
Todas las salas del primer piso del Prado permanecían casi completamente a oscuras aquella noche, con solo unas diminutas señales luminosas en lo alto de las puertas para no perderse, y apenas podía uno distinguir la sucesión de cuadros. Eran salas fantasmales, enormes, interminables, absolutamente llenas de pinturas de todos los tamaños, salas como tesoros misteriosos que el vigilante y yo atravesamos sin pronunciar palabra camino de unas luces que se adivinaban al fondo, las luces de unas únicas salas que habían dejado iluminadas a propósito, las salas de las Pinturas negras de Goya, que eran aquellas que yo quería estudiar. Sabía que los responsables del museo se habían propuesto desde hacía muchos años reproducir en la medida de lo posible algo que realmente era muy difícil conseguir: la disposición y ubicación que las llamadas Pinturas negras habían tenido en la denominada Quinta del Sordo, la casa de ladrillos de adobe que Goya, con setenta y tres años, había comprado en febrero de 1819 por sesenta mil reales en un terreno ascendente sobre el río Manzanares, en el lado oeste de Madrid. A mí siempre me había intrigado aquella casa, había leído varias cosas sobre ella, y creo que hasta sentía una extraña atracción hacia aquella quinta situada cerca del paseo de Extremadura, al sudeste del camino de la ermita de San Isidro, allí donde en tiempos había existido un sendero rodeado de árboles, entre ellos unos álamos plantados hacía casi medio siglo y que conducían a la vivienda del pintor rodeada de su jardín de moreras, peras, albaricoques, membrillosy doscientas sesenta parras que florecían en la finca situada sobre una colina y desde la que Goya podía divisar perfectamente el Palacio Real, San Andrés y todo Madrid hasta la montaña del Príncipe Pío. Sabía también que entre aquellos muros, incluso de un modo realmente físico encima de ellos, es decir, sobre aquellas paredes de las dos salas grandes de la casa que él quiso decorar, Goya había realizado directamente al óleo y sobre el muro una serie de pinturas para mí fascinantes y de difícil interpretación, y las había pintado únicamente para sí mismo, reflejando su mundo interior. Tanto me había intrigado aquella quinta y tantas vueltas le había dado a su emplazamiento que en meses anteriores a aquella visita que ahora estaba realizando al museo había querido perderme un día por esa zona de Madrid cercana al paseo de Extremadura, vagando despacio durante una hora o dos, no lo podría fijar con precisión, y haciéndolo sin rumbo fijo a través de una serie de calles, por ejemplo la de Caramuel o la de Antonio de Zamora, la de doña Urraca, doña Berenguela, cardenal Mendoza y Juan Tornero, parándome a propósito en esquinas y en puertas de comercios para observarlo todo desde allí a mitad de mañana, en un intento inútil por resucitar detrás de aquel mundo moderno un ambiente que ya había sido consumido por el tiempo. Yo sabía que precisamente entre la calle de Caramuel y la de Juan Tornero, ahora ocupadas por automóviles y viandantes que me rodeaban e iban de un sitio para otro, había estado situada la Quinta del Sordo, única construcción existente cuando Goya compró el terreno, y que sobre aquellos lugares se ha- bían levantado las dos plantas de la casa con sus habitaciones centrales comunicadas por una sencilla escalera. Y ahora, cuando yo estaba ya a punto de entrar en una de las salas del museo del Prado dedicadas a las famosas Pinturas negras y había dejado atrás la oscuridad de los largos pasillos, me venían otra vez a la memoria las dos habitaciones de la Quinta del Sordo y las comparaba con estas del museo, recordando haber leído en algún lugar que, a causa de los dos ventanucos de la sala de la planta baja de la quinta, la luz para Goya había sido un instrumento esencial: se decía, por ejemplo, que con toda seguridad el pintor había trabajado por las noche en aquella sala de la planta baja ayudándose a la luz de unas velas, mientras que en la sala del primer piso había sido en cambio la luz del día de Madrid la que, entrando por los dos amplios balcones que la casa tenía, había dado otras tonalidades a las pinturas. Por eso, cuando me fui acercando dentro de aquel espacio íntimo del museo a aquellas escenas de Goya en las que dominaban el negro y unos tonos pardos y fríos, tampoco me extrañó descubrir en muchas de ellas, al observarlas con mayor atención, el amarillo, los ocres, azules y rojos, los carmines y aún unos ligeros toques de verdes. No todo era negro, pues, en las Pinturas negras. Me sorprendió, por ejemplo y de repente, al girar la cabeza hacía la izquierda, nada más entrar en una de las salas, la composición pictórica de un perro o, lo que sería más adecuado definir, una enorme masa de un gris amarillento, una gran zona lisa y vacía de espacio en la que asomaba en su base inferior la pequeña cabeza de un perro, una cabeza perfectamente dibujada con aquella precisión que Goya tenía para plasmar animales, un perro que estaba surgiendo de una masa amorfa, emergiendo de algo parecido a un talud, pero que ni siquiera podría decirse que fuera arena, un perro o una cabeza de perro que no se sabía bien si se estaba hundiendo o si intentaba escapar, que podía estar pidiendo socorro o piedad, pero que esencialmente transmitía angustia.

