Lento escribir. Avanzo cada día cuatro o cinco líneas. Cada vez me acuerdo más de los pintores y de su trabajo. Cuando ellos pasan y repasan su mezcla de colores muy despacio con el pincel para ir consiguiendo el matiz de una sombra o perfilar o suavizar un tono, comprendo su paciencia reiterada que no decae hasta que poco a poco se va consiguiendo lo que quieren. Vuelven y vuelven otra vez para conseguir el matiz o el claroscuro. O el efecto de luz. Así la escritura. Al menos así me ocurre en este relato. Hay que releer mil veces todo lo anterior, suavizar las fisuras, ir mezclando la historia de Japón con la invención propia, con la prosa que luego discurrirá y se elevará – espero – con sencillez. Por eso no se avanza a veces en toda la mañana más que cuatro o cinco líneas.
Ayer nos dijo el astrofísico americano George Ellery Hale en la tertulia de la tarde que si un día de estos queremos salir de excursión nos encontraremos de repente con que hay luces en el cielo nocturno. No tenemos que asustarnos, añadió. Son fenómenos sorprendentes y curiosos que a veces dejan marcas, indoloras al principio, pero constantes, difíciles de quitar. He aprendido a considerar el Sol — nos dijo también — como una estrella típica, como un anillo en la larga cadena de la evolución, y por ello me libré de especializarme exclusivamente en la investigación solar. Aún observo con mucho agrado los objetos microscópicos, me convenzo cada día más de que las maravillas vistas con el pequeño microscopio de los días de mi infancia son tan extraordinarias como las que revelan los mayores telescopios en el cielo.
Unos cuantos, pues, más animados y atrevidos, hemos querido salir esta mañana eternidad arriba en busca de las luces del cielo nocturno, difíciles de descubrir, porque aquí no hay día ni noche, todo es eternidad, pero de repente nos hemos encontrado con que el arco iris no existía como tal, me refiero a su forma completa, y en vez de mostrar su secuencia continua de colores del violeta al rojo, han aparecido en él únicamente algunas regiones iluminadas. Los gases y los elementos que constituyen la luz en el cielo nocturno nos mostraban sobre todo una luz verde muy intensa, causada, según dice algún entendido, por la mezcla de un gas muy raro. Aquello nos ha estremecido. Menos intensa en cambio era la luz roja, debida, según dicen también, al oxígeno.
Lo cierto es que hemos vuelto todos muy desconcertados. Algunos con la cara completamente transformada. Unos verdes y otros rojos. Yo sigo con la cara absolutamente verde, los ojos también. Viendo la eternidad completamente verde, cosa que nunca me había pasado, espero que el tiempo me quite ese color. Pero aquí no hay tiempo. Con que simplemente espero.
Me acuerdo, cuando yo vivía en Roma, en 1965, la tiendecita de libros de la Plaza de España con sus puertas abiertas de par en par y la figura en pie de Jaime Sabartés el que fuera muchos años secretario de Picasso, hablándome de “Las Meninas”. No estaba Sabartés en persona pero sí su voz hecha letra en aquella introducción que él escribió sobre ese capítulo de la obra de Picasso y que yo me detenía a leer. “¿Por qué “Las Meninas” y no otro cuadro? ,se preguntaba Sabartés. No lo sabemos. No podemos olvidar que había pensado mucho en el cuadro de Velázquez en cuanto lo vio en Madrid. Yo creo que aquella tela le perseguía Es una opinión muy personal. “Las Meninas” de Velázquez son, para mí — decía Sabartés—una comedia; quizá sea por los efectos de los personajes representados, vestidos a los modos de la época, por sus gestos y por la disposición con que nos los presenta Velázquez. Picasso abandonó su habitual taller para pintar estas “Meninas” ( los biógrafos de Picasso recuerdan que en el verano de 1957 Picasso dejó el piso bajo de su residencia de La Californie donde le interrumpían constantemente y se instaló en la planta superior, en compañía de las palomas, que luego dibujaría en el cuadro. Trabajó constantemente día tras día, a menudo hasta altas horas de la noche. Nada mostró a nadie de lo que hacía, excepto a Jacqueline. Se ha dicho que en sus “Meninas” hizo caso omiso de la perspectiva de Velázquez, lo cual incrementa lo que podríamos llamar calidad onírica de los cuadros).El artista se había apoderado de “Las Meninas” de Velázquez en veinte telas, de tamaños variados. Hasta el flemático perro de Velázquez se convirtió en el perro telonero que hacía poco el fotógrafo David Duncan le había regalado. Era su perro, el perro que tenía siempre delante de los ojos.
