, se vería muy claro y en especial relieve, ese ojo derecho y abierto y aún sano que asciende horizontal mirándolo todo. Por qué estoy aquí, qué es esto, adónde me llevan, ojo que habla en el fondo de la cuenca de Ricardo Almeida Garcia, entrando en el sanatorio del doctor Jiménez. De vez en cuando, ese ojo, que a causa de las heridas le duele en el mismo instante en que pestañea, ve al fondo de cuanto mira la figura vestida de negro que le persigue siempre, o quizá es el otro el perseguido, esa figura en lo hondo de un espejo y de un cuadro y que tiene un nombre que Ricardo Almeida conoce muy bien, José Nieto, el Aposentador de la reina Mariana de Austria, esposa de Felipe lV. José Nieto, al que Velázquez pintó en la sala donde la familia del Rey estaba siendo pintada por el pintor, no ha conseguido escapar de dentro del ojo de este guía del Museo del Prado. Estudió y explicó muy bien Ricardo Almeida a los turistas, mientras se acercaba y se alejaba  del lienzo de “Las Meninas”, conforme tomaba las correspondientes distancias, tal como un buen torero suele hacer o como un cuidadoso artista lo compone, con ese esmero de las cosas que se hacen bien, que el Aposentador del Palacio, entonces, en aquel siglo XVlll español, tenía por encargos cuidar de que los barrenderos tuvieran muy limpia la casa y todos los muebles, recibiendo órdenes del llamado Contralor o Controlador para saber la cantidad de carbón y de leña que había que gastarse en las chimeneas de la Cámara y de la Mayordomía, Y fíjense bien, añadía el guía a quien le rodeaba, este hombre que ven aquí, José Nieto, maravillosamente pintado por Diego de Silva y Velázquez,  éste que parece irse y quedarse, este esbozo rotundo que se asoma y se esfuma, aposentaba, como el propio nombre de Aposentador indica, a las Personas Reales y a su séquito, y también era encargado de repartir ventanas en la casa de la “Panadería”, la que ustedes  sin duda habrán visto en la Plaza Mayor de Madrid desde cuyos balcones se contemplaban las fiestas públicas de la capital. Y acérquense más, solía aún decir Ricardo Almeida García, a españoles, italianos y franceses, Este hombre, José Nieto, también acomodaba a los Grandes, Títulos y Consejos, es decir, llevaba en cierto modo el protocolo en Palacio.”

José Julio Perlado

(continuará)

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(Imágenes—1- Mark Rothko – 1968/ 2 – Howard Hogking)

CIUDAD EN EL ESPEJO (13)

“Van subiendo ahora, en el gran montacargabbs del sanatorio, la blanca camilla en la que sigue pensando en todo esto, e incluso sigue viéndolo y escuchándolo, Ricardo Almeida. Dónde lo ponemos, hermana, pregunta un enfermero a una monja. La monja no se impresiona por el recién llegado, abre una puerta, señala una habitación. No se interesa demasiado por qué le ha pasado exactamente, hay tantos casos diarios en este sanatorio, todas las monjas y los celadores están acostumbrados a llegadas e idas, incluso más acostumbrados a recepciones bruscas que a las altas que se dan a los pacientes. Póngalo aquí, dice la monja, y observa cómo el cuerpo del nuevo visitante es trasladado con cuidado, dejándolo suavemente resbalar desde la camilla hasta la primera cama vacía. Déme el papel, continúa la monja, y el camillero se lo enseña, ahí están los datos, nombres, apellidos y razones del caso, la monja lo lee, luego firma, se queda con la copia, y los camilleros se van.

