DE LA OSCURIDAD

“La oscuridad es vertiginosa. El hombre necesita claridad. Cualquiera que se sumerja en lo opuesto al día siente el corazón oprimido – así lo escribía Victor Hugo—. Cuando el ojo ve lo negro, el espíritu se enturbia. En el eclipse, en la noche, en la opacidad, nace la ansiedad, incluso entre los más fuertes. Nadie camina solo en la noche a través de una selva sin temblar. Sombras y árboles, dos espesores temibles. Una realidad quimérica aparece en lo profundo del instinto. Lo inconcebible se presenta a algunos pasos de nosotros con una nitidez espectral. Se ve flotar en el espacio, o en el propio cerebro, no se sabe qué de vago e inaprensible como los sueños de flores dormidas. Se aspiran los efluvios de un gran vacío negro. Se tiene miedo y a la vez deseo de mirar hacia atrás. Las cuevas de la noche, los perfiles taciturnos que se disipan conforme uno avanza, el lúgubre reflejo en lo fúnebre, la inmensidad sepulcral de los silencios, los seres desconocidos posibles, los estremecedores torsos de los árboles, las largas hierbas temblorosas, intentan venir en defensa de todo esto. Se prueba como si el alma se adaptase a la sombra.”

(Imágenes— 1–Albert Bierstadt/ 2- Neujahrsnacht – 1905)

IMÁGENES Y PALABRAS

“Una fotografía vale mil palabras. ”Sí”, y admite el novelista americano William Saroyan, ” solamente si usted mira la imagen y dice o piensa mil palabras.” Esta frase, frecuentemente repetida — dice Jean Keim en ”La fotografía y el hombre”— , podría parecer evidente a primera vista. Es cierto que para describir y agotar un contenido ni mil palabras bastarían. Las palabras, leídas u oídas, necesitan, para ser entendidas, de un cierto lapso de tiempo. La fotografía, mucho más compleja, es vista en un abrir y cerrar de ojos y sería el medio de comunicación ideal. ¿Pero quién puede estar seguro de ver y además entender la imagen reproducida, sin haber recibido antes otras informaciones además de aquellas mostradas por la foto?.”

((Imagen— Tommy Hilding)

CON HILO BLANCO

“Con hilo blanco

hilvano las palabras nuevas

que caen en mis rodillas

como una lluvia de nubes sin tiempo,

los insectos oscuros

que se desprenden de las ramas

en las que nunca canta un ave,

las doradas astillas

con las que quiso arder un sol

que llegó tarde, los cantos rodados

y las burbujas del más hondo

arroyo de mi desconsuelo.

Con hilo blanco

voy formando un collar, una ristra,

que se enrosca al pecho, a los hombros,

a la garganta ; que pregunta

silenciosa y salvajemente,

que responde oprimiendo

para evitar las objeciones

y las preguntas indiscretas.

Con hilo blanco

hilvano palabras y sustos,

caparazones y fracasos,

cuanto no es por sí solo

nada que valga un nombre,

cuanto atormenta en las tardes inmersas

bajo un dios demasiado alto;

con hilo blanco,

con hilo negro.”

Ángel Crespo

(Imagen — Erwin Blumenfeld – 1938)

VIAJES POR ESPAÑA (25) : PEÑÍSCOLA

“Desde Benicarló se ve a lo lejos, unido a la costa como buque encallado, blanco y enorme — evoca el costumbrista Gonzalo Puerto Mezquita— el promontorio de Peñíscola ceñido de baterías, cercado de torres y murallas. El caserío, oprimido por círculos de piedra, va escalonándose hasta la cúspide. Una gaviota pasa en lo alto, sobre el cielo azul. Las tripulaciones de unas barcas descargan lo que han pescado durante la noche, mientras unas viejecitas de luto, con manos sarmentosas, pajizas, encendieron, cuando llegó el crepúsculo, una luz ante la Virgen para que velase por ellos. Los marineros con el pantalón subido van trasladando a la orilla unas cestas brillantes bajo el sol, con reflejos de plomo recién fundido.
Las marineras examinan ávidamente su interior. Las que contenían langostinos, con su transparencia de cristal blanco y denso están separadas como materia preciosa. Junto a la única puerta del pueblo brota una fuente de la roca. Peñíscola empina sus ventanas sobre el mar, es una población de calles pendientes y angostas. Dos hombres siguiendo a sus caballerías, que llevan herramientas agrícolas salen de este pueblo de pescadores para cultivar sus parcelas de campo en la zona continental. Aquellas viejecitas de manos pajizas van por estas calles pinas y tortuosas a las novenas, miran el cielo en días borrascosos y piden juntando las manos que se aplaquen las olas.