Picasso, por temperamento —continuaba Sabartés— tenía pánico a los lugares comunes, desconfiaba de la aprobación de la multitud y obtener fácilmente los aplausos del público, le preocupaba. A Picasso le interesaba la infanta. Se ha ocupado ude ella más que de los otros personajes. Entre cuarenta y cinco estudios analíticos, la retrata a ella sola diecinueve veces, para intentar descubrir en qué consistía su mérito, y cuánta parte había tenido Velázquez en todo esto, discutiendo sin tregua consigo mismo, desfigurando, para no caer en el equívoco de quien se limita a copiar. En el fondo, era un trabajo minucioso de bisturí y no superficial sino de diálogo continuo.
Porque de un diálogo se trata, a veces sereno, a veces violento, que culmina en grito: expresiones mordaces, en ocasiones brutales, que provocan siempre reacciones. Todo eso duró cuatro meses. En aquel retiro del segundo piso, Picasso recibe la luz de una gran puerta- ventana que da a una especie de terraza sobre un parque. Allí anidan las palomas. Era un lugar construido un año antes y lleno de palomas de especies muy diversas y de todos los colores. Y el 7 de septiembre el pintor abre un paréntesis en su trabajo y pinta una serie de nueve cuadros de palomas, encuadradas en la gran ventana que da al mar.
El vuelo de los pájaros— prosigue Sabartés— ha distraído a Picasso y a la vez le ha restablecido con el contacto entre su silencio interior y lo externo: el aire, la luz, la brisa marina vista al fondo, traen al “taller” la idea contraria al recogimiento. El 2 de diciembre, la presencia de Jacqueline sobre una tela confirma la hipótesis de que la vida ha vuelto al “taller”, el mundo exterior le ha invadido.Con el mes de diciembre, tan dulce en aquel ángulo de la Riviera, todo entra por el balcón. El año acaba con el último retrato de la Infanta Margarita, pintada por Picasso precisamente el 30 de diciembre de 1957.
Esta idea, Picasso la ha tomado del cuadro de Velázquez pero con otros vestidos, libre de cualquier convención, como una muchachita de hoy que se acercara a hacer reverencia, inclinándose sobre la vida, al estar a punto de entrar el Año Nuevo.
” El instinto me hizo intentar la fuga, pero una lluvia de vigas y escombros me cerró el paso. A duras penas logré llegar al vestíbulo y bajar al jardín, pero entonces se apoderó de mí una gran debilidad e hice un alto para recuperar mis energías. Sólo entonces noté sorprendido que estaba completamente desnudo. ¿Qué había pasado con mis calzoncillos? ¿Qué había ocurrido? Me miré. Tenía todo el lado derecho del cuerpo cubierto de cortes pequeños y heridas de las que salía sangre en abundancia. Una astilla sobresalía de un desgarrón en el muslo. Llevándome una mano a la cara sentí que tenía un desgarrón en la mejilla y el labio inferior partido porque colgaba de forma antinatural. En el cuello tenía atravesado un trozo grande de vidrio. Concentré toda mi atención en esa herida y en mi mano ensangrentada.
¿ Dónde estaría mi mujer?
Sólo entonces me alarmé y la llamé a gritos:
— ¡Yaeko san! ¡Yaeko-san! ¿Dónde estas? Del cuello me brotó un borbotón de sangre. ¡Yaeko – san, dónde estás? ¡ Ha caído una bomba de quinientas toneladas! ¡Yaeko-san, ¿dónde estás? ¡Ha caído una bomba de quinientas toneladas!
Una Yaeko-san pálida y temblorosa, con las ropas desgarradas por la sangre, apareció entre las ruinas de nuestra casa sosteniéndose un brazo
—Tenemos que salir de aquí lo antes posible.”
