
¡ Y una mañana de verano en julio! ¿Acaso alguien, excepto un cazador, ha experimentado jamás el deleite de pasear entre los arbustos al amanecer? — escribía Turguéniev en sus “Relatos”— Los pies dejan marcas verdes en la hierba cargada y blanca de rocío. Apartas los arbustos mojados y el cálido aroma acumulado durante la noche casi te sofoca; el aire está impregnado con la fragancia fresca y agridulce del ajenjo, el olor a miel del alforfón y el trébol. Más allá se eleva un bosque de encinas como una muralla, que brilla con un resplandor púrpura bajo el sol; el aire aún es fresco, pero ya empieza a sentirse el calor. Semejante exceso de aromas dulces hace que la cabeza se sienta un poco mareada. Y los arbustos continuan sin fin. A la distancia el centeno maduro se ilumina de amarillo y hay estrechas franjas de alforfón rojo óxido. Luego se oye el sonido de una carreta; un campesino avanza a paso de hombre y dirige el caballo hacia la sombra antes de que el sol comience a calentar. Lo saludas, sigues de largo, y después de un rato oyes a tus espaldas el sonido metálico y chirriante de una hoz. El sol se eleva más y más, y la hierba se seca rápidamente. Ya hace calor. Pasa una hora, luego otra. El cielo se oscurece en los bordes y el aire inmóvil arde en llamas.”
(Imagen —Isaac Levitan)