Las murallas escalonadas y los baluartes y torreones que se encaraman sobre el peñón, aprietan en lo más alto la mole del castillo. El mar, de un azul hermoso y amable, lanza contra los peñascales, como ramos de flores, las espumosas crestas del oleaje. El juego de luces y sombras es único en Peñíscola. Anochecido, cuando comienza el eterno coloquio entre el faro y el mar, las casas regalan a la bahía una sarta de luces que la bahía se prueba como collares. A nuestros pies, en lo hondo del acantilado, se percibe el rumor ronco incesante, de las olas que se estrellan contra los peñascos.”

(Imagen— Peñíscola — wikipedia)





















EL PERSONAJE

Lo más curioso de aquel cuento era que el escritor aún no tenía personaje. Iba y venía nervioso Andrés R. arriba y abajo del pasillo de su casa, y el escritor no alcanzaba a ver un personaje creíble para su historia, un personaje nítido que pudiera ser el eje central, o al menos un personaje marginal, una figura que poco a poco adquiriera en el relato un auténtico relieve.
Pero como ocurre, sin embargo, en muchos cuentos, la solución simplemente estaba cerca de allí, en una concreta calle de la ciudad, exactamente en el café de una plaza situada frente por frente a la casa del joven escritor, aquel Andrés R. que paseaba y volvía a pasear sin acertar a ver cómo empezaría de una vez su historia, ya que seguía sin tener el personaje.
Su personaje, sin embargo, llevaba tiempo sentado en el café de enfrente. Sin ser visto por el escritor, sin ser reconocido por nadie, el personaje había pedido una solitaria copa de coñac, una copa con la que jugueteaba sobre la mesa de mármol. De vez en cuando, apartando los visillos de la ventana del café, miraba hacia arriba, hacia el piso del escritor, al otro lado de la acera, y seguía aquel ir y venir tras aquellas luces encendidas donde se debatía inseguro el joven escritor cuya sombra pasaba una y otra vez tras la ventana.




Los personajes muchas veces son más astutos que los escritores, esperan, aguardan, intuyen más, conocen mejor los entresijos de una historia y por dónde ella puede deslizarse, saben disfrazarse, apostarse y ofrecerse al autor en situaciones muy cruciales, incluso pueden trabajar a la vez con distintos autores porque consiguen adquirir diversos tonos, emplean vocablos muy precisos, un léxico apropiado para cada novela o para cada cuento, asoman y de repente se esconden, son así, en el fondo juguetean con la imaginación del autor, porque se consideran imprescindibles, y realmente lo son, muchos de ellos quedan para siempre por encima de sus autores, y hasta a algunos se les recuerda en las calles con estatuas, como por ejemplo aquel célebre comisario de policía francés que se inmortalizó mucho más que su creador, un novelista belga.