Esta es parte de la carta que le envió la enfermera japonesa Nishii Saeki, del Hospital de Comunicaciones de Hiroshima, a Hisae Izumi que en aquellas semanas se encontraba dando charlas en Paris. Nishii Saeki era una de las ayudantes del doctor Michihiko Hachiya, que luego se haría famoso con su “Diario de Hiroshima”. Esta carta tenía fecha del 21 de agosto de1945, veintidós días después del relato que en su despacho le dictó el doctor a la enfermera el día en que cayó la bomba devastando la ciudad, es decir, el 6 de agosto de ese mismo mes.
Hisae quedó estremecida al leer esta carta. No es la única que le mandaron. Era una carta circular. Hacía muchos años ella había vivido una guerra en Japón — las largas guerras de Onin en 1467 — y la había vivido directamente, observando de cerca los combates y también la figura de los contrincantes y caudillos. Había vivido y había contado en tres famosas cartas que dieron la vuelta al mundo los colores de la guerra, aquellas tres cartas que ella había escondido bajo las ropas de los cadáveres en las calles de Kyoto — aquel color rojo de sangre de Yamana Soren y aquel color negro de la armadura de Osokawa Katsumoto, su contrincante —-, pero ahora hasta el color era distinto. Todas las cartas que le estaban llegando desde Hiroshima a París ( la enfermera Nishii Saeki copiaba día tras día lo que el doctor Hachiya le iba dictando y luego ella lo enviaba por todo el mundo para dar cuenta de lo que ocurría), tenían un olor, e incluso un sabor, a ceniza. Cinco siglos después hasta incluso los colores de la guerra en Japón se habían transformado. Los edificios devastados, los miembros colgantes de los supervivientes que caminaban como fantasmas, eran todo pura ceniza, fuego y ceniza como único paisaje, una bomba extendida por las ciudades y los campos, por los ojos, los pies y los dedos de las manos.
“Para llegar al río — le contaba a Hisae la enfermera Saeki en otra de sus cartas — vi algo sencillamente horrendo. Era increíble. Un hombre muerto que permanecía montado en su bicicleta, recostada contra la barandilla del puente. Parecería que la mayor parte de los muertos estaban en el puente o debajo de su estructura. Se veía que muchos habían bajado a buscar agua al río, y que la muerte les había sorprendido casi en el acto de beber. Unos cuantos infelices, todavía con vida, seguían en el agua , chocando con los cadáveres que flotaban aguas abajo. Miles de personas debieron de huir al río tratando de escapar de las llamas, y perecieron ahogadas.”l
Hisae se encontraba paralizada ante aquel aluvión de cartas que seguía recibiendo. Era la primera vez que estaba lejos de su. querido Japón en momentos dramáticos y nada podía hacer. Sólo leer y leer aquellas cartas y pensar en Hiroshima.
( Imágenes— 1, 3 y 4- wikipedia/ – 2- reloj marcando las 8, 15 del 6 de agosto de 1945 foto (AP-Photo/ja/Yuichiro Sasaki/UN)
Las cartas parecen haber desaparecido. Queda el tecleo en el ordenador o en el móvil, queda la voz, la yema del dedo que nos informa sintetizando lo que pasó con nuestra salud, nuestros problemas económicos, el deseo de nuestros amores, la protesta contra las injusticias, las separaciones y despedidas, el lazo que intenta unir nuestras distancias, pero todo eso se hace ya sin papel, sin apoyar la muñeca en la mesa y tomar una pluma o un bolígrafo. No sé dónde van a encontrar vestigios escritos importantes nuestros historiadores.
Y sin embargo, las cartas y la correspondencia son vitales para completar el perfil de una persona, son la coronación de su biografía. Ahora se publican las cartas de Proust. Pero hace muchos siglos aparecía en una carta del griego antiguo Aristeneto la descripción de un bellísimo jardín, el poeta latino Horacio le escribe una carta a Quincio contándole con exactitud topográfica cómo es su finca de La Sabina y aprovecha para decirle que no debería de moverle los falsos elogios que el público le brinda. En España, Cristóbal Colón escribe a Luis de Santángel, escribano de la nación de los Reyes Católicos, dándole cuenta de los primeros descubrimientos en las Indias Occidentales, con sus islas, gentes y ciudades; Diego Monfar a su señor le imita en una carta la graciosa forma que en el siglo XVll hacían las veces de periódicos; Santa Teresa de Jesús le da las gracias a Don Lorenzo de Cepeda por un envío de dinero; Salas Barbadillo le escribe a un amigo de Castilla la Vieja en una carta sobre el estilo con que se ha de comportar cuando venga a Madrid; Melchor Gaspar de Jovellanos le manda una carta a don Mariano Colón, Duque de Veragua, desde el monasterio del Paular describiéndole la belleza del lugar, la paz de los monjes y una meditación sobre su propia vida que le deja insomne en la noche.
