
Cuando somos niños — dice Stefan Zweig —- realizamos una lectura sencilla, ingenua, de los cuentos, creyendo que ese mundo apasionante y lleno de color es verdadero; mucho más tarde, cuando somos adultos, nos acercamos a ellos conscientes de que son ficciones, dejándonos engañar de buena gana. Entre estas dos formas de disfrutar del cuento, la de la ingenuidad y la de la madurez, media el soberbio orgullo de quien se siente adulto, cuando, en realidad, sigue en la edad del pavo, y, demasiado arrogante para entregarse a un engaño, por hermoso que sea, quiere la verdad desnuda y prefiere una historia anodina a otra incitante pero llena de fantasía. Es esta arrogancia la que nos lleva a desdeñar los cuentos, a relegarlos a un rincón de nuestro cuarto infantil, donde no volvemos a acordarnos de ellos.