Todo esto lo conocía muy bien el personaje del café que continuaba acariciando con los dedos su copa de coñac y seguía mirando con curiosidad y una mezcla de escepticismo la casa de enfrente, las idas y venidas del escritor incipiente El personaje de la copa de coñac sabía que él no era un personaje importante, era un personaje gris, había nacido hacía más de sesenta años en un puerto de mar, se había casado dos veces, tenía tres hijos de distintas mujeres y por culpa de la bebida y de los malos hábitos, estaba solo, apartado de la familia y de la sociedad y dormía desde hacía años entre cartones bajo los soportales de distintas ciudades aguantando el frío y la intemperie. Se llamaba Bruno pero no revelaba su apellido. El sí sabía que no era un personaje importante pero en cambio conocía bien la riqueza de su biografía, que era lo que realmente podía ofrecer a los escritores. Con su figura pequeña, sus ojos vivos y brillantes, y siempre envuelto en una vieja gabardina, poseía como una doble personalidad: en las épocas en que dejaba de beber, su cuerpo se enderezaba, se erguía, adquiría una digna estatura dentro de su pequeñez e incluso podía emanar de sus mejillas por fin afeitadas un olor a cierta colonia que él acababa de conseguir. En cambio, cuando se sumergía en la bebida, su cuerpo se achicaba, toda su columna vertebral se inclinaba hacia delante, arrastraba los pies, tan solo quedaban límpidos sus ojos que miraban la botella como si fuera su desahogo y su tormento. Recordaba muy bien aquellas reuniones nocturnas bajo el frío en que venían caritativos estudiantes a verle y a traerle café cuando dormía bajo los soportales y entreabriendo un poco los cartones como si de un cuarto de estar se tratara los iba recibiendo un poco emocionado, respondía amablemente a sus preguntas y todos, sentados en corrillo en el suelo, improvisaban una tertulia casi familiar en torno a un vaso caliente. Pero fue en una de aquellas reuniones nocturnas cuando le sucedió algo inesperado. En la segunda fila del corrillo, ocultándose en parte tras los cartones, con los ojos bajos, descubrió el rostro de uno de sus hijos, David, el mediano, a quien hacía años no veía. Era un muchacho espigado y bien vestido. David no levantó los ojos en ningún momento para saludar a su padre. Y cuando alguien del corrillo le preguntó a Bruno por qué no dejaba aquella vida desordenada y volvía a su casa, Bruno miró fijamente a su hijo y David en cambio siguió con los ojos bajos, sin pronunciar palabra.
Todo aquello, y mil cosas más, formaba parte de la vida del personaje que apuraba ahora su copa de coñac. Si el escritor incipiente hubiera conocido todo esto, Andrés R. habría dejado de pasear arriba y abajo de su piso buscando al personaje. Pero el personaje no llegaba. Al fin el personaje del café de enfrente se levantó de su silla, pagó su copa de coñac y salió a la calle. Cruzó la calle en la noche y la cruzó erguido y enderezado el cuerpo, como en sus mejores momentos de sobriedad. Cruzó y entró en el portal de la casa del escritor, subió silenciosamente los pisos y, encontrando la puerta entreabierta, vio al escritor de espaldas, aturdido, sentado ante su página en blanco. Entonces, como suelen hacer los personajes en muchas de estas ocasiones, el personaje se acercó muy despacio por detrás, puso las dos manos sobre los hombros del escritor, procuró transmitirle todas sus vivencias, y el escritor pudo así empezar su historia.”


José Julio Perlado


( del libro ”La mirada”)


(relato inédito)

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS


(Imagen — Arthur Tanner— fox-trotskista)

PAISAJE DESPUÉS DE LA CAZA

¡ Y una mañana de verano en julio! ¿Acaso alguien, excepto un cazador, ha experimentado jamás el deleite de pasear entre los arbustos al amanecer? — escribía Turguéniev en sus “Relatos”— Los pies dejan marcas verdes en la hierba cargada y blanca de rocío. Apartas los arbustos mojados y el cálido aroma acumulado durante la noche casi te sofoca; el aire está impregnado con la fragancia fresca y agridulce del ajenjo, el olor a miel del alforfón y el trébol. Más allá se eleva un bosque de encinas como una muralla, que brilla con un resplandor púrpura bajo el sol; el aire aún es fresco, pero ya empieza a sentirse el calor. Semejante exceso de aromas dulces hace que la cabeza se sienta un poco mareada. Y los arbustos continuan sin fin. A la distancia el centeno maduro se ilumina de amarillo y hay estrechas franjas de alforfón rojo óxido. Luego se oye el sonido de una carreta; un campesino avanza a paso de hombre y dirige el caballo hacia la sombra antes de que el sol comience a calentar. Lo saludas, sigues de largo, y después de un rato oyes a tus espaldas el sonido metálico y chirriante de una hoz. El sol se eleva más y más, y la hierba se seca rápidamente. Ya hace calor. Pasa una hora, luego otra. El cielo se oscurece en los bordes y el aire inmóvil arde en llamas.”