Todo son cartas. La Historia está llena de cartas. Es la comunicación entre los hombres. Sus desahogos, aspiraciones, sorpresas: todo es compartido. Necesita comunicarse. Es la relación del ser humano con otro que hoy vemos idéntica, con el dedo de los jóvenes — y menos jóvenes— tecleando, conforme van andando, emociones, experiencias y descubrimientos.
Casi no hay papeles. ¿Se lleva el aire todos esos sentimientos?
José Julio Perlado
(Imágenes – 1- Charlotte Bronte- Foto Time Life Pictures – Getty images/ 2-Hemingway – 1947- local captación/ 3- Dostoievski – pintado por Wassili Perov- 1872/4- carta de Elvis Presley ofreciéndose a Nixon como agente narcotraficante- la vanguardia)
Tienen que subir ustedes — nos recomendó el guía a los que estábamos en la sala —- a lo largo de este manto o vieja capa de color azul verdoso con la que se envuelve este personaje, Menipo, en este cuadro de Velázquez datado en 1639 o 1640, para descubrir al final, en su cara— casi lo único que vemos de su cuerpo — en su mirada, la burla, el desdén, la mueca un poco altanera y despectiva con que nos mira. Nos mira como despidiéndose embozado, como sorprendido de que aún estemos aquí mirándole, no se sabe por qué, por qué le miramos tanto, parece preguntarse, la mano izquierda asomando bajo el abrigo y el tosco chambergo usado que hace resaltar su barba blanca. Cubren sus pies y parte de las piernas grandes y usadas botas de ante.y calzas raídas, como las describen muy bien algunos relevantes historiadores del arte. A los pies del personaje, Velázquez ha pintado un infolio abierto, otro libro encuadernado en pergamino y apoyado en un rollo de papel, y tras ellos, a la derecha, como ustedes ven, una jarra de vino en inestable equilibrio. El pintor no nos explica más significados. Es únicamente lo que vemos sobre un fondo bastante luminoso, más intenso en la parte baja, destacando el jarro en ocre. El personaje que aquí se nos presenta es el de un filósofo antiguo, griego, nacido al parecer en Gadara hacía el año 270 antes de nuestra Era. Estaba situado, según los especialistas, entre los cínicos, por su desdén hacia las apariencias y distinciones sociales. De origen esclavo, pudo comprar quizás la ciudadanía de Tebas con el producto de sus poemas satíricos contra los epicúreos. Su aspecto astroso, y a la vez majestuoso, es el del típico mendigo español, y este cuadro fue pintado para el pabellón de caza construido en el monte del Pardo, cerca de Madrid, llamado «La Torre de la Parada», pabellón que se convirtió más tarde en un valioso museo de pinturas donde fue a parar la larga serie de las Metamorfosis de Ovidio, pintada por Rubens. A este pabellón, que estaba reservado en exclusiva para la Corte, nadie más tenía acceso. Allí se recopiló el conjunto más importante sobre temas de mitología.
Este cuadro, pues, que ustedes ven aquí —concluyó el guía— ha estado durante años en el museo del Prado, exactamente desde 1819, y en este momento se encuentra en este “Museo de la mirada” precisamente por esa mirada de desdén y casi de burla que lanza hacia el mundo y hacia nosotros. Es una mirada especial. Una mirada inusitada que sin duda nos asombra.
José Julio Perlado
( del libro “La mirada”)( relato inédito)
TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
(Imágenes- 1- Velázquez- Menipo- museo del Prado/ 2- Velázquez- wikipedia /3- Menipo)
Como si consultáramos a Umberto Eco o a Georges Perec en su obsesión por las listas, he aquí que Alberto Manguel nos habla de los objetos expuestos en lo que se considera el primer museo universitario del mundo, llamado el Museo Ashmolean de Oxford, fundado en 1683. Dos botánicos y jardineros del siglo XVll, padre e hijo, ambos llamados John Tradescant, presentaron estas piezas.
