DE GOYA A MI DORMITORIO

Todas las salas del primer piso del Prado permanecían casi completamente a oscuras aquella noche, con solo unas diminutas señales luminosas en lo alto de las puertas para no perderse, y apenas podía uno distinguir la sucesión de cuadros. Eran salas fantasmales, enormes, interminables, absolutamente llenas de pinturas de todos los tamaños, salas como tesoros misteriosos que el vigilante y yo atravesamos sin pronunciar palabra camino de unas luces que se adivinaban al fondo, las luces de unas únicas salas que habían dejado iluminadas a propósito, las salas de las Pinturas negras de Goya, que eran aquellas que yo quería estudiar. Sabía que los responsables del museo se habían propuesto desde hacía muchos años reproducir en la medida de lo posible algo que realmente era muy difícil conseguir: la disposición y ubicación que las llamadas Pinturas negras habían tenido en la denominada Quinta del Sordo, la casa de ladrillos de adobe que Goya, con setenta y tres años, había comprado en febrero de 1819 por sesenta mil reales en un terreno ascendente sobre el río Manzanares, en el lado oeste de Madrid. A mí siempre me había intrigado aquella casa, había leído varias cosas sobre ella, y creo que hasta sentía una extraña atracción hacia aquella quinta situada cerca del paseo de Extremadura, al sudeste del camino de la ermita de San Isidro, allí donde en tiempos había existido un sendero rodeado de árboles, entre ellos unos álamos plantados hacía casi medio siglo y que conducían a la vivienda del pintor rodeada de su jardín de moreras, peras, albaricoques, membrillosy doscientas sesenta parras que florecían en la finca situada sobre una colina y desde la que Goya podía divisar perfectamente el Palacio Real, San Andrés y todo Madrid hasta la montaña del Príncipe Pío. Sabía también que entre aquellos muros, incluso de un modo realmente físico encima de ellos, es decir, sobre aquellas paredes de las dos salas grandes de la casa que él quiso decorar, Goya había realizado directamente al óleo y sobre el muro una serie de pinturas para mí fascinantes y de difícil interpretación, y las había pintado únicamente para sí mismo, reflejando su mundo interior. Tanto me había intrigado aquella quinta y tantas vueltas le había dado a su emplazamiento que en meses anteriores a aquella visita que ahora estaba realizando al museo había querido perderme un día por esa zona de Madrid cercana al paseo de Extremadura, vagando despacio durante una hora o dos, no lo podría fijar con precisión, y haciéndolo sin rumbo fijo a través de una serie de calles, por ejemplo la de Caramuel o la de Antonio de Zamora, la de doña Urraca, doña Berenguela, cardenal Mendoza y Juan Tornero, parándome a propósito en esquinas y en puertas de comercios para observarlo todo desde allí a mitad de mañana, en un intento inútil por resucitar detrás de aquel mundo moderno un ambiente que ya había sido consumido por el tiempo. Yo sabía que precisamente entre la calle de Caramuel y la de Juan Tornero, ahora ocupadas por automóviles y viandantes que me rodeaban e iban de un sitio para otro, había estado situada la Quinta del Sordo, única construcción existente cuando Goya compró el terreno, y que sobre aquellos lugares se ha- bían levantado las dos plantas de la casa con sus habitaciones centrales comunicadas por una sencilla escalera. Y ahora, cuando yo estaba ya a punto de entrar en una de las salas del museo del Prado dedicadas a las famosas Pinturas negras y había dejado atrás la oscuridad de los largos pasillos, me venían otra vez a la memoria las dos habitaciones de la Quinta del Sordo y las comparaba con estas del museo, recordando haber leído en algún lugar que, a causa de los dos ventanucos de la sala de la planta baja de la quinta, la luz para Goya había sido un instrumento esencial: se decía, por ejemplo, que con toda seguridad el pintor había trabajado por las noche en aquella sala de la planta baja ayudándose a la luz de unas velas, mientras que en la sala del primer piso había sido en cambio la luz del día de Madrid la que, entrando por los dos amplios balcones que la casa tenía, había dado otras tonalidades a las pinturas. Por eso, cuando me fui acercando dentro de aquel espacio íntimo del museo a aquellas escenas de Goya en las que dominaban el negro y unos tonos pardos y fríos, tampoco me extrañó descubrir en muchas de ellas, al observarlas con mayor atención, el amarillo, los ocres, azules y rojos, los carmines y aún unos ligeros toques de verdes. No todo era negro, pues, en las Pinturas negras. Me sorprendió, por ejemplo y de repente, al girar la cabeza hacía la izquierda, nada más entrar en una de las salas, la composición pictórica de un perro o, lo que sería más adecuado definir, una enorme masa de un gris amarillento, una gran zona lisa y vacía de espacio en la que asomaba en su base inferior la pequeña cabeza de un perro, una cabeza perfectamente dibujada con aquella precisión que Goya tenía para plasmar animales, un perro que estaba surgiendo de una masa amorfa, emergiendo de algo parecido a un talud, pero que ni siquiera podría decirse que fuera arena, un perro o una cabeza de perro que no se sabía bien si se estaba hundiendo o si intentaba escapar, que podía estar pidiendo socorro o piedad, pero que esencialmente transmitía angustia.