(Imagen —Isaac Levitan)

CONRAD Y LA ESPERANZA

“No debe suponerse que reivindico para el artista en ficción la libertad del Nihilismo moral — decía Conrad en 1905–. Esperaría de él, más bien, numerosos actos de fe, el primero de los cuales sería el alimentar y mimar una esperanza eterna; y esperanza, incontestablemente, implica toda la piedad del esfuerzo y de la renuncia. Tendemos a olvidar que el camino de lo excelso es en lo intelectual, a diferencia de lo emocional, la humildad. Lo que uno siente tan irremediablemente estéril en el pesimismo declarado es tan sólo su arrogancia. Parece que el descubrimiento hecho por muchos hombres en diferentes momentos de la historia de que es mucha la maldad existente en el mundo fuera fuente de orgullo y de inconfesable alegría para no pocos autores modernos. Esta disposición de la mente no es la más apropiada para abordar seriamente el arte de la Ficción. Da al autor — Dios sabe por qué— una confortable sensación de superioridad, y no hay nada más peligroso que esa satisfecha comodidad para la absoluta lealtad para con los sentimientos y sensaciones que debiera poseer el autor, sobre todo en los más exaltados momentos de creación.

Ser esperanzado en un sentido artístico no implica necesariamente el creer en la bondad del mundo. Basta con creer que no es imposible que sea así.”

(Imagen-ptxabay)

¿LA GUERRA?

Cuando se concentra la comitiva de vehículos en el horizonte de la historia como sucede en estos días, los mapas nos traen también en el tiempo todas las armaduras anteriores, las lanzas, los escudos, los proyectiles, antiguas caballerías al galope, gemidos de pueblos enteros: toda la barbarie de defensa y ataque de los siglos. Ahí están, extendidos en el recuerdo, la guerra de Macedonia, la organización militar de los árabes, de los Normandos y del imperio romano de Oriente, el inicio de los mercenarios, la génesis de la infantería moderna, la caballería, las primeras armas de fuego, la influencia que tuvieron esas armas de fuego sobre las tácticas de la infantería, las armadas permanentes en Inglaterra , Francia, Austria y Prusia, en el fondo todo el despliegue del arte militar.

La guerra, en el sentimiento general desde la antigüedad, como señala Chevalier en su Simbología, revela la capacidad de autodestrucción en el fluir universal, el triunfo muchas veces de la fuerza ciega. En principio, la guerra tiene por fin la destrucción del mal, el restablecimiento de la armonía y de la paz tanto en el plano cósmico como vital, pero no siempre se cumple.

“Los hombres se tambaleaban agotados sobre los caminos de tablones — se escribía sobre la Primera Guerra Mundial del siglo XX – . Los heridos que cayeran de cabeza dentro de los agujeros de los proyectiles corrían el peligro de ahogarse. Las mulas se resbalaban fuera de los caminos y con frecuencia se ahogaban en los gigantescos agujeros que los flanqueaban. Los cañones se hundían hasta hacerse inútiles; los fusiles se atascaban y ya no disparaban; incluso la comida se echaba a perder en el inevitable barro.”

Años después se escribía sobre otra guerra:

“Hemos saqueado y perseguido, difamado, insultado y asaltado. Hemos privado vilmente a mujeres pobres de sus escasos ahorros; hemos detenido a un hombre por atravesar Londres con el fin de arrebatarle una caricia a su esposa y le hemos castigado como solo se castiga a los más salvajes gamberros.”

¿La guerra? Esto es la guerra mientras contemplamos la comitiva de vehículos en el horizonte.

José Julio Perlado

( Imágenes— 1- Sam Weber— soldado de invierno/ 2- Albrecht Altdorfer -1529)

VIAJES POR EL MUNDO (47) : SERRA AMARELA — (PORTUGAL)

“Todo el día por la Serra Amarela, visitando fosos cavados para cazar lobos — escribe el portugués Miguel Torga— . La Serra Amarela es uno de los parajes yermos más perfectos de Portugal. Situada entre Gerês y Lindoso, sus pliegues son amplios, profundos y solemnes. No tienen ermitas ni romerías y la cruzan los lobos, los jabalíes y las corzas. El mal de la repoblación oficial a base de pinos no ha llegado todavía aquí. De modo que vive en ella el soplo claro de las aves en libertad y la sonrisa abierta de los grandes soles. No hay más camino que los que hace el zorro, ni más posadas que las chozas de los pastores. Es el Portugal medular, la Iberia en su pureza esencial y granítica. Un acebo aquí, urces milenarias allí, un roble en una garganta. No hay corazón entre el Duero y el Miño que no se sienta arropado y reconfortado en un suelo como éste.”