Allí, acercándonos a sus vitrinas y hurgando en sus rincones, hallamos lo siguiente:
-un chaleco babilónico
– Diversas clases de huevos de Turquía, uno de ellos tomado por un huevo de dragón.
-Huevos de Pascua de los patriarcas de Jerusalén
-Dos plumas de la cola del fénix.
– La garra del Ave Roc que, según informan los autores, es capaz de levantar un elefante.
-Un dodo de la isla Mauricio; como no es tan grande, no puede volar.
-Cabezas de liebre, con rugosos cuernos de diez centímetros de largo.
– Un pez sapo, y uno con espinas.
– Diversas piezas talladas en semillas de ciruela.
La aceptación de sí mismo no la enseñan en ninguna parte. La enseña a veces el espejo, pero hay que estar atentos porque lo primero que enseña el espejo cuando el tiempo pasa sobre el cristal es el asombro, la sorpresa, en ocasiones la incredulidad, ¿ cómo ha podido ser así? , ¿qué me ha ocurrido a mi?, ¿cuándo me ha ocurrido?, uno no recuerda si fueron aquellos granos de sol sobre la cara cuando estuve tumbado en la piel del verano, los ojos cerrados, la sal navegando en el horizonte, el velero de sal apenas hinchado en la tarde, una especie se sueño que me entró y entonces, en silencio, se posó suave y firmemente esta arruga que no se me va, hermana de esta otra arruga que también se ha quedado al lado de la boca y que me ha dejado esta marca que tampoco tenía, o quizás las noches de llanto por aquel disgusto que ya pasó, un disgusto tremendo y liviano como todos los disgustos, pero que me dejó los pómulos enflaquecidos, me marcó el surco de los años de improviso porque yo no tenía el surco de los años, los años los guardaba en pupilas brillantes, entonces las bolsas bajo los ojos cayeron imperceptiblemente, ¿de noche o de día?, las bolsas bajo los ojos no hacen ruido al caer, ¿ qué peso tienen?, ¿por qué caen?, la pupila deja caer las bolsas mientras mira impasible cómo pasa el tiempo sobre el cristal de este espejo que dice siempre la verdad, le han educado para decir siempre la verdad, y de repente, cuando uno se acerca más al cristal, oigo la frase que suelen decir los cristales cuando están a solas con uno : Has de aceptarte a ti mismo. Lo dicen tan bajito y tan lejano que parece que no lo han dicho. Quizá no lo han dicho, me miento. De todos modos me ha quedado una duda. .¿Y si no me acepto a mi mismo? Pero está la arruga al lado de la boca, hay otra arruga más ahora, inesperada, que acaba de aparecer en el arco de la frente, está el pómulo enflaquecido, están las bolsas bajo los ojos. Y están los ojos. Los ojos siempre brillantes.
Me repite el cristal: “Has de aceptarte a ti mismo.”
Papini le hace decir a Haendel’ en su “Juicio Universal’: “Puedo decir que sólo una pasión llenó y guió mi vida: la música. Pasión devoradora, consumidora ; pasión soberana y dictadora de todo mi aliento. No sufría exactamente de la sed de escuchar música, sino, sobre todo, del hambre de componerla, crearla, darla. En mi larga, y a veces, miserable vida, únicamente soñé con expresar mi espíritu por la música, sólo me propuse traducir todos mis sentimientos y mis pensamiento en obras de música. Durante medio siglo seguido compuse sonatas, conciertos, dramas, oratorios, coros y jamás estaba satisfecho ni nunca me sentí cansado. No fuí un hombre, sino sólo un mediador de sonidos, un revelador de armonías, un dispensador de melodías. Allí estaba mi gozo, allí todo mi poder. Me agradaba llamar para que se reunieran a centenares y millares de almas diversas que acudían al cebo del placer, y yo las tenía con mi música , en una misma emoción, las sometía a un único sueño, las elevaba a un orden más divino, los hacía a todos semejantes, a todos concordes, a todos mejores. Y esta victoria del arte me parecía asimismo, obra de misericordia, milagro de caridad.