Enseguida me llamaron enormemente la atención otras pinturas situadas al lado de esta, en la pared de enfrente de la pequeña sala, especialmente en razón de los gestos y de las deformadas facciones de varios personajes que allí aparecieron ante mí, más apilados que agrupados, como dominados por oscuros movimientos instintivos y principalmente una pintura que aún destacaba más entre las otras, o al menos así me lo pareció: unos cuerpos flotando en el aire, superpuestos sobre un fondo de cielo y de paisaje, dos extraños personajes envueltos en ropajes, uno de ellos, el situado a la izquierda, embozado en un manto rojo plegado, mirando hacia atrás en actitud miedosa y en cierto modo ausente, y el de la derecha, en cambio, señalando algo de modo exasperado, con el dramático gesto de su boca abierta en expresión de horror, y los dos sobre un fondo luminoso y no lejano a un montículo o cerro pedregoso que quizá escondía una ciudad fortificada, aunque ello no podía adivinarse bien. Me acerqué a comprobar el título de aquella pintura que yo ya conocía anteriormente por diversas reproducciones y allí leí: Francisco de Goya, Visión fantástica o Asmodea, y luego volví lentamente sobre mis pasos en el completo silencio nocturno de la pequeña sala, sin dejar de advertir a mi lado al vigilante que me acompañaba, y así estuve largo rato, quizá unos veinte o veinticinco minutos, o quizá más, no lo sé, tomando muchas notas en un cuaderno, cumpliendo el fin para el que yo había ido al museo, y apuntando abundantes reflexiones que me suscitaban las obras de Goya. Pero estando allí mismo observando aquel cuadro, tomando notas en el cuaderno y a la vez contemplando aquel cielo de Madrid extendido en la parte superior y cuya luminosidad lo dominaba, de repente, imprevisiblemente, cayó sobre mí, quizá fuera por cansancio o por tensión, no lo sé, todo el peso de aquel largo viaje que había iniciado hacía ya varias horas, un largo viaje o sueño, tampoco podría definirlo, en el que había salido a recorrer Madrid, y no solo a recorrer calles y habitaciones, sino también a recibir confidencias y conversaciones, y a abrirme igualmente a encontrar sorpresas como las que en ese momento estaba recibiendo cuando aquellos cielos de Goya que admiraba me dieron la impresión de que se alejaban y se iban separando cada vez más del cuadro, adquiriendo una presencia viva y sorprendente como si en realidad se estuvieran moviendo, como si se desgajaran un poco para mostrarme desde su altura unas zonas de la ciudad de Madrid que yo desconocía, o al menos que nunca había podido ver desde aquellos ángulos, zonas cubiertas de tejados rojizos toscamente apilados, casas antiguas que sin duda por su aspecto rudimentario parecían pertenecer al viejo casco de la ciudad, quizás al lejano costado del Palacio Real, allí donde en tiempos se había levantado el primitivo Alcázar incendiado en 1734. Eran unas tejas o tejados rojizos, muchos de ellos de color de barro, colocados unos sobre los otros y que prestaban a aquella zona una imagen más de pueblo que de capital. Y desde allí, desde aquellos tejados, muy lentamente, los mismos cielos de Goya me fueron llevando como en un viaje distinto, por encima de otros tejados de Madrid, primero sobre unos techos de la plaza Mayor y luego por otros casi enfrente a la plaza de la Villa, allí donde hacía siglos se había levantado la iglesia de San Salvador con su gran torre llamada la atalaya de Madrid y desde donde el Diablo Cojuelo en 1641 había sido empujado por la imaginación del escritor Vélez de Guevara para recorrer la ciudad y levantar los tejados de las casas; y así los cielos me fueron conduciendo poco a poco, como en un recorrido a vista de pájaro, por terrazas y tejados, hasta acercarme a mi barrio de Chamberí, y entrando por la glorieta de Olavide con sus antiguas viviendas modestas de tres y cuatro pisos, su fuente y sus jardines, bajar por la calle de Olid, cruzar la calle de Fuencarral y entrar a la de Jerónimo de la Quintana, sin saber de qué modo ni cómo pudieron hacerlo aquellos cielos, llegando así hasta el pasillo de mi casa, atravesar luego el comedor hasta quedar situados los cielos en lo alto de mi dormitorio, encima exactamente de mi cama, entre la ventana y la puerta, iluminando el libro de Italo Calvino que yo había dejado abierto muchas horas antes y también las gafas que aún aparecían abandonadas entre las sábanas.