(Imágenes— 2- Rui Palha/ 2- Winslow Homer- 1893)

COLORES

“Un día, me encontré en la plataforma de un autobús violeta— escribe el francés Raymond Queneau —. Había allí un joven bastante ridículo, cuello índigo, cordón en el sombrero. De repente, protesta contra un señor azul. Le reprocha, especialmente, con voz verde, que lo empuje cada vez que baja gente. Dicho eso, se precipita hacia un sitio amarillo para sentarse.

Dos horas más tarde, me lo encuentro delante de una estación anaranjada. Está con un amigo que le aconseja que se haga añadir un botón en su abrigo rojo.”

(Imágenes: 1– Rothko/ 2- Rothko- museo nacional de Bellas Artes)

MUJER NOCTURNA

“… pues como le decía el otro día, doctor, yo suelo ponerme a escribir siempre hacia las once. Me gusta prolongar el tiempo. A las once de la noche, ya recogida la cocina, me siento en ese sillón algo desvencijado del que ya le hablé, me coloco cerca de la lámpara de pie y reúno todos los papeles blancos que hay en la mesa, los folios, o a veces unas simples cuartillas. Entonces me siento tal como estoy ahora, así, tal como usted me ve. Me pongo un pantalón negro, pero no me pongo en zapatillas, no me gusta ir en zapatillas por la casa, prefiero estar cómoda para escribir pero nunca demasiado cómoda, recuerdo que usted me dijo un día, al principio de las sesiones, un día que vine a verle, que yo no parecía una mujer dejada, no parece usted una mujer dejada me dijo exactamente, se me quedó grabado, y es verdad, no soy dejada, lo que pasa es que para escribir, me imagino que como otros para pintar o hacer lo que sea, necesito ropa holgada, que no me apriete, olvidarme de la ropa y en el fondo olvidarme un poco de todo, saber que son las once de la noche, que es mi hora, vengo cansada de trabajar y deseo concentrarme, eso me salva, ahora mismo, ante usted, cuando le hablo, yo no me noto concentrada, no lo estoy, tampoco me importa, le cuento estas cosas como si me las contara a mi misma, no me cuestan, pero escribir sí que me cuesta, eso es otra cosa, no es hablar, ¡ ya quisiera yo que escribir fuera como hablar!, pero escribir no es hablar, es prolongar el tiempo, es lo que yo me digo siempre, prolonga, prolonga el tiempo Mercedes, que el tiempo es un tesoro, saber que las once son solo mías, que hay silencio en la casa, a veces aún se oyen algunos televisores, hay luces encendidas, pero yo y la página somos uno, siempre hemos sido uno, es un espejo como blanco el que tengo, lo tengo encima de mis rodillas, ya le dije que escribo siempre a mano, pongo una rodilla sobre la otra, así, como estoy ahora, el primer día que vine a verle le comenté que no quería tumbarme en su consulta porque prefiero verle de frente y estar sentada, ya ve, yo miro de vez en cuando hacia esa ventana, eso me ayuda a hablar, le agradezco que usted me deje hablar, no hablo mucho, escribo, escribo a partir de las once de la noche, un día le traeré algún escrito mío para que lo vea, naturalmente hablo durante el día, lo hago en el trabajo, con conocidos, ¿ pero de qué hablo?, pues hablo de mil cosas que al día siguiente ni me acuerdo, ¿ y quién se acuerda de lo que habla?, en cambio lo que escribo siempre viene hasta mí, sale de mí, lo he atrapado, me gusta, es mi desahogo, me ha costado tanto meterlo ahí, en ese folio, que a la noche siguiente esas palabras vienen otra vez, me atrapan, son mías, no son palabras volanderas, nunca son palabras