Me parecía que era una necesidad para los hombres el componer y gozar de la música. Estaba persuadido de que para comunicar algunos sentimientos más raros y elevados, algunos pensamientos más oscuros, pero no por esto menos divinos, no bastaban las palabras de los idiomas comunes, o mejor aún, que el lenguaje ordinaria era lazo y traición. La parte superior del alma, la punta extrema, las cimas y las cumbres espirituales sólo podían manifestarse, a mi parecer, por medio de la música. Sólo la música podía decir lo indecible, sólo la música hacía capaz al hombre de responder a Dios en aquel diálogo eterno que, con demasiada frecuencia, fue monólogo (…) Cuando de improviso me subió del corazón el tema del Aleluya de mi “Mesías” , sentí que en aquel instante había recibido un don, una cierta palabra de la lengua de los ángeles. (Imágenes- 1- Haendel – 1726- atribuido a Baltasar Denner- Foto dea picture library- Gety images/ 2- Haendel – philippe Mercier- wikipedia/ 3-Westminster- 1790- wikipedia)
Alberto Manguel se plantea en su “Historia natural de la curiosidad” una serie de preguntas interesantes. ¿Cómo razonamos? ¿Cómo vemos lo que pensamos? ¿Cómo preguntamos? ¿Quién soy? ¿Dónde está nuestro lugar? ¿En qué nos diferenciamos? ¿Qué podemos poseer? ¿Cuáles son las consecuencias? ¿ Cómo podemos poner las cosas en orden? ¿Por qué suceden las cosas? ¿Qué es verdadero?.¿ Qué queremos saber?
Siempre he pensado que para plantearse estas preguntas se necesita un espacio y un tiempo de silencio. O mejor dicho, sucesivos y serenos espacios de tiempo y de silencio. La vida contemporánea — y la vida anterior, lo que fue la vida de las flechas, los arcabuces, los cadalsos, el polvo de las caballerías desbocadas, los pasillos de intrigas, el fulgor de los descubrimientos, los amores impetuosos, las venganzas, los rencores, las conquistas… , y tantas ocasiones de prisas entremezcladas cada una a su ritmo —-se ha precipitado ahora con ruidos nuevos, insospechados, desde el tráfico a las preocupaciones, las huidas de las depresiones, las ansias de llegar (¿ adónde?), espejismos de la fama, temores antes desconocidos, insomnios, velocidades, trabajos, más velocidades, más trabajos, la aceleración de las pantallas múltiples…., y entonces ¿dónde encuentro esos espacios y tiempos de silencio? Es otra de las grandes curiosidades que son difíciles de contestar. Quizás ante el mar, quizás en la montaña, si no tenemos la inquietud y ansiedad de dejar el mar cuanto antes y de dejar la montaña en cualquier momento para volver a las carreteras del ruido. Pocas veces encontramos espacios de silencio. Se vive para llegar a fin de mes y para que el mes siguiente se pueda llegar a fin de mes y para que el mes siguiente ocurra lo mismo…, y luego viene la edad, trocitos de edad que uno va anotando en sus cumpleaños y al fin llega, casi inesperada, la edad postrera. la almohada de la edad horizontal en que sí, llegan hasta nuestro cuarto espacios de silencio y de esos espacios de silencio asoman las preguntas y las curiosidades que uno no pudo contestarse antes porque se dedicó a vivir, que era lo más importante, más que preguntarse quién era uno mismo.
…la Tierra ha perdido su solidez y su asiento — recuerda Julien Gracq —, esa colina, ahora, la pueden arrasar a voluntad, secar ese río, disolver esas nubes. Se acerca el momento en que el hombre no tendrá ante sí nada más que él mismo, y sólo un mundo enteramente rehecho con sus manos, ‘según su idea” —- y yo dudo de que en aquel momento pueda descansar para gozar de su obra, y juzgar que esa obra era buena.
