
Las marineras examinan ávidamente su interior. Las que contenían langostinos, con su transparencia de cristal blanco y denso están separadas como materia preciosa. Junto a la única puerta del pueblo brota una fuente de la roca. Peñíscola empina sus ventanas sobre el mar, es una población de calles pendientes y angostas. Dos hombres siguiendo a sus caballerías, que llevan herramientas agrícolas salen de este pueblo de pescadores para cultivar sus parcelas de campo en la zona continental. Aquellas viejecitas de manos pajizas van por estas calles pinas y tortuosas a las novenas, miran el cielo en días borrascosos y piden juntando las manos que se aplaquen las olas.
Las murallas escalonadas y los baluartes y torreones que se encaraman sobre el peñón, aprietan en lo más alto la mole del castillo. El mar, de un azul hermoso y amable, lanza contra los peñascales, como ramos de flores, las espumosas crestas del oleaje. El juego de luces y sombras es único en Peñíscola. Anochecido, cuando comienza el eterno coloquio entre el faro y el mar, las casas regalan a la bahía una sarta de luces que la bahía se prueba como collares. A nuestros pies, en lo hondo del acantilado, se percibe el rumor ronco incesante, de las olas que se estrellan contra los peñascos.”
(Imagen— Peñíscola — wikipedia)