
Había salido yo muy temprano encima de la alfombra de las páginas entreabiertas de Las Mil y una Noches que mi padre guardaba en su despacho y cuando se me pregunta qué libro me influyó para llegar a ser escritor siempre me veo de pie aquella mañana sobre aquella alfombra que me sostenía por encima de todos los tejados, yo creo que aquello era Madrid, o quizá Bagdad, no lo sé, yo veía perfectamente desde arriba a la gente con sus largas barbas blancas y turbantes y motocicletas en medio de la enorme polvareda y también los autobuses de dos pisos, las vacas y los camellos, todos mezclados, por eso digo que podía ser Madrid o quizá Bagdad, no lo sé, tampoco importa mucho, las gentes están acostumbradas a ver cómo pasan las alfombras voladoras por encima de sus casas, bajan impasibles al metro, pagan sus impuestos sobre la renta, los abuelos vigilan a sus nietos en los parques, algunas mujeres echan azafrán en la sartén, pican muy finas cortezas de pepino, agitan un poco la sartén en el aire para que todo se espolvoree y después echan la carne, un trozo de carne roja que crepita y brilla en el aceite, le dan una vuelta, después otra vuelta, esperan, otras mujeres en cambio llevan tiempo jugando nerviosas con su lápiz marrón entre los dedos porque el Consejo de Administración que presiden no marcha a la velocidad que exige El Fondo Monetario Internacional, los consejeros parecen entumecidos y dormidos, no hay unanimidad, vacilan, la prima de riesgo se dispara, el lápiz de la Presidenta cada vez está más nervioso, por eso digo que aquello, visto desde arriba, desde la alfombra, bien podía ser Madrid o Bagdad, o quizá también Bruselas o Luxemburgo, aunque a la gente lo que le interesa de mí, está claro, es cómo era la alfombra en donde yo viajaba, buscan siempre un titular, ”Entonces, me preguntan, ¿la alfombra en la que usted viajaba, cómo era?”, Pues era una alfombre sencilla, breve, ligera, les digo, no era la alfombra de Salomón que ustedes conocen y que, como saben, tenía noventa y siete kilómetros de largo y otros noventa y siete de ancho, tampoco era una alfombra de seda verde con trama dorada como la de Salomón, ni estaba protegida del sol gracias a un dosel de pájaros. Esta era una alfombra sencilla, como las que ustedes pueden tener en sus casas. Cuando la compré en Bisnagar, en la India, por recomendación del príncipe Hussain, el hijo mayor del Sultán, me aseguraron que si me sentaba en ella y deseaba con mis pensamientos ser llevado y colocado en otro sitio, en un abrir y cerrar de ojos, sería llevado allí, fuera ese lugar cercano o distante muchos días de viaje y de difícil acceso. Aquello al principio me entusiasmó y deslumbró. Porque lo que yo quería desde hacía años era ver y conocer de cerca y tocar la lámpara de Aladino, de la que mucho me habían hablado, que no sabía si estaba muy cerca o muy lejos de mí, no sabía dónde se encontraba, por eso me había levantado tan temprano y saliendo de las páginas de las Mil y Una noches había subido a la alfombra para emprender el viaje soñado, pero aquella alfombra que iba debajo de mis pies era muy sencilla, tan sencilla que, aún siendo mágica, lo que estaba haciendo ante mi sorpresa era ir muy despacio, muy despacio, tan despacio que se demoraba en cosas muy normales, por ejemplo, se paró de pronto sobre el parque del castillo de Howard, en Yokshire, en Inglaterra, donde yo no sabía que allí vivían desde hace tiempo las edades del hombre (…)
José Julio Perlado
(del libro ”Relámpagos” )( relato inédito)
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