A mí, durante años, me ha “perseguido” el tema de Japón. Nunca he estado en Japón, creo que nunca iré allí, pero cuando veo la señal de los libros comprados en París, por ejemplo, sobre temas japoneses, me asombra el misterio. ¿Qué pasaba en París en 1969? Pues que yo vivía allí, sumergido en mil asuntos políticos y sociales diversos en razón de mi trabajo profesional. Bajo las arañas iluminadas del Palacio del Elíseo conocí a De Gaulle y a André Malraux, los martes me dedicaba a escuchar a los vietnamitas discutir con los diplomáticos norteamericanos para intentar cerrar las “conversaciones del Vietnam”. Había vivido ya en la orilla izquierda de la ciudad la “ revuelta de mayo del 68” ,había conocido a Cohn Bendit, había visitado varías noches el tumultuoso teatro Odeón de las conversaciones políticas y sociales, había charlado ampliamente en su piso cerca de Notre- Dame con Gabriel Marcel y en las afueras de París con el director de cine Robert Bresson, había visto pasear por la orilla derecha de París a Ionesco, Anouilh, Mauriac y tantos otros, había ido a la librería “ La Hune” a comprar, naturalmente en francés, las “Notas de almohada” de Sei Shônagon, el volumen “La vida de la Corte en el Antiguo Japón” de Ivan Morris, “Historias que ahora pertenecen al pasado’, “La novela de Genji” de Murasaki Shikibu, los “cuentos” de Akutagawa Ryünosuke, los “Cuentos de Ise,”y varios libros más en torno a Japón. ¿ Y por qué Japón? Lo ignoro. ¿Por qué no Israel o Grecia, o China? Un enigma. Nadie en mi familia estaba relacionado con Japón, ningún profesor me había hablado de ese país. Y sin embargo, una atracción misteriosa me llevaba a aquel lugar del que escribiría muchos años después. Las primeras líneas de “Una dama japonesa” que estoy publicando poco a poco en MI SIGLO datan de 2013. Cincuenta y cuatro años después de la compra de aquellos libros en París empecé a escribir sobre Japón. Un largo trecho de noches de lectura paseando entre los abanicos y los kimonos que me dibujaba en voz baja Sei Shônagon mientras me acompañaba con su delicado estilo la gran escritora Murasaki Shikibu.
Montañas, plantas, mares, edificios, cosas que hacen abatir el corazón — me decía Sei Shônagon en voz baja — , flores de árboles, pájaros, insectos, cosas elegantes, cosas de las que uno no se acuerda, ríos, puentes, cosas que era necesario comparar, cosas raras, cosas agradables, alegrías de las repeticiones musicales en la fiesta especial de Kamo, cosas que llevan a la melancolía , cosas de una gracia refinada, cosas que causan estupor, cosas penosas, cosas que ganan al ser pintadas, cosas que dan vergüenza, el número de vestidos, los sobrenombres del bambú, cosas que distraen en los momentos de aburrimiento, cosas que no son buenas para nada, cosas envidiables, el viento, las islas, las danzas, la casa de un funcionario, la nieve, la luna, el encanto de un semblante, cosas que dan confianza, el abrigo de las mujeres, las enfermedades, cosas difíciles de decir, canciones, las visitas en los días de lluvia, las visitas en los días de calor, las rupturas y las reconciliaciones, todo aquello me lo ha ido susurrando durante años desde su almohada Sei Shônagon antes de ponerme yo a escribir. Contar la historia de una japonesa lleva naturalmente su tiempo. Por ello Hisae Izumi es mi gran amiga y con ella recorreré el camino hasta el final.