No, no se puede bien contar qué pasa esta mañana en Madrid. Aparentemente es lo que se cuenta y cómo se cuenta, aparentemente es sólo esta entrada de un paciente, inexplicablemente herido y mutilado, es solamente esta conversación, más bien monologo reiterativo, que está teniendo lugar en un extremo del pasillo entre el doctor Valdés y el cuerpo doblado, blanco y curvado de Luisa Baldomero que sigue sin hablar, aparentemente son sólo esos ojos de cereza montados sobre una estructura de alambre, que así es de huesuda a Lucía Galán Galíndez, sentada ahora a esperar a Don Pedro en una salida blanca y que mira el reflejo de la vida en el cristal esmerilado. Pero hay cosas que no se pueden contar y que sin embargo vibran y viven y que han de contarse. A José Nieto, el Aposentador o Guarda- Camas de doña Mariana de Austria, que seis años estuvo como Aposentador de Palacio, cosa que sabe muy bien y no sólo lo sabe el guía  del Prado Ricardo Almeida, le llevaron a su casa, en 1651, diecisiete mujeres que pudieran servir como nodrizas posibles o amas de cría para las hijas de los Reyes de España : de entre ellas, ocho fueron destinadas a amamantar a la Infanta María Margarita, esa infantina fina y rubia, inmortalizada como figura central de “Las Meninas”. Si oyera esto Luisa Baldomero González, que lo oirá en su momento, le daría un vuelco el corazón. Lo oirá, no hay duda, porque se le escapará en cuanto pueda al propio Ricardo Almeida, y saltará no la leche, que no la tiene, sino la evocación en el pecho de Luisa Baldomero, que no conoció a Velázquez ni lo conocerá, que nunca oyó hablar del pintor. Todo su cuerpo, el cuerpo enorme de esta mujer, escapará de nuevo hasta Caín, hasta el pueblo de los Picos de Europa cuando allí fueron a buscarla hace sesenta años. Estuvo primero a Luisa Baldomero en un palacete de Santander, junto a la Bahía, cerca del Sardinero, los ojos y las manos y el pecho no mirando a la mar sino al infante que tenía que criar, como así harían tres siglos antes y en otro marco bien distinto, en el Alcázar de Madrid, ya incendiado, ya destruido, en el lugar que hoy ocupa el Palacio Real, amas de cría perdidas en la historia, pero cuyos nombres conoce incluso Ricardo Almeida, y explica bien, Once amas tuvo la Infanta Margarita, dirá ante el asombro de los turistas, Once amas de cría tuvo esta Infanta bellísima que ven aquí, l primera se llamaba a Manuela Laso, y sirvió  esta mujer algo más de dos meses, y la última fue Bernarda de Quevedo y Salcedo, una de las dos primeras admitidas al parto de la Reina Mariana de Austria.

 

 

Quédanse los turistas perplejos y pasmados de la sabiduría de este guía. Primero entre los libros de la Biblioteca Nacional, luego bajo la  triste y pobre lámpara de su cuarto, siempre en la pensión “Aurora” de la plaza de Olavide número seis en Madrid, Ricardo Almeida estudió y aprendió de memoria, tal y como si pudiera palpar y tocar a Velázquez, cuantos acontecimientos y sucesos rodeaban los cuadros del pintor sevillano, aunque su obsesión fuera José Nieto. Pero de repente le han dejado ahora solo, vendado y malherido en la blanca cama de este sanatorio. Sigue estando a veces en el apurado con la memoria, y los psiquiatras tardarán en leer las letras del recuerdo de los hombres enfermos, suele ser alfabeto cifrado que existe sólo en las pantallas de las mentes, en su interior, en su intimidad, y los médicos tienen que profundizar, tienen que esclarecer, han de esforzarse mucho, Lucía Galán Galíndez, con su cuerpo raquítico y su rostro ovalado y hermoso, acaba de levantarse ahora de su silla y como una sonámbula, va hasta el pequeño brote de fuente clara que se encuentra a la vuelta del pasillo, se inclina hacia el borde de ese aparato mecánico y oprime el botón, sale un leve chorlito de agua, salta en el aire y entra en la boca de esta muchacha. No se puede decir, porque sería desentrañar la vida, que ese ruido del agua, ese manar fluido, salta a su vez en la cabeza de a Ricardo Almeida. Mientras alguien bebe en el pasillo de este sanatorio alimentándose del líquido que genera una pequeña máquina, en las tibias entrañas del cerebro de este guía del Prado, en los pliegues de su obsesión y en sus rincones últimos, Ricardo Almeida Garcia recuerda un cuadro de Velázquez, un lienzo que él no pudo explicar nunca y que pudo ver únicamente como espectador en tantas reproducciones y litografías. El Aguador de Sevilla, llámase el cuadro, y está colgado en el Museo Wellington de Londres, y muestra el lienzo ese volumen del cántaro en primer plano y la fragilidad de la copa de cristal sostenida por las manos de un muchacho que se la está entregando en misterioso pacto al aguador anciano. Sigue bebiendo el chorro de agua Lucía Galán Galíndez, ve entre nieblas al aguador de Sevilla de Velázquez el guía del Prado, está corriendo el agua por todas las fuentes , las cisternas y los conductos de Madrid. La historia no puede explicarse siempre. Vamos, ya está bien, le está diciendo el doctor Valdés a Luisa Baldomero, que levanta un poco la cabeza sostenida por cuatro monjas: tiene los ojos aún nublados y el cuerpo entumecido. Vamos, arriba, le anima don  Pedro Martínez Valdés, luego la veo.