volanderas, bueno, pues a lo que iba, le cuento lo que me pasó anoche, ayer por la noche estaba yo escribiendo desde hacía rato, serían las once y cuarto u once y veinte de la noche, no sé, por ahí serían, oí pasos arriba, pasos en el techo, es el último piso que está encima de mí y que da a los trasteros y a la terraza, yo vivo, ¿sabe usted?, en una casa antigua, los pasos en el techo siempre se oyen, y a mí me gusta oírlos, puedo seguir así las vidas de los otros, saber cuándo se quitan un zapato o cuándo entran y salen, pero es que arriba son una pareja de extraños los que están, no tienen hijos, hablan poco con el vecindario, yo apenas me los cruzo por la escalera. Pero entonces, me digo, ¿dónde se meten?, ¿a qué se dedican esos dos?, es un misterio, yo creo que ella puede ser modista o planchadora o algo así, algo relacionado con la ropa, no sé, lo digo por la manera que tiene tan extraña de mirar la ropa , la acaricia, ama la ropa, se pone en el patio a tender ropa y no acaba nunca, la mira como si fuera única, ¿ y él?, pues tampoco sé a qué se dedica, tiene una barba muy larga y muy grande que le ocupa toda la cara y lleva unas gafas antiguas de concha que le tapan también medio rostro, y así es imposible saber quién es, parece mayor que ella, pero no sé, no lo sé, nunca le he oído hablar, las pocas veces que nos hemos cruzado en la escalera él ha levantado la cabeza con un saludo raro, misterioso, y nada más. Entonces, como le digo, anoche, que estaba yo escribiendo, de repente oí pasos arriba, eran tacones, seguro, los tacones de ella que me los conozco bien, tacones que iban y venían cada vez más deprisa, cada vez más nerviosos, iban de un sitio para otro y estaban dando vueltas y vueltas por el cuarto, y de repente, ”¡clak!,” un golpe seco, como si fuera una taza o un plato que se rompe, algo que choca contra el suelo, sonó muy fuerte, y enseguida otro, y otro igual , y otro más, no sé cuántos más, cada vez más fuerte, “¡ clak! ¡ clak!, ¡ clak!”, así muchas veces, parecía una vajilla que estuvieran rompiendo, no sé si eran tazas o platos o quizá vasos también, pero todo muy seguido, todo mezclado, y sobre todo mezclado con terribles chillidos, “¡hi, hi!, hi! ”, chillidos agudos, extraños, que yo nunca había oído, como de animales, igual que si chillaran animales, parecían de otro mundo, yo no distinguía la voz de ella ni la de él porque, como digo, aquello eran chillidos de animales, no se oía más que aquello, una especie de pelea a chillido limpio, nunca he oído chillidos tan fuertes, tan impresionantes, a veces parecían como lamentaciones, como si alguno le estuviera hiriendo al

otro, o como si alguien estuviera ya herido, también gemidos, “¡hi, ¡hi!”, como si alguien llorase, no sé, todo era muy confuso y muy siniestro. A mí me empezó a entrar mucho miedo, ¿ qué iba a hacer? Entonces dejé de escribir, me quedé sentada en el sillón totalmente quieta, mirando al techo, esperando con la pluma en la mano y el papel en las rodillas a que aquello acabara, pero no acababa nunca, no sabía si apagar o no apagar la luz, si irme o no irme a la cama, no sabía qué hacer. Aquello duró mucho rato, yo calculo que fueron como veinte o veinticinco minutos, quizá más, quizá media hora. Y al final, de pronto, se paró. O yo creí que se había parado. Hubo un silencio total. Esperé. Me dije aliviada: ¡Al fin se ha terminado! Pero de repente se oyó un enorme ”¡¡CLAK !!” ¡ enorme, enorme ! que me retumbó toda, me estremeció. Fue un golpe tremendo, como si fuera el final y que resonó en todo el techo. Luego nada más. Ya no se oyó nada más.

