”El ojo no es un minero— dice Virginia Woolf— , ni tampoco un buceador ni un buscador de tesoros escondidos El ojo flota blandamente a merced del río.” Podría clasificarse a los poetas — comenta en este sentido Marguerite Yourcenar en un ensayo de 1972–, teniendo en cuenta únicamente las cualidades de su mirada, y entonces nos percataríamos de que la definición de Virginia Woolf se aplica sobre todo a sí misma. El ojo incansable de Balzac es un buscador de tesoros escondidos. Y podría mencionarse también el gran ojo- espejo de Goethe, evocar sin irreverencia el faro intermitente que fue el ojo de Hugo, y comparar los hermosos ojos de Rilke, de Novalis o de Keats, con la mirada mágica y temblorosa de los astros. En Virginia Woolf asistimos a un fenómeno muy diferente y quizá menos corriente: el mismo ojo, tan natural como una corola, que se dilata y retracta alternativamente, como un corazón. Y cuando pienso en el martirio que es el trabajo de creación para todo gran artista, y en la admirable cantidad de imágenes nuevas que la literatura inglesa debe a Virginia Woolf, no puedo por menos de recordar a santa Lucía de Siracusa, que donó a los ciegos de su isla natal sus dos admirables ojos.”