Ahora son casi las diez de la mañana en el sanatorio del doctor Jiménez. Jacinto Vergel, con sus gruesas gafas caladas, anda y anda incansable junto a a Regino Cruz Estébanez, ambos montañeros por el pasillo llano.

—Buscaré el veneno en casa de mi hermano — le está diciendo Regino Cruz a Jacinto Vergel mientras dan y dan vueltas interminables — Buscaré el veneno y me mataré. Ten por seguro que me mataré.”

José Julio Perlado

(Continuará)

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(Imágenes —1- Rachel Davis-hartmanfineart)

CIUDAD EN EL ESPEJO (14)

“Es difícil explicar la historia. En Madrid aquel día la presión, a las ocho de la tarde, llegaría hasta los setecientos un mil milímetros,  una presión que pocos pechos sospechaban, que muchas arterias notarían, que una nube interior haría mover y vacilar el equilibrio de don Pablo Ausin Monteverdi, su madre no descendía del célebre músico, la vida es así, trae y lleva apellidos. Es difícil explicar la historia, porque no sólo se necesitarían mil libros a la vez sino mil ojos leyéndolos simultáneamente, millares de narices aspirando y oliendo, muchas de ellas estornudando a causa de esos vaivenes de humedad  que oscilan entre el cincuenta y cuatro y el setenta y tres por ciento, quién describirá las partículas y los agujeros de humedad, cuántos se han acostumbrado a este aire primaveral de la capital, por dónde viene el aire, hacia dónde va, el sol había salido a las siete horas y cincuenta y nueve minutos de la jornada de aquel martes. Begoña  Azcárate de Miguel, la mujer  del psiquiatra, no lo advirtió, dio una vuelta en su cama y nunca se preocuparía de aquello. Salió el sol de puntillas, rosado entre los tejados y rojizo en los aledaños de los barrios dormidos, y el sol se mantuvo y se paseó por el mundo, y quedó iluminada España hasta las veintiuna hora y veintidós minutos, y luego se marchó. Es difícil escribir la historia porque la luna, ese martes de mayo que contemplamos, salió también, como es lógico en ella, como jamás había fallado en su palabra, y fue la salida de la luna a la una horas y cuarenta y cuatro minutos cuando de su escondite surgió, y se paseó entre verdades y mentiras, en halos de nieblas, en un ser y no ser de deslumbramientos misteriosos, y se pondría la luna ese martes, pero de qué modo se pondría, se acostó tal vez o se esfumó, es que alguien sopló su globo blanquecino o ella misma, puntual más que avergonzada, se retiró en punto, a las diez horas y diez minutos, todo esto no es fácil de comprobar ni de predecir.

 

 

En él área de Madrid, aunque nadie le hacía mucho caso, unas primeras camisas de manga corta por las calles, los inicios de las ropas de primavera, colores vivos y blusas estampadas, algún jersey fino, la moda en fin, se había ya extendido aquella mañana, porque ya habían dado las diez y media, las once, las doce, horas que pasan, se había extendido como estábamos diciendo un ambiente nuboso con ciertas posibilidades de tormenta, especialmente frecuentes en la zona de la sierra, pero de qué sierra se habla, es referencia quizá a la Sierra del Guadarrama o a Somosierra, el triángulo de la provincia madrileña con su pico apuntando hacia Burgos bajaba manso, por su costado derecho rozando la extensión de Guadalajara, y también bajaba más tierno, algo quebradizo y saltarín, por los pueblos del costado izquierdo, dejando a un lado Segovia y Ávila.  Vientos flojos o en calma llegaban hacia el área de Madrid  y soplaban a la cigüeña tanto por Aranjuez como por San Martín de Valdeiglesias,  al pato por Fuentedueña del Tajo y Brunete, al zorro lo mismo entre Chinchón y Alcalá de Henares que en la media y alta montaña, entre Buitrago y Villalba;  vientos flojos eran acariciados por el águila cerca del río Lozoya y del Jarama, el gato montés era perseguido por los vientos hacia la altura de Torrelaguna, al nordeste, y el azor los recibía no lejos de la Pedriza, allí donde seguían caminando, incansables, los pensamientos de Jacinto Vergel transformados en pasos, que ya había dado, sin él quererlo, doscientas dos vueltas al circular pasillo del sanatorio del doctor Jiménez.