Enseguida me llamaron enormemente la atención otras pinturas situadas al lado de esta, en la pared de enfrente de la pequeña sala, especialmente en razón de los gestos y de las deformadas facciones de varios personajes que allí aparecieron ante mí, más apilados que agrupados, como dominados por oscuros movimientos instintivos y principalmente una pintura que aún destacaba más entre las otras, o al menos así me lo pareció: unos cuerpos flotando en el aire, superpuestos sobre un fondo de cielo y de paisaje, dos extraños personajes envueltos en ropajes, uno de ellos, el situado a la izquierda, embozado en un manto rojo plegado, mirando hacia atrás en actitud miedosa y en cierto modo ausente, y el de la derecha, en cambio, señalando algo de modo exasperado, con el dramático gesto de su boca abierta en expresión de horror, y los dos sobre un fondo luminoso y no lejano a un montículo o cerro pedregoso que quizá escondía una ciudad fortificada, aunque ello no podía adivinarse bien. Me acerqué a comprobar el título de aquella pintura que yo ya conocía anteriormente por diversas reproducciones y allí leí: Francisco de Goya, Visión fantástica o Asmodea, y luego volví lentamente sobre mis pasos en el completo silencio nocturno de la pequeña sala, sin dejar de advertir a mi lado al vigilante que me acompañaba, y así estuve largo rato, quizá unos veinte o veinticinco minutos, o quizá más, no lo sé, tomando muchas notas en un cuaderno, cumpliendo el fin para el que yo había ido al museo, y apuntando abundantes reflexiones que me suscitaban las obras de Goya. Pero estando allí mismo observando aquel cuadro, tomando notas en el cuaderno y a la vez contemplando aquel cielo de Madrid extendido en la parte superior y cuya luminosidad lo dominaba, de repente, imprevisiblemente, cayó sobre mí, quizá fuera por cansancio o por tensión, no lo sé, todo el peso de aquel largo viaje que había iniciado hacía ya varias horas, un largo viaje o sueño, tampoco podría definirlo, en el que había salido a recorrer Madrid, y no solo a recorrer calles y habitaciones, sino también a recibir confidencias y conversaciones, y a abrirme igualmente a encontrar sorpresas como las que en ese momento estaba recibiendo cuando aquellos cielos de Goya que admiraba me dieron la impresión de que se alejaban y se iban separando cada vez más del cuadro, adquiriendo una presencia viva y sorprendente como si en realidad se estuvieran moviendo, como si se desgajaran un poco para mostrarme desde su altura unas zonas de la ciudad de Madrid que yo desconocía, o al menos que nunca había podido ver desde aquellos ángulos, zonas cubiertas de tejados rojizos toscamente apilados, casas antiguas que sin duda por su aspecto rudimentario parecían pertenecer al viejo casco de la ciudad, quizás al lejano costado del Palacio Real, allí donde en tiempos se había levantado el primitivo Alcázar incendiado en 1734. Eran unas tejas o tejados rojizos, muchos de ellos de color de barro, colocados unos sobre los otros y que prestaban a aquella zona una imagen más de pueblo que de capital. Y desde allí, desde aquellos tejados, muy lentamente, los mismos cielos de Goya me fueron llevando como en un viaje distinto, por encima de otros tejados de Madrid, primero sobre unos techos de la plaza Mayor y luego por otros casi enfrente a la plaza de la Villa, allí donde hacía siglos se había levantado la iglesia de San Salvador con su gran torre llamada la atalaya de Madrid y desde donde el Diablo Cojuelo en 1641 había sido empujado por la imaginación del escritor Vélez de Guevara para recorrer la ciudad y levantar los tejados de las casas; y así los cielos me fueron conduciendo poco a poco, como en un recorrido a vista de pájaro, por terrazas y tejados, hasta acercarme a mi barrio de Chamberí, y entrando por la glorieta de Olavide con sus antiguas viviendas modestas de tres y cuatro pisos, su fuente y sus jardines, bajar por la calle de Olid, cruzar la calle de Fuencarral y entrar a la de Jerónimo de la Quintana, sin saber de qué modo ni cómo pudieron hacerlo aquellos cielos, llegando así hasta el pasillo de mi casa, atravesar luego el comedor hasta quedar situados los cielos en lo alto de mi dormitorio, encima exactamente de mi cama, entre la ventana y la puerta, iluminando el libro de Italo Calvino que yo había dejado abierto muchas horas antes y también las gafas que aún aparecían abandonadas entre las sábanas.
José Julio Perlado
(del libro “Los cuadernos Miquelrius” (editorial Funambulista) (páginas 269 a 276)