José Julio Perlado

(del libro “Los cuadernos Miquelrius” (editorial Funambulista) (páginas 269 a 276)

(Imágenes- 1–pinturas negras de Goya/ 2– retrato de Goya)

LOS ANIMALES DEL ARCA DE NOÉ

A lo largo de los siglos las ilustraciones sobre el Arca de Noé y sus animales se han sucedido con motivos diversos. El francés Michel Pastoureau ha indagado sobre tales motivos y recuerda que en la iconografía de la alta Edad Media aparecen dos reyes de animales: el oso y el león. El oso es el rey de los animales para las sociedades germánicas y célticas, el león para las culturas bíblicas y greco- romanas. Al fin de la Edad Media, la imagen sobre el caballo se hace más discreta. En la Edad Modena, el bestiario continúa diversificándose. Progresivamente entran otros animaless exóticos : panteras, jirafas, cocodrilos, grandes monos e incluso hipopótamos en los dibujos sobre el Arca. En la época contemporánea las especies europeas se retiran en beneficio de las especies africanas, americanas, asiáticas e incluso oceánicas.

Cada ilustrador a través de los siglos ha ido poblando el Arca con su imaginación. Solo el cuervo que manda Noé y la paloma que recibe dejan en el cielo su realidad.

José Julio Perlado

(imágenes — 1-arca de Noé- antiwarsong/ 2= arca de Noé- pixabay com)

RELOJ

Una serpiente es el tiempo enrollado en sí mismo— escribe Giovanni Leone Sempronio en el siglo XVll—.

que los nombres infecta y las bellezas mata;

y tú, sólo porque te divide las horas,

lo acoges en el regazo en vaso de oro recogido.

¡Ay, mísero hombre cuán ciego y necio eres!

Son esas cifras, a quien las mira, infieles,

y es con esas que marca horas homicidas:

blanquea tu cabellera, surca tu rostro.

Tú de tu forma vives idolatra,

no ves ahora cómo el ladrón engañoso

intenta hacerla un día pálida y negra.

Cual galgo airado o cual ladrón sagaz,

dientes tiene de bronce, y solo muerde,

no ladra.

lengua tiene de hierro, y mientras roba, calla.”