 

No puede contarse bien la historia porque a esa misma hora en que el doctor Valdés ya había calmado algo a Luisa Baldomero, por los últimos reductos de la sierra norte de Madrid, allí, hacia el valle de Lozoya, hacia Cercedilla o hacia El Escorial, pinares y robledales extendían su vida y alzaban al aire su sudor, vida enhiesta de los árboles, mientras que por Navalcarnero, Pelayos de la Presa y Cadalso de los Vidrios, es decir, en la punta noroeste que se afilaba hacia extensiones de Toledo y Ávila, se concentraban, casi invisibles para el hombre,  valiosa población de rapaces, así el águila imperial o el buitre negro y leonado, o bien ratoneros y milanos. En Madrid, en el centro mismo de la ciudad, la máxima temperatura iba a llegar ese martes hasta veintiún grados y la mínima bajaría a los nueve, buen clima, aire y aromas de mayo, un frente silencioso tendría que pasar durante esa jornada de oeste a este de la península y cruzaría por su mitad norte; los frentes, excepto los de guerra, y guerra felizmente no había ese día, ese mes, ni ese año en España, extienden sus suavidades sin alambradas ni fronteras, y las precipitaciones y lluvias dejan manar sus aguas dese los cántaros de las nubes, y así ocurriría ese día de mayo en distintas regiones españolas, aunque fueran de muy escasa cuantía en las proximidades del mar Mediterráneo y en cambio mojarán con moderada intensidad, aquí y allá la corteza del norte, por las brumosas tierras de Galicia.”

José Julio Perlado

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(Imagen— – Bosco Sodi -2017)

CIUDAD EN EL ESPEJO (15)

“Por qué tiene usted, don Pablo, esa cicatriz en el brazo, a ver, enséñemela, le pregunta ahora el doctor Valdés, Desde cuándo la tiene. Don Pablo Ausin Monteverdi es hombre extraño, aunque parecería normal. Habla poco, la última vez que pronunció un largo párrafo quizá fue hace años, en el restaurante que tenía en Chinchón y que ahora heredó su hijo Agustín, padre e hijo no se hablan desde entonces. Agustín Ausin lo llevó hace año y medio al sanatorio del Doctor Jiménez, Le dejo aquí, pronunció el hijo no sin asomo de escondida crueldad, ya que mi padre está loco, o si no lo está, anda algo trastornado, jamás me habla, nunca he sabido lo que piensa, es hombre educado, incluso de estudios, pero juntos los dos no podemos vivir. Don Pablo Ausin Monteverdi nació en el mismo Chinchón, compró allí una pieza en los bajos de la famosa plaza, convenció a su padre, don Casimiro, para establecer bajo las galerías de madera un modesto restaurante, antes había estudiado Medicina en Madrid, la medicina que nunca ejerció, tenía dos vidas, la de los libros adquiridos en tiendas de viejo, quién lo diría, cómo podría adivinarse que en el fondo sombrío del caserón de un pueblo, al final y en lo más hondo del pasillo donde estaban las habitaciones, se alineaban libros casi deshojados pero leídos y releídos con unción, mientras al otro lado, de la casa a la plaza, a sus procesiones, capeas y turistas, el olor y el brillo jugoso de los prietos chorizos regados con buen vino eran la mercancía ofrecida, la apariencia externa del vivir. Desde cuándo tiene este tatuaje, pregunta nuevamente el doctor Valdés a Don Pablo Ausin Monteverdi.