El 8 de octubre de 1966, en el periódico Minichi de Tokio, apareció una fotografía de Hisae Izumi vestida con un kimono amarillo de flores malvas en la puerta de un famoso taller- almacén de pinceles de la ciudad, en el barrio de Yanaka, en el taller de Sözö Tanabe, comercio de un célebre coleccionista y vendedor japonés. Aparecía acompañada Hisae en esa fotografía de un hombre de pequeña estatura, cuidadosamente vestido a la manera tradicional europea, un hombre de unos setenta años, de ojos azules muy vivos que lo observaban todo. Se trataba del pintor catalán Joan Miró que en esos días se encontraba de visita en Japón, apasionado e intrigado por las bellezas estéticas del país, sobre todo por sus dibujos, estampas y por su forma de contemplar el mundo, aunque oficialmente había llegado a Japón con motivo de una exposición retrospectiva suya celebrada en los Museos Nacionales de Arte Moderno. Estuvo Miró en Japón desde el 26 de agosto hasta el 30 de noviembre, primero en Tokio y luego en Kioto, y Hisae, que le acompañó durante esa visita en varias ocasiones, quiso dejarlo reflejado en sus Memorias”: “ Yo acompañé a aquel pintor español de no muy alta estatura pero muy amable y encantador, durante varios días a museos, tiendas y diversos lugares, y disfruté con él de largas conversaciones. Especialmente sobre pinceles. Le intrigaban y le apasionaban. Cuando estuvimos aquella mañana en el almacén de Sözö Tanabe, en el barrio de Yanaka, se interesó mucho por la cantidad de pinceles que el artesano Tanabe había ido elaborando y conservando durante años y el pintor español, entusiasmado, fue mirando uno a uno los cuarenta pinceles que el artesano le mostraba explicándole las características de cada uno. Miró estaba dispuesto a comprarlos todos. Yo estuve presente cuando Tanabe se negó en redondo. En absoluto quería desprenderse de ellos. Pero Miró insistió tanto que al fin Tanabe aceptó. El pintor español, sin embargo, no llevaba suficiente dinero para pagar aquella cantidad y tuvimos que ir los tres, el pintor español, el artesano Tanabe y yo hasta el hotel donde se hospedaba Miró para reunir el dinero acordado. Miró, aparte de pagarle, le regaló a Tanabe una preciosa litografía. Luego estuvimos los tres sentados largo rato en el jardín del hotel hablando de pinceles. Pinceles de pelo de comadreja. Pinceles de liebre. Pinceles de cola de caballo. Le interesaba mucho también a Miró la caligrafía, Tanabe había trabajado mucho con calígrafos, y yo a mi vez le estuve hablando de unas cartas que hacía mucho tiempo había escrito con mi personal caligrafía dirigidas hacia el futuro y hacía el pasado, sin explicarle mucho más. Yo creo que no lo entendió bien, naturalmente, pero yo tampoco me esforcé por aclarárselo. De todos modos el pintor español pudo disfrutar varios días después de la caligrafía japonesa y yo le acompañé a una reunión con calígrafos en una casita en principio destinada para la ceremonia del té y donde Miró pudo observar con mucha atención las obras que iban realizando distintos calígrafos con variados estilos hasta el punto de pedir él un pincel para escribir su nombre en alfabeto “katakana”. Y quedó muy contento de ello.
Pero en aquella mañana a la que aquí me refiero y que transcurrió en el jardín del hotel Sözö Tanabe escuchaba todo con gran atención. “Yo he soñado durante muchos años con Japón — le dijo Miró a Tanabe —. En esta ocasión quisiera conocer profundamente la cultura japonesa y su arte. Me interesan sobre todo las pinturas en rollo por sus formas pictóricas y su poesía.” Tanabe asintió. Y le confesó a Miró que dos años antes Picasso le había pedido una serie de pinceles al artesano japonés y según lo que a él le habían contado Picasso, al verlos, exclamó entusiasmado: “Ah, pinceles! ¡Hay mucha variedad! ¡ Qué papel tan bueno es este grueso! Y se puso a pintar!”.
José Julio Perlado
(del libro “Una dama japonesa”) (relato inédito)
TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
(Imágenes— 1- Miró en el templo. Ryoanji de Kioto- 1966- colección particular/ 2- miró – retrato del M C Ricart- 1917/ 3-Miró- Rojo y azul- 1961)
Los momentos de duda — decía Gauguin— , los resultados siempre inferiores a lo que soñamos y lo poco que nos alientan los otros, todo esto contribuye a nuestro desánimo. Y bien, después de todo, qué vamos a hacer sino rabiar y batirnos con todas estas dificultades; incluso derribados, seguir diciendo “todavía”. Siempre, siempre. En el fondo, la pintura es como el hombre, mortal, pero viva, siempre luchando con la materia. Si yo pensase en lo absoluto dejaría de hacer cualquier esfuerzo, incluso para vivir. Contentémonos con ser tal y como estamos hechos.
(Imágenes—1- Gauguin- paisaje de Martinica- 1887- scottish gallery/2- Hombre de Marquesas en Capa Roja 1902 – museo de arte moderno y arte contemporáneo de Liège)