(Imagen— Fitzherber cosway- 1786)

VIVIRÍAS DOS VECES

¿Quién creerá mis versos en un tiempo futuro

Si en ellos incluyese todas tus perfecciones?

Aunque bien sabe el cielo que apenas son la tumba

que ocultando tu vida sólo en parte te muestra.

Si pudiese escribir qué hermosos son tus ojos

y nombrar una a una las gracias que hay en ti

El futuro diría: ”Este poeta miente;

jamás ha dado el cielo rasgos tales a un ser”.

De modo que estas hojas, por el tiempo amarillas,

serían despreciadas como chochez de viejos

creyendo tus virtudes delirios de poeta,

hipérboles absurdas de una antigua canción.

Pero si en ese tiempo viviese un hijo tuyo

vivirías dos veces: en mis versos y en él.”

William Shakespeare

(Imágenes—1–Eero Jamefelt/ 2- Zack Seckler/ 3-Nenad Bacanovic)

¿CÓMO QUERRÍA USTED SER RECORDADO?

A veces, en confesiones últimas, en esas confidencias postreras que surgen al borde de la enfermedad o de la muerte —- a mí me ha pasado — le preguntan a uno: ”cómo le gustaría ser recordado”. Se lo preguntan también al general retirado, al médico excelente, al ama de casa diligente y eficaz, al director de grandes industrias, incluso al actor fascinado por su ego, al celebrado arquitecto, al aclamado pintor, a tantos destacados protagonistas en el desempeño de sus oficios, y, sorprendentemente, como si surgiera de debajo de sus ropas, es decir, de las ropas que un día fueron oropeles, de los desfiles entorchados, de las blancas batas de los quirófanos, de las vicisitudes de las familias, del poderío de las reuniones empresariales. de los escenarios embriagados de aplausos, de la vanidad de los pinceles, de la perfección de los planos, la voz desnuda de la conciencia y de la humildad, una voz que lleva años despojada de prejuicios, dice sencillamente: ”a mí me gustaría sobre todo que me recordaran como una buena persona.”

¿Y qué es ser buena persona? ¿Dónde se estudia esa carrera? Aparecen al principio unas motas que se van posando en las palmas de las manos del alma, y que son como pequeñas envidias hacia los condiscípulos, enfrentamientos con los padres, manchas y motas que se van pronto y que no conviene ni siquiera frotarlas porque la edad se las lleva consigo, la capa de la adolescencia las envuelve en el aire, el aire las traslada de ciudad en ciudad y de oficio en oficio, pero esas motas reaparecen de pronto en las palmas de las manos del alma y son como sarpullidos rojizos, desprecios, desplantes, traiciones, alguien que me ha mentido por la espalda, desconfianzas, y todo ese polvo inesperado y doloroso produce poco a poco grandes heridas abiertas que pasan años sin cicatrizar. Entonces la caja del perdón que todos llevamos dentro del corazón, una caja pequeña, azul, totalmente forrada y a la vez transparente, permanece cerrada entre olvido y resentimiento, sobre todo ante infidelidades y humillaciones, y el flujo del perdón no se abre, el corazón palpita como si no existiera el perdón, como si esa palabra jamás se hubiera pronunciado, hasta que en el borde de la muerte, o de la ultima enfermedad, o quizá antes, cuando el corazón de repente se desborda, el perdón fuerza a la caja a abrirse y se derrama su interior encima de la vida y todo el misterio de ser una buena persona nos invade para siempre.