No es el tatuaje de una mujer desnuda; es don Pablo hombre de pensamientos escondidos respecto a las mujeres; no es tatuaje marcado en la legión, más parece ser un mero capricho. Tatuaje extraño es éste, puntos crucificados casi a la altura del hombro aún robusto, no se le ha ocurrido sino tatuarse el mapa de la  provincia de Madrid, desde las extremidades de Somosierra hasta los bordes de Aranjuez y de Cuenca y de València, por Villarejo de Salvanés, no lejos de Chinchón mismo, que resalta en la carne como si estuviera viva la plaza, y el sol en ella, y los balcones afamados mirando al sol. Guarda don Pablo Ausin Monteverdi un secreto que no ha revelado ahora : son en estos momentos, lo dijimos ya, las diez, las once, las doce de esta mañana de primavera, porque a veces en los sanatorios psiquiátricos, las horas pasan lentas o discurren veloces, depende del ritmo y de las prisas, de la cadencia de las preguntas y de los mutismos, de cómo adelanta sus pasos el médico como si fuera cuidadoso peón de brega hacia el poderoso animal humano que mira y nada dice, como así parece don Pablo Ausin Monteverdi, educado e intratable a la vez, aparentemente exquisito y paralelamente insociable. Yo temblaba, mire usted, don Pedro, le dijo Agustín, el hijo que lo entregó al doctor Valdés, y se lo decía un día de confesiones y confidencias. Yo temblaba con sólo oírle el llavín de la puerta, Cómo vendrá mi padre, me preguntaba yo, qué hará, qué humor traerá, qué le habrá pasado, repetía incansable Agustín Ausin, dueño ya del restaurante de la plaza de Chinchón. Acaso miente el hijo, es que simula, o tal vez quiere desembarazarse del padre, los psiquiatras tardan en ocasiones en saberlo.

 

Escuchan y callan. Aprenden. Observan. A veces asienten como si consintieran, pero don Pedro Martínez Valdés ha descubierto que existe una cadena casi invisible, por supuesto subterránea, que une en pacto de silencio a todos los Ausin que existieron. Don Casimir,o, don Sebastián, don Gerardo, un Casimiro más, otro Sebastián Ausin: el árbol genealógico, siempre extendido en la provincia de Madrid, y que parece remontar sobre esa Plaza Mayor de Chinchón, plaza que asomó por la historia allá por los años primeros del siglo XVl y que acabaría de cerrarse al fin en 1683.  Guardan secreto los Ausin de Chinchón como si un maleficio los cubriese. De quién fue la hija natural, se pregunta el doctor Valdés, cuáles fueron los venenos escondidos, en qué pozos ocultos se arrojaron inocentes cadáveres. Quizá nadie de eso hay de cierto. Desde lo alto de la plaza, como un islote religioso, la iglesia de Nuestra Señora de la Asuncion que se inició en 1534 y tardó un siglo en terminarse, ha visto impávida, entre calores tórridos y fríos helados, tantos torneos, ferias, fiestas y bailes, que su cuadro de Goya, precisamente sobre la Asunción de la Virgen, queda imperturbable.  De Goya le podía hablar yo, le dirá esta misma noche, en la cena, cuando todo haya ocurrido, y Ricardo Almeida García charle con Don Pablo Ausin. Sabe usted, don Pablo, que Goya no está lejos de Velázquez, me refiero al Prado, claro está, a la planta principal, yo estuve explicando retratos de Goya y tapices, y luego tuve  que aprenderme a Ribera y a Murillo, pero después  me empapé de Velázquez, no lo digo por nada, respeto a Tintoretto y a Tiziano, no digamos la escuela veneciana, pero a mí me tiran más los españoles, bueno, perdone don Pedro, es un decir, quiero expresar que me gustan más, y no por patriotismo, pero como el Greco, Goya y mi Velázquez no hay nada, eso es España, don Pedro, lo que hemos dado al mundo, además se encuentra uno en las alturas, no en la planta baja, aunque allí está, en los bajos, un tesoro, nada menos que las pinturas negras de Goya, los abismos,  añadirá estremecido. Conoce usted bien el Prado, don Pedro, llegará a preguntarle esta noche.