Entonces tardé mucho tiempo en irme a la cama. Bastante rato. Me quedé allí, sobrecogida. Al fin, a las doce y media o quizá la una, no sé, la una sería, me fui a la cama. Naturalmente dormí muy mal. Tenía en la cabeza todos los golpes y los chillidos. Hoy me levanté pronto, como siempre, porque tenía que irme a trabajar. Al salir ya para irme al trabajo, en la escalera, quise asomarme a mirar desde mi puerta, desde el descansillo, mirar hacia arriba. Dudé. ¿Subo o no subo?. Me impresionaba todo lo que había pasado. Al fin me decidí y subí tres o cuatro peldaños, no más. Entonces, desde el ángulo que hace la escalera, porque no quise subir más, vi la puerta del piso de ellos totalmente abierta, de par en par, y unos zapatos tirados en medio de la puerta, unos zapatos de hombre. No me atreví a más. Bajé corriendo y me fui al trabajo. No se me va eso de la cabeza, no se me va. No sé qué ha pasado, si alguien ha muerto, o qué ha ocurrido allí. Cuando me calme tengo que escribir sobre todo eso, ¿verdad, doctor?, ¿usted qué piensa?, pienso que me calmará.”

José Julio Perlado

( del libro ”La mirada”)

(relato inédito)

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

( Imágenes— 1- Saul Leiter/ 2- Robert Henderson/ 3- Jan Reich – 1986)

EL TALLER DEL PINTOR

”Según los planos del Alcázar – anotaba el gran historiador del arte, máxima autoridad mundial en el estudio de Velázquez, Jonathan Brown, recientemente fallecido — , el taller de Velázquez estaba situado en la ”galería del cierzo”, situada en la parte norte del palacio. Pero el taller se trasladó a las habitaciones anteriormente ocupadas por el príncipe Baltasar Carlos, el titulado ”cuarto bajo del Príncipe”. Este apartamento consistía en una serie de habitaciones en el segundo piso, la mayor de las cuales era la “galería”, un espacio alargado, a modo de salón, con ventanas en el lado sur. El príncipe murió en 1646, fecha tras de la cual pudieron asignarse a otros fines estas habitaciones. Brown, habla de esa ”galería” o ”pieza principal” afirmando que era el taller del pintor, pero no participa en cambio de las versiones de otros investigadores anotando que ese lugar fuera el escenario de ”Las Meninas”.

Brown, entre sus innumerables y lúcidos hallazgos, entrega minuciosas y variadas aportaciones, por ejemplo, sobre el valor y significado de la “llave maestra” que cuelga de la cintura de Velázquez en el célebre cuadro. “Era un singular signo de favor y de confianza — dice— que aparece mencionado específicamente en las ”Etiquetas”, en donde se estudia cómo debe ser llevada la llave, que es como la lleva Velázquez en ”Las Meninas”… , y puede traer en la faltriquera una llave doble que abra todas las puertas de Palacio.”

Leer los estudios de Brown es sumergirse en los matices de toda la pintura española del siglo XVll. Es acercarse a Zurbarán o a Murillo y a Valdés Leal o atravesar también el Buen Retiro y la corte de Felipe lV, una forma de adentrarse en luminosas páginas de España.

José Julio Perlado

(en memoria de Jonathan Brown que acaba de morir)

Descanse en paz.

(Imagen- “Las Meninas”- museo del Prado

PISARRO Y LA VIDA EN LAS CALLES

Este cuadro de Pisarro — hoy traído y llevado de un lado a otro por asuntos legales — fue pintado en 1897 y nos conduce hasta las calles de París, rue de Saint- Honoré, en un día de lluvia. La vida de las calles parisina fue tratada repetidamente por los impresionistas, y artistas como Degas apuntaron en sus notas sus personales proyectos: ” quiero pintar — decía— todo tipo de objetos cotidianos situados de tal manera que contengan en sí la vida del hombre o mujer (…) por ejemplo, sobre el humo — el humo de los fumadores, pipas, cigarrillos, puros —, el humo procedente de las locomotoras, de las altas chimeneas de las fábricas, de los barcos de vapor (…) Sobre la noche, infinita variedad de temas en los cafés: los diferentes tonos de los globos de cristal reflejados en los espejos. Sobre la panadería, pan. Series de aprendices de panadero vistos en el sótano o a través de las ventanas del sótano desde la calle; la espalda color de la harina rosa, bellas curvas de la masa; bodegones de diferentes panes, grandes, ovales, alargados, redondos. Estudios en color de los amarillos, rosas, grises, blancos del pan… Ni los monumentos ni las casas se han hecho nunca desde abajo en un primer plano tal y como aparecen cuando se pasea por la calle…”

Situado en una ventana del Hotel du Louvre, mirando hacia abajo a través del borde de la plaza del Théâtre Francais y a lo largo de la rue Saint- Honoré, Pisarro capta la primera hora de la tarde en un París de coches de caballos y transeúntes bajo gotas de lluvia y algunos paraguas abiertos que fijarán ese Instante.

