
Para los retratos — confesaba el italiano Tullio Pericoli— trabajo muy a menudo con fotografías. Cojo todas las fotos que tengo del personaje seleccionado. Las extiendo sobre la mesa. Las examino una por una, luego todas juntas, comparándolas. Tomo un bloc de papel ligeramente transparente y hago el primer boceto del retrato. Algunas veces se revela enseguida un trazo, un detalle que cultivaré. Después arranco la hoja y la pongo debajo de la siguiente, con objeto de verlo en transparencia. En ese momento es como si ese conjunto de rasgos compusiera una faz y esa faz me observara, empezara a mirarme. Cuando superpongo las dos hojas, la veo en transparencia como si saliera de una especie de más allá, como si fuese una superficie muerta que cobra vida. Me indica un recorrido, un camino a seguir. Yo existo y estoy aquí, me dice. No estoy en la frente, no estoy en el mentón, pero estoy aquí, en el ángulo de la boca. Es como sacar algo de debajo del polvo, como hacer una excavación arqueológica, esto de ir a desenterrar un rostro de la inercia del papel, del lápiz, del trazo o incluso de la estaticidad de las fotos, que en cierto modo matan a la persona retratada.
El momento en el que el rostro se traduce por debajo de la hoja de papel transparente es verdaderamente un momento de creación . Es como si hubiese algo aguardando un soplo. Una materia inerte pidiéndote que le des vida.
Desde ese momento me concentro en el detalle. Lo retomo y trato de completar el rostro. Vuelvo a poner la hoja debajo de otra hoja en blanco. Vuelvo a trabajar en ella. Y de forma gradual llego al resultado que me satisface, dejando poco a poco que los pormenores superfluos se pierdan.