José Julio Perlado

(Imágenes— 1-Gao Xingian/ 2- Edward Moran)

LAS DOS PERSONALIDADES

“… Hay en mí, desde el punto de vista literario — le decía Flaubert a Louise Colet en 1842 – , dos personalidades distintas: una que está fascinada por la ampulosidad, el lirismo, los grandes vuelos de águila, todas las sonoridades del estilo y las altas cimas de las ideas; otra que horada y cava para hallar la verdad, profundizando tanto como le es dado hacerlo, que gusta de dar el mismo énfasis al detalle humilde que al grandioso, que desea que se sientan las cosas que él representa con inmediatez casi física. A esta persona le gusta reír y disfruta con el lado animal de la naturaleza humana…”

(Imágenes— 1- Emily Howarth/ 2- Lisbeth Zwerger)

SOBRE LA LUZ

‘Si quitas la luz — dice San Juan Damasceno —; todas las cosas quedan ignoradas en las tinieblas. porque no pueden manifestar su propia belleza.” La luz, por tanto, ”es la belleza y el orden de toda criatura visible.” Y como dice Basilio: ”Tal naturaleza es creada de tal modo que no puede haber nada mas agradable para el pensamiento de los mortales que de ella disfrutan. La primera palabra de Dios creó la naturaleza de la luz y dispersó las tinieblas y disipó la tristeza e hizo alegre y gozosa a toda especie.” La luz es bella por si, porque ”su naturaleza es simple, y tiene en sí todas las cosas a la vez.” Y por eso está totalmente unida y proporcionada a sí de forma bastante armónica en virtud de la igualdad; la armonía de las proporciones es, en cambio, belleza. Y por eso, incluso sin una armónica proporción de las formas corpóreas, la luz es bella y bastante agradable a la vista. Así pues, la belleza dorada de la luz es bella por el fulgor resplandeciente y las estrellas resultan bellísimas a la vista, aunque no veamos ninguna belleza procedente de la composición de las partes o de la proporción de la figura, sino solo la belleza que deriva del fulgor de la luz. En efecto, como dice Ambrosio,: “La naturaleza de la luz es tal que su gracia no consiste en el número, la medida o el peso, como ocurre con las otras cosas, sino que consiste en el aspecto. Ella ha ce que las otras partes del mundo sean dignas de alabanza.”

(Imágenes— 1- Turner—1843/ 2– Bertha Wegmann)

EL BUFÓN GONELLA ( y 2 )

Pero volviendo al bufón Gonella—- continuó el guía —-, que es el que tenemos aquí y que es el que contemplamos, comentarles que este cuadro, antes de traerlo al Museo de la Mirada, se conservó durante años en el Museo Kunsthistorisches de Viena y allí fue visitado por gran número de personas. Lo que siempre ha impresionado de este cuadro ha sido sin duda su realismo. El bufón Gonella se representa aquí con gran realismo en un primer plano del busto que recorta algunos detalles de la figura, como la parte superior de la gorra o los hombros. Pero lo que más nos interesa a nosotros en estos momentos es esa mirada suya que ha intrigado a tantos estudiosos, especialmente a médicos e historiadores, como por ejemplo al italiano Perciaccante en un artículo en la Sociedad Española de Oftalmología donde analizaba cuidadosamente sus pupilas. Pero esto nos llevaría ahora demasiado lejos dentro de lo que es una visita general del museo como la que estamos realizando, aunque si alguno de ustedes estuviera interesado en esos detalles con mucho gusto le proporcionaría al final toda la información.