Don Pablo Ausin Monteverdi mirará entonces a Ricardo Almeida y le sonreirá levemente, asentirá con la cabeza como ahora lo está haciendo ante el psiquiatra, ante el doctor Valdés. La historia hay que contarla así, entre  avances y retrocesos, pasado y futuro van y vienen en un pálpito tal que el presente se mueve al ritmo del músculo de este brazo de don Pablo que hace del tatuaje un barco, una nave, algo que se hunde y se eleva. La provincia de Madrid tatuada en carne viva sobre el hombro derecho de don Pablo Ausin es un poema. Refulgen las venas de las carreteras, no es operación ésta de aficionado. Suben y bajan los caminos y Chinchón, cerca de Colmenar de Oreja, cerca de Villaconejos, cerca de donde existió un mal llamado manicomio de Ciempozuelos, parece que se hubiera tallado con punzón, es punto rojizo y casi cárdeno que es imposible que sea indoloro para Don Pablo. Y sin embargo él nada dice. Los Ausin son así. Si Don Antonio Machado prestase su figura de enigmática bondad, aquella trabajada primero en barro y después en bronce, la que dejó hierática y para siempre el escultor Pablo Serrano, si Don Antonio Machado prestara las marcas a Don Pablo Ausin, marcas en la faz y en el semblante, don Pablo Ausin Monteverdi se parecería ahora, casi a las doce de la mañana, al gran poeta español. Está sentado don Pablo frente al doctor Valdés en una salita del sanatorio y tiene el hombro derecho descubierto, aparece pausado e inconmovible, Yo le dejo aquí a mi padre, había dicho el grueso hijo Agustín, porque no tiene arreglo, no habla, nada dice, Y sólo por eso lo va a dejar aquí, contestó el psiquiatra, Cuánto tiempo hace que no habla. Va para seis años,  respondió el hijo.”

José Julio Perlado

(Continuará)

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(Imagen—:  Vicent van Gogh)

CIUDAD EN EL ESPEJO (16)

“Por qué no habla este hombre, quién le hará hablar, qué cosas esconde, es que de verdad esconde algo, se ha preguntado muchas veces don  Pedro Martínez Valdés. Hermana, le ha dicho a Sor Benigna, vigílelo, y si le oye hablar con alguien, con quien sea, a la hora que sea, dígamelo. A veces se ha arrepentido el doctor Valdés de aceptar el ingreso de este enfermo; sin embargo es un reto. Los sanatorios psiquiátricos no están para gente muda, don Pablo Ausin Monteverdi no es mudo, alguna vez hablaría, se sabe que es viudo, que se casó con Engracia Lorenza,  y que especializó su restaurante con una carta que él compuso a mano, con letra buena grande y clara, sin decir palabra a nadie. Elegido un buen melón, compuso, de los  llamados “escritos” de Villaconejos, lávese bien su corteza y córtese, del lado menos puntiagudo, lo saliente del extremo para que siente bien puesto de pie. Córtese, del otro lado un cono, añadía el cartel colgado en la cocina del restaurante, que permita extraerle las pipas y las “tripas”, pero no el jugo. Rocíese interiormente con anís de Chinchón, dulce o seco, según el gusto, y déjese refrescar en la nevera, durante dos horas al menos, agitándolo de vez en cuando para que todo su interior se bañe por igual con el líquido que contiene. Cuando esté bien fresco, seguía el cartel de la cocina, preséntese, asentado por la base que se le hizo, en un plato de cristal y en la mesa, córtese en rajas, de arriba a abajo, y sírvase, y luego añadió don Pablo Ausin con letra más grande, Debe tomarse con una copa de vino rancio de Getafe, y es excelente para empezar una comida o al final de ella.

