Me acuerdo, cuando yo vivía en Roma, en 1965, la tiendecita de libros de la Plaza de España con sus puertas abiertas de par en par y la figura en pie de Jaime Sabartés el que fuera muchos años secretario de Picasso, hablándome de “Las Meninas”. No estaba Sabartés en persona pero sí su voz hecha letra en aquella introducción que él escribió sobre ese capítulo de la obra de Picasso y que yo me detenía a leer. “¿Por qué “Las Meninas” y no otro cuadro? ,se preguntaba Sabartés. No lo sabemos. No podemos olvidar que había pensado mucho en el cuadro de Velázquez en cuanto lo vio en Madrid. Yo creo que aquella tela le perseguía Es una opinión muy personal. “Las Meninas” de Velázquez son, para mí — decía Sabartés—una comedia; quizá sea por los efectos de los personajes representados, vestidos a los modos de la época, por sus gestos y por la disposición con que nos los presenta Velázquez. Picasso abandonó su habitual taller para pintar estas “Meninas” ( los biógrafos de Picasso recuerdan que en el verano de 1957 Picasso dejó el piso bajo de su residencia de La Californie donde le interrumpían constantemente y se instaló en la planta superior, en compañía de las palomas, que luego dibujaría en el cuadro. Trabajó constantemente día tras día, a menudo hasta altas horas de la noche. Nada mostró a nadie de lo que hacía, excepto a Jacqueline. Se ha dicho que en sus “Meninas” hizo caso omiso de la perspectiva de Velázquez, lo cual incrementa lo que podríamos llamar calidad onírica de los cuadros).El artista se había apoderado de “Las Meninas” de Velázquez en veinte telas, de tamaños variados. Hasta el flemático perro de Velázquez se convirtió en el perro telonero que hacía poco el fotógrafo David Duncan le había regalado. Era su perro, el perro que tenía siempre delante de los ojos.
Picasso, por temperamento —continuaba Sabartés— tenía pánico a los lugares comunes, desconfiaba de la aprobación de la multitud y obtener fácilmente los aplausos del público, le preocupaba. A Picasso le interesaba la infanta. Se ha ocupado ude ella más que de los otros personajes. Entre cuarenta y cinco estudios analíticos, la retrata a ella sola diecinueve veces, para intentar descubrir en qué consistía su mérito, y cuánta parte había tenido Velázquez en todo esto, discutiendo sin tregua consigo mismo, desfigurando, para no caer en el equívoco de quien se limita a copiar. En el fondo, era un trabajo minucioso de bisturí y no superficial sino de diálogo continuo.
Porque de un diálogo se trata, a veces sereno, a veces violento, que culmina en grito: expresiones mordaces, en ocasiones brutales, que provocan siempre reacciones. Todo eso duró cuatro meses. En aquel retiro del segundo piso, Picasso recibe la luz de una gran puerta- ventana que da a una especie de terraza sobre un parque. Allí anidan las palomas. Era un lugar construido un año antes y lleno de palomas de especies muy diversas y de todos los colores. Y el 7 de septiembre el pintor abre un paréntesis en su trabajo y pinta una serie de nueve cuadros de palomas, encuadradas en la gran ventana que da al mar.
El vuelo de los pájaros— prosigue Sabartés— ha distraído a Picasso y a la vez le ha restablecido con el contacto entre su silencio interior y lo externo: el aire, la luz, la brisa marina vista al fondo, traen al “taller” la idea contraria al recogimiento. El 2 de diciembre, la presencia de Jacqueline sobre una tela confirma la hipótesis de que la vida ha vuelto al “taller”, el mundo exterior le ha invadido.Con el mes de diciembre, tan dulce en aquel ángulo de la Riviera, todo entra por el balcón. El año acaba con el último retrato de la Infanta Margarita, pintada por Picasso precisamente el 30 de diciembre de 1957.
Esta idea, Picasso la ha tomado del cuadro de Velázquez pero con otros vestidos, libre de cualquier convención, como una muchachita de hoy que se acercara a hacer reverencia, inclinándose sobre la vida, al estar a punto de entrar el Año Nuevo.