
Pero como ocurre, sin embargo, en muchos cuentos, la solución simplemente estaba cerca de allí, en una concreta calle de la ciudad, exactamente en el café de una plaza situada frente por frente a la casa del joven escritor, aquel Andrés R. que paseaba y volvía a pasear sin acertar a ver cómo empezaría de una vez su historia, ya que seguía sin tener el personaje.
Su personaje, sin embargo, llevaba tiempo sentado en el café de enfrente. Sin ser visto por el escritor, sin ser reconocido por nadie, el personaje había pedido una solitaria copa de coñac, una copa con la que jugueteaba sobre la mesa de mármol. De vez en cuando, apartando los visillos de la ventana del café, miraba hacia arriba, hacia el piso del escritor, al otro lado de la acera, y seguía aquel ir y venir tras aquellas luces encendidas donde se debatía inseguro el joven escritor cuya sombra pasaba una y otra vez tras la ventana.
Los personajes muchas veces son más astutos que los escritores, esperan, aguardan, intuyen más, conocen mejor los entresijos de una historia y por dónde ella puede deslizarse, saben disfrazarse, apostarse y ofrecerse al autor en situaciones muy cruciales, incluso pueden trabajar a la vez con distintos autores porque consiguen adquirir diversos tonos, emplean vocablos muy precisos, un léxico apropiado para cada novela o para cada cuento, asoman y de repente se esconden, son así, en el fondo juguetean con la imaginación del autor, porque se consideran imprescindibles, y realmente lo son, muchos de ellos quedan para siempre por encima de sus autores, y hasta a algunos se les recuerda en las calles con estatuas, como por ejemplo aquel célebre comisario de policía francés que se inmortalizó mucho más que su creador, un novelista belga.
Todo esto lo conocía muy bien el personaje del café que continuaba acariciando con los dedos su copa de coñac y seguía mirando con curiosidad y una mezcla de escepticismo la casa de enfrente, las idas y venidas del escritor incipiente El personaje de la copa de coñac sabía que él no era un personaje importante, era un personaje gris, había nacido hacía más de sesenta años en un puerto de mar, se había casado dos veces, tenía tres hijos de distintas mujeres y por culpa de la bebida y de los malos hábitos, estaba solo, apartado de la familia y de la sociedad y dormía desde hacía años entre cartones bajo los soportales de distintas ciudades aguantando el frío y la intemperie. Se llamaba Bruno pero no revelaba su apellido. El sí sabía que no era un personaje importante pero en cambio conocía bien la riqueza de su biografía, que era lo que realmente podía ofrecer a los escritores. Con su figura pequeña, sus ojos vivos y brillantes, y siempre envuelto en una vieja gabardina, poseía como una doble personalidad: en las épocas en que dejaba de beber, su cuerpo se enderezaba, se erguía, adquiría una digna estatura dentro de su pequeñez e incluso podía emanar de sus mejillas por fin afeitadas un olor a cierta colonia que él acababa de conseguir. En cambio, cuando se sumergía en la bebida, su cuerpo se achicaba, toda su columna vertebral se inclinaba hacia delante, arrastraba los pies, tan solo quedaban límpidos sus ojos que miraban la botella como si fuera su desahogo y su tormento. Recordaba muy bien aquellas reuniones nocturnas bajo el frío en que venían caritativos estudiantes a verle y a traerle café cuando dormía bajo los soportales y entreabriendo un poco los cartones como si de un cuarto de estar se tratara los iba recibiendo un poco emocionado, respondía amablemente a sus preguntas y todos, sentados en corrillo en el suelo, improvisaban una tertulia casi familiar en torno a un vaso caliente. Pero fue en una de aquellas reuniones nocturnas cuando le sucedió algo inesperado. En la segunda fila del corrillo, ocultándose en parte tras los cartones, con los ojos bajos, descubrió el rostro de uno de sus hijos, David, el mediano, a quien hacía años no veía. Era un muchacho espigado y bien vestido. David no levantó los ojos en ningún momento para saludar a su padre. Y cuando alguien del corrillo le preguntó a Bruno por qué no dejaba aquella vida desordenada y volvía a su casa, Bruno miró fijamente a su hijo y David en cambio siguió con los ojos bajos, sin pronunciar palabra.
Todo aquello, y mil cosas más, formaba parte de la vida del personaje que apuraba ahora su copa de coñac. Si el escritor incipiente hubiera conocido todo esto, Andrés R. habría dejado de pasear arriba y abajo de su piso buscando al personaje. Pero el personaje no llegaba. Al fin el personaje del café de enfrente se levantó de su silla, pagó su copa de coñac y salió a la calle. Cruzó la calle en la noche y la cruzó erguido y enderezado el cuerpo, como en sus mejores momentos de sobriedad. Cruzó y entró en el portal de la casa del escritor, subió silenciosamente los pisos y, encontrando la puerta entreabierta, vio al escritor de espaldas, aturdido, sentado ante su página en blanco. Entonces, como suelen hacer los personajes en muchas de estas ocasiones, el personaje se acercó muy despacio por detrás, puso las dos manos sobre los hombros del escritor, procuró transmitirle todas sus vivencias, y el escritor pudo así empezar su historia.”
José Julio Perlado
( del libro ”La mirada”)
(relato inédito)
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(Imagen — Arthur Tanner— fox-trotskista)