Tal cartel lo tenía ahora en sus manos el psiquiatra don Pedro Martínez Valdés. Lo había  descolgado de la habitación  de don Pablo aquel testamento que pendía de su cama como frontispicio o reclamo mientras observaba a hurtadillas el hombro derecho desnudo del paciente con el tatuaje sembrado por la piel y extendidas entre las notas pardas del pellejo la entera provincia de Madrid. Era un hombro robusto el de don Pablo, pero algún hueso había hecho su aparición como montículo y San Lorenzo de El Escorial , no por su famoso y pétreo Monasterio, sino por su relieve de la edad, aparecía elevado y deslumbrante, bajaba algo Valdemorillo y Brunete y subía en cambio Navacerrada y Peñalara y el Monasterio del Paular en donde, en el fresco de la piel medió entumecida, parecían cantar los monjes. Se asomó el ojo del psiquiatra a aquella piel y nada dijo, Entonces, pensó el doctor Valdés mientras tenía en sus manos aquella receta sobre el melón de Villaconejos al Chinchón, es que este hombre no ha hablado nunca nada, jamás tuvo nada que decir, cómo es eso posible. Mire usted, don Pablo, podrá decirle un día el guía del Prado Ricardo Almeida García si el  destino se lo permite, si el destino no se tuerce, Usted es un privilegiado, tiene a un Goya en su pueblo, en la iglesia, que lo conozco yo, A que usted no sabe quién fue la condesa de Chinchón. Don Pablo Ausin Monteverdi, que habló muy pocas veces, en el caso de que rompiera a hablar, mirará entonces a Ricardo Almeida con una extraña sonrisa. Dígame, le dirá por dentro y sin mover los labios, Cuénteme, a ver, descúbrame mi pueblo. Ricardo Almeida García, natural y vecino de Madrid desde siempre, conoce de memoria esas sonrisas, y adivina a los posibles turistas imaginarios, los descubre y los llega a encantar y a cautivar. No podrá seguir Sor Benigna esa insólita conversación  dado el trabajo que tiene, Pues la condesa de Chinchón, que había posado para Goya siendo niña, y luego de pie, y al fin sentada, le dirá en retahíla precipitada Ricardo Almeida a don Pablo Ausin, en cuanto le dejen, se llamó María Teresa de Borbón y Vallabriga y sería esposa del ministro Godoy, y yo tuve, don Pablo, que estudiármela porque todo hay que saberlo en este mundo, más siendo guía oficial del Museo, el oficio es de uno y si no se lo quitan, Se casó con  Godoy en 1798, y un cuadro suyo, siendo aún niña, con un perrito junto a sus faldas, está hoy en Washington, don Pablo, y otro de pie, se encuentra en Florencia, y al fin sentada, cerca de dar a luz, pocos meses le faltarían, se halla en Madrid.

 

Nada le contestará a todo esto, ni a la condesa de Chinchón ni a Goya, don Pablo Ausin Monteverdi. No le querrá responder al guía del Prado, sólo le sonreirá esta noche, educado como hace siempre.  El mutismo de don Pablo es asustante, le ha confesado Sor Benigna al psiquiatra. Pero es que nada ha dicho en año y medio, preguntará el médico, Nada, contestará la monja al médico. Y el doctor contemplará el tatuaje en el hombro de este enfermo.

—¿Por qué  no habla usted, don Pablo? ¿ Por qué se empeña en no hablar usted?

Cuando el psiquiatra se acerca a don Pablo  Ausin y  tomando una banqueta queda sentado a su lado, otra monja con más flema y algo más paciente que Sor Benigna, una monja muy aguda en sus ojos vivos, unos ojos a los que nada se les escapa, ojos semi ocultos tras redondos cristales levemente oscurecidos, observarán esta  gran cabeza huesuda que don  Pablo aguanta sobre sus hombros. Es cabeza anciana, erguida aún la de este hombre, con una noble proporción que los avatares del tiempo han ido despojando y casi despellejando, o mejor desencarnando, puesto que el pellejo, su piel moteada y estirada se tensa en la mandíbula y la delgadez reseca hace de este mentón un hueco que se esconde bajo el hueso, Todo es nuez, piensa Sor Prudencia, esa monja que sustituye a ratos a Sor Benigna. En los pensamientos dentro de los sanatorios podemos penetrar, e incluso a lo  ancho y largo de las ciudades también podemos hacerlo, los pensamientos vuelan, son motas blancas, ni siquiera nacieron para libélulas, no pueden serlo, sobrevuelan tenues como vaporosos granos de palomas, almas sin hojas que trae y lleva el aire en el polen de mayo en Madrid.’

(Imagen- Mark Rothko – 1969)

José Julio Perlado- “Ciudad en el espejo”

(Continuará)

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