El bufón Gonella , como pueden ver —- prosiguió el guía —- tiene una mirada ingeniosa y melancólica, con arrugas profundas y barba mal cortada, y esto hace que la imagen sea extremadamente vivida y expresiva. Los ojos del bufón nos miran como si nos escudriñaran con cierto escepticismo, como si lo hubieran visto todo, como si nos dijeran ”ya ve, aquí estoy, he visto la Corte, he visto a Nicolás lll, señor de Ferrara, le he distraído, le he dicho verdades, me he atrevido a decirle cosas que nade le haba dicho, así me ha ido, me he burlado incluso de su propia muerte, por eso estuve condenado. Ahora sobre todo estoy cansado.” Es una mirada cansada la de Gomella, una mirada que guarda muchas cosas dentro porque este bufón ha visto paisajes, escenarios, personajes, ha asistido y urdido venganzas, se ha reído y ha hecho reír a nobles y a vasallos, ha hecho malabarismos y pantomimas, ha hecho representaciones histriónicas y acrobacias, todo un mundo de entretenimiento. Jean Fouquet, el arista que lo pintó, nos lo muestra en este cuadro con los colores rojos, verdes y amarillos que evidencian su condición de loco o de bufón, aunque en ningún caso tengamos documentos de que Gonella estuviera loco. Gonella trabajaba como bufón en el patio de la casa Este de Ferrara, como así lo atestiguan los primeros inventarios. Este retrato, como pueden ver, es muy expresivo en el rostro y en el traje, con esos pliegues rudimentarios, sin modelado suave, y con las manos dibujadas con bastante torpeza. Algunos historiadores, como el italiano Carlo Ginzburg, se han fijado en su pose de brazos cruzados, como alusión a iconografías de origen bizantino, pero sobre todo rememorando de algún modo el trágico final de Gonella que, según la tradición, moriría de miedo tras la puesta en escena de su propia muerte.

Pero lo importante — dijo el guía abandonando ya la sala mientras tofos lo seguíamos — es esa mirada que nos persigue, son esos ojos que nos acompañan.”

José Julio Perlado

(del libro”La mirada”) (relato inédito)

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

(Imagen— Jean Fouquet— El bufón Gonella)

LOS PAPELES PEGADOS

“La invención e introducción de los papeles pegados en pintura ha sido el equivalente de una cura de desintoxicación. Por ella se han librado los pintores, por un momento, de la servidumbre hipnótica de la pasta y del pincel. Han liberado su mano, sus ojos y su espíritu de los encantos demasiado hechizantes del color en tubo. Cosa extraña, y a la que no se ha dedicado suficiente atención, se han introducido en el régimen de la materia en su aspecto casi bruto. Han renunciado, durante el tiempo preciso para tomar mejores costumbres, a la apariencia seductora, para ocuparse sobre todo en lo que podía haber en el fondo; es decir, el fondo, bien entendido, lo que puede contener una superficie plana de dos dimensiones.”

Pierre Reverdy-“ Papeles pegados”- 1955

(Imágenes— 1- Reverdy – por Modigiani/ 2- Juan Gris-para el libro de Reverdy “La guitare endormie”)

LECTURAS


“De vez en cuando volvía a tomar el libro. La historia la conocía perfectamente: aquel matrimonio que era igual que el de ella, los bruscos ademanes del marido, los arrumacos de sus hijos, el paso del tiempo, el descubrimiento de la vida, ¿cuándo la heroína había descubierto la vida de verdad?, ¿en aquel banco del jardín?, ¿en el momento en que se puso el sombrero negro?, entonces volvió a pasar las páginas hacia adelante y hacia atrás buscando en el libro cómo se describía aquel banco del jardín, pero sobre todo qué tono le había dado la escritora al amarillo del campo que estaba detrás de ella Si ella giraba la cabeza podía redescubrir una vez más la hilera de los árboles. Pero, ¿ y la soledad? ¿Cómo había contado la escritora la soledad? Entonces, como cada tarde, se puso a buscar otra vez en qué página podía estar descrita la soledad, la soledad que ella tenía en aquel banco, la soledad del libro, y en cuanto la encontró la leyó varias veces, muchas, muchas veces, quizá para estar más acompañada. “

José Julio Perlado

(del libro ”Relámpagos”)

(Imagen— Irving Ramsey Wiles- Daum-net)