José Julio Perlado

LOS DOS MÉTODOS DE ESCRITURA

Los tres elementos de la teoría de la novela que anotó Flaubert ya cuando era muy joven son: el escritor se sirve sin escrúpulos de toda la realidad; el escritor debe tener una ambición totalizadora; y tres: la novela debe mostrar, no juzgar. La célebre novela que Flaubert escribió fue compuesta durante cuatro años, siete meses y once días; contenía 208 cambios añadidos o modificados a la edición original; se conservan en la Biblioteca Municipal de Rouen, 46 hojas grandes con el ”plan” o escenario de la obra (argumento, caracteres de los personajes, división en capítulos…) — algo extremadamente importante en el trabajo de este autor —, 1.788 hojas de borradores escritas por ambas caras y llenas de anotaciones, tachaduras y agregados, y 487 hojas, que constituyen el manuscrito definitivo.

Vargas Llosa, en el estudio pormenorizado que hizo del proceso creador de este libro, resalta la importancia de ese “plan” premeditado del escritor, que al parecer trabajaba con dos páginas en blanco, una al lado de la otra. En la primera, escribe con letra pequeña y dejando grandes márgenes, la primera versión de cada episodio. Luego pasa a la siguiente página y avanza muy despacio. Un buen día de trabajo puede significar media página definitiva, pero hay jornadas dedicadas a componer una sola frase. (Se llega al estilo — confesaba el autor en una de sus cartas — con un trabajo atroz)

De todos modos, lo importante y lo que regula todo en Flaubert es el”plan”: saber a dónde se va. ”Un libro — decía— es una manera especial de vivir en un medio dado.” Pero este escritor, como señala Vargas Llosa, no es únicamente alguien preocupado exclusivamente con el lenguaje. Es el orden del relato, la organización del tiempo, la gradación de los efectos, la ocultación o exhibición de datos.

Es una manera, en el fondo, de escribir y es esencialmente un método. Otros, en cambio, prefieren otro método distinto: rechazan cualquier ”plan” y salen a la aventura de descubrir un mundo página a página, sorprendiéndose ante lo desconocido.

(Imagen — Lisbeth Zwerger)

EL RELOJ Y EL TIEMPO

“El reloj hace tic- tac, Las saetas son convoyes que cruzan un desierto — escribe Virginia Woolf en ”Las olas” —. Las negras rayas en la cara del reloj son verdes oasis. La saeta larga se ha adelantado en busca de agua. La otra avanza penosamente a tropezones sobre las ardientes piedras del desierto. La puerta de la cocina bate una sola vez. A lo lejos ladran perros salvajes. Mira, el lazo en el trazo del número comienza a llenarse de tiempo, contiene el mundo en su interior. Comienzo a trazar un número, y el mundo queda enlazado en él, y yo estoy fuera del lazo, que ahora cierro — así— , sello y completo. El mundo forma un todo completo, y yo estoy fuera de él, llorando, gritando “¡ Salvadme, de ser expulsada para siempre del lazo del tiempo!”

(Imagen— reaktorplayers)

LA CONSTANCIA EN EL AMOR

La constancia en el amor — dice La Rochefoucauld — es una inconstancia perpetua, que hace que nuestro corazón se adhiera sucesivamente a todas las cualidades de la persona que amamos, dando la preferencia a una o a otra ; de manera que esta constancia no es mas que una inconstancia detenida y reafirmada en un mismo sujeto.

Existen dos formas de constancia en el amor: una viene de que se encuentra sin cesar en la persona que amamos nuevos motivos para amarla, y la otra viene de que es un honor para nosotros ser constantes.

(Imagen —Susan Ritcher Knox)