EN AQUEL PAÍS


En aquel país estuvo cruzando el paisaje un tiempo que yo no sabría definir, la velocidad del paisaje era tan lenta que yo creo que aquella mañana, al despertar, siguieron pasando despacio paisajes y animales y plantas que yo había conocido en diferentes épocas de mi vida, así como calles y ciudades, también olores, por ejemplo aquel olor a tierra mojada que a mí me gustaba de niño. De las paredes comenzaron a desprenderse fotografías de amarillento oro de mis antepasados, cada uno enseñándome el cuarto donde había vivido: muebles sostenidos por alfombras de nudos, jarrones rozando cortinas y la risa de mi madre niña conservada en una caja de cristal. Ya he escrito muchas veces que en aquel país no hay cansancio y cuando aparecieron todos mis amigos, sobre todo aquel con quien yo había compartido tantas cosas, el atardecer se alargó y el camino que salía de mi mismo descendió cuesta abajo hasta el mar y aquel ir y venir de las olas me recordó al mar antiguo. Me di cuenta de que aquel era el mar de mi juventud, el mismo azul y verde y la misma agua salada, el mismo que había visto en mi vejez, sentado en aquel banco, con mi sombrero blanco y mi bastón de mimbre.

En aquel país las tardes solían tener un color violáceo bellísimo, el sol suspendido entre nubes y las nubes detenidas entre la luz y la sombra, esperando a que yo acabara de mirarlas. Después pude disfrutar con toda la familia. Los niños iban y venían trayéndome cosas que arrastraban con hilos de magia, corrían hasta el umbral para hacerse mayores pero volvían más niños aún, señalando con los dedos los porqués. La ausencia de dolor en aquel país era tan presente que al dolor nadie lo nombraba jamás, ni siquiera para recordarlo en el pasado porque nadie sabía muy bien cómo había sido el dolor, ni tampoco el olvido, ni la separación, porque la sensación que hay es que de este país uno no ha salido nunca, ni existe otra cosa, ni la hubo, ni la volverá a haber, y hay un gran sosiego de seguridad en el que los limites se pierden, y uno va caminando entre los niños y los mayores, y el primer amor y los amigos y mi madre y las charlas con mi padre, y el campo va oscureciéndose sin notar en qué día se está porque no hay día, tan sólo una luz que es la misma con la que hemos soñado siempre, una luz que se adelgaza en el horizonte y que siempre quisimos retener.

Luego vinieron los viajes en aquel país. Las carreteras, como ya en otras ocasiones he explicado, tienen aquí la sorpresa del riesgo, pero es un riesgo aventurado y sin peligro, el punto de emoción por descubrir un nuevo paisaje, sobre todo cuando cada estrella es un ángel y de los árboles van cayendo angelillos arracimados y el polen es una seda de ángeles transparentes
También en aquel país los objetos ruedan con sonidos que nunca revelaron antes, como la fidelidad anillada que lleva mi mujer en el dedo y que giró como un espejo, y entraron y salieron de ella conversaciones que habíamos tenido los dos, cuando hablábamos de nuestro futuro y hacíamos planes para desempolvarlos de la fatiga.

También vi en aquel país los artesonados de las nubes en tempestad y el trazo del arco iris, una media luna hecha de música en donde cada color era un sentimiento y la franja del arco iris tenía una balaustrada donde estuvimos apoyados toda la tarde viendo pasar los siglos

José Julio Perlado

( Imágenes— 1- Gabar Jonas/ 2-Robert Mccall/ 3-Ibex nebula/ 4- foto Andrew Council- the new york times/ 5- Foto NASA- Science institute- the new york times)