MARLENE DIETRICH

Todos los que trabajaron con ella resaltaban que ”tenía una gran disciplina y muchísima energía. Era capaz de trabajar todo el día hasta el punto de quedar agotada, tomarse un pequeño descanso y luego seguir trabajando toda la noche con tal de asegurarse que una escena le saliera bien. Una vez trabajamos — confesaba uno de sus colaboradores — treinta y seis horas seguidas, desde un lunes por la mañana hasta un martes por la tarde, dedicados a preparar el vestuario que tendría que llevar el miércoles por la noche. Ella bajaba del avión y venía directamente a la sala de vestuario, donde se quedaba inmóvil durante ocho o nueve horas al día delante de los espejos mientras hacíamos el vestido directamente encima de ella. Nunca aminoraba su ritmo. “No hacer nada es un pecado —- escribió —, siempre hay algo útil para hacer. A más trabajo, menos tiempo para ser neurótica

(Imágenes— 1-Eve Arnold- Marlene Dietrich- magnum/ 2 – Dietrich- wikipedia)

LA CESTA DE PAN

“Mientras pintaba a lo largo de cuatro meses mi primera cesta de pan — decía Salvador Dalí — ya sentía el deseo de terminarla minuciosamente mientras se iban produciendo al mismo tiempo hechos cubistas. Para mí existe siempre una continuidad en la idea del transitismo. He continuado, pues, constantemente en la vía clásica, aunque practicando paralelamente mis experiencias. De este modo, la substancia mística, por su densidad e inmovilidad alcanza su estado objetivo, paradójicamente “preexplosivo”. Y la desmaterialización , la espiritualización de la materia lleva a la energía.”

(Imágenes— 1- Dali – 1945/ 2- Dalí – 1926)

LA PROTECCIÓN DEL TIGRE

“Siendo el tigre crecido y grande —- se lee en el más importante y célebre “Diccionario castellano” — es dificultoso el sacarle a los cachorrillos tiernos. Los sacan de esta manera. Se previene el cazador de caballo ligero y de un globo cristalino, y habiendo ojeado al tigre cuando sale a la presa, entra entonces en la gruta y con toda ligereza le roba a los hijos y monta a caballo. Volviendo la fiera con el robo y hallando menos a sus hijos, vuelve a salir desalada, sigue al cazador, y éste, viéndola, deja caer el cristalino globo, prosiguiendo en su carrera mientras la tigre cariñosa le da vueltas y acaricia su misma imagen que representa en pequeña forma el espejo, y el tiempo que pierde engañosamente divertida, gana en la huida el cazador.”

( Algunas de estas frases seducían y encantaban a Borges)

(Imagen – ecosfera)

EL VALOR DEL DESCUBRIMIENTO

La primera vez que descubrí algo — confesaba el biólogo Manuel Perucho — tuve que encender un cigarro y sentarme porque me temblaban las piernas. Pero lo curioso es que no había descubierto algo nuevo: había logrado identificar que una proteína con la que trabajaba sobre el conocimiento molecular era la misma que ya había sido descubierta años atrás. Puede parecer un chasco, pero para un investigador no lo es porque al menos ha resuelto el dilema.

En Nueva York descubrí un oncogén que ha resultado ser el más importante, y también me temblaron las piernas. Pero me intentaron escamotear mi descubrimiento. Difundir nuestros trabajos es una obligación de los investigadores. Pero hay que tener un cierto cuidado con lo que se dice y a quién se dice. El mundo de la ciencia es igual que cualquier otra actividad humana. Quizás la única diferencia es que últimamente la actividad científica ha crecido de manera exponencial, y al aumentar la cantidad de científicos profesionales también aumenta el número de ejemplos de las aberraciones del sistema.

(Imágenes— observaciones al microscopio – wikimedia com)

YO Y LOS PERIÓDICOS

Existen los periódicos, nadie puede negarlo — escribía Dionisio Ridruejo en su ”Diario de una tregua”—-.Los recibo, los leo y alguna vez —- qué remedio —me asomo a alguno. Suceden cosas. ¿ Cómo podría ignorarse? Suceden cosas, desgarramientos, condecoraciones y hasta vagidos de algún parto. ¿Qué hacer con todo eso? El retiro es forzoso. No es en el espacio. Lo es dentro de mí mismo donde los escombros fueron alcázares. Abajo queda el mar y abajo aún —-abajo de su piel — una placenta enorme y jadeante sigue generando vida. El maniatado por dentro y por fuera sólo puede salvar su corazón buscando luz, bebiendo humanidad virgen, por donde la Historia reposa y está la creación imperturbable.

(Imágenes—— 1 – Henri Charles Guerard/ 2- david Llyle)

UNA NUEVA FOTOGRAFÍA

La primera vez que tuve delante la fotografía del lóbulo izquierdo y del lóbulo derecho de un cerebro me quede paralizado. Me la proporcionó aquella máquina que adquirí en unos Grandes Almacenes.


“Este aparato que se lleva usted, caballero, me susurró aquel día el dependiente de la gran tienda, es lo último en tecnología. Una joya. Ahora ya no prima en absoluto la velocidad, eso ya pasó, ya no se lleva, ahora todo está en la profundidad, en potenciar la profundidad”. Así me lo decía apoyado en la pequeña vitrina que contenía los objetos más lujosos de regalo y que aún estaban guardados bajo llave, y me lo decía con una mirada muy fija desde sus pupilas azules, una mirada penetrante que atravesaba la corta distancia que había entre los dos, como si quisiera estar hipnotizándome. Vestía aquel dependiente una chaquetilla negra de la que sobresalía una camisa blanca y un cuello también blanco, cerrado y redondo. Era un consumado vendedor. Me seguía mirando fijamente desde sus ojos azules tras las gafas, apoyadas sus manos en la vitrina de los tesoros, sin ninguna prisa, y me insistía en que aquella máquina fotográfica que me atraía tras el cristal y que yo me disponía a comprar, más que lograr mayor instantaneidad y más velocidad de comunicación, lo que me ofrecía en cambio era una mayor hondura de visión, una impresionante profundidad, es decir — me aseguraba—, que yo no solamente podría ver con instantaneidad la imagen al hacer la fotografía, sino también descubrir lo que hay “detrás” de la imagen.”  “¿Pero qué es lo que hay “detrás” de la imagen ?”, le pregunté. “Pues usted mismo lo comprobará, caballero”, me dijo mirándome con fijeza. “Pruébelo. Viene de China. Lo ultimo que han conseguido esos chinos. Una maravilla.”

Cuando por la tarde coloqué a mi madre en el ángulo del salón que a ella le gusta más, sobre todo para hacerle fotografías, y dispuse todo con el mismo ritual de siempre: un libro entreabierto sobre la pequeña mesa en la que ella suele hacer  las cuentas, un diminuto jarrón lleno de margaritas y unos bolígrafos de colores con los que ella concluye  sus anotaciones, me dispuse a probar la máquina nueva. Mi madre tiene sesenta y dos años. Es  una mujer delgada, bella, elegante, a quien le gustan las flores y que nunca  se retrae a la hora de retratarse. Yo diría que no oculta su coquetería fina.

—¿Ésta es tu máquina nueva?— me dijo atusándose el pelo — Pues a ver  cómo me sacas, a ver cómo salgo.

Se la veía ilusionada. Hice  varios disparos, de frente, de perfil, luego le enseñé a ella el resultado. Estaba encantada

Cuando un rato después mi madre salió de compras y yo me quedé solo en la casa, repasé despacio aquella maquinaria que había comprado— sus ruedecillas, sus filtros, los botones— me acerqué a las dos o tres cosas que allí habían quedado guardadas y vi toda la infancia de mi madre que allí estaba, lo que ella me había contado muy por encima pero que ahora resaltaba en sus contraluces, allí había quedado fijado todo, cuando ella aún no conocía a mi padre y marchaba en bicicleta bajo los pinares, junto al mar, cantando, el pelo desenvuelto, el lóbulo derecho de su cerebro lleno de pensamientos y su lóbulo izquierdo lleno de palabras y razonamientos.

José Julio Perlado

(del libro ”Relámpagos”)

(Imágenes— 1- Edward Steichen — 1924–museo of modern art – nueva York/ 2- Edward Steichen —