
El 8 de octubre de 1966, en el periódico Minichi de Tokio, apareció una fotografía de Hisae Izumi vestida con un kimono amarillo de flores malvas en la puerta de un famoso taller- almacén de pinceles de la ciudad, en el barrio de Yanaka, en el taller de Sözö Tanabe, comercio de un célebre coleccionista y vendedor japonés. Aparecía acompañada Hisae en esa fotografía de un hombre de pequeña estatura, cuidadosamente vestido a la manera tradicional europea, un hombre de unos setenta años, de ojos azules muy vivos que lo observaban todo. Se trataba del pintor catalán Joan Miró que en esos días se encontraba de visita en Japón, apasionado e intrigado por las bellezas estéticas del país, sobre todo por sus dibujos, estampas y por su forma de contemplar el mundo, aunque oficialmente había llegado a Japón con motivo de una exposición retrospectiva suya celebrada en los Museos Nacionales de Arte Moderno. Estuvo Miró en Japón desde el 26 de agosto hasta el 30 de noviembre, primero en Tokio y luego en Kioto, y Hisae, que le acompañó durante esa visita en varias ocasiones, quiso dejarlo reflejado en sus Memorias”: “ Yo acompañé a aquel pintor español de no muy alta estatura pero muy amable y encantador, durante varios días a museos, tiendas y diversos lugares, y disfruté con él de largas conversaciones. Especialmente sobre pinceles. Le intrigaban y le apasionaban. Cuando estuvimos aquella mañana en el almacén de Sözö Tanabe, en el barrio de Yanaka, se interesó mucho por la cantidad de pinceles que el artesano Tanabe había ido elaborando y conservando durante años y el pintor español, entusiasmado, fue mirando uno a uno los cuarenta pinceles que el artesano le mostraba explicándole las características de cada uno. Miró estaba dispuesto a comprarlos todos. Yo estuve presente cuando Tanabe se negó en redondo. En absoluto quería desprenderse de ellos. Pero Miró insistió tanto que al fin Tanabe aceptó. El pintor español, sin embargo, no llevaba suficiente dinero para pagar aquella cantidad y tuvimos que ir los tres, el pintor español, el artesano Tanabe y yo hasta el hotel donde se hospedaba Miró para reunir el dinero acordado. Miró, aparte de pagarle, le regaló a Tanabe una preciosa litografía. Luego estuvimos los tres sentados largo rato en el jardín del hotel hablando de pinceles. Pinceles de pelo de comadreja. Pinceles de liebre. Pinceles de cola de caballo. Le interesaba mucho también a Miró la caligrafía, Tanabe había trabajado mucho con calígrafos, y yo a mi vez le estuve hablando de unas cartas que hacía mucho tiempo había escrito con mi personal caligrafía dirigidas hacia el futuro y hacía el pasado, sin explicarle mucho más. Yo creo que no lo entendió bien, naturalmente, pero yo tampoco me esforcé por aclarárselo. De todos modos el pintor español pudo disfrutar varios días después de la caligrafía japonesa y yo le acompañé a una reunión con calígrafos en una casita en principio destinada para la ceremonia del té y donde Miró pudo observar con mucha atención las obras que iban realizando distintos calígrafos con variados estilos hasta el punto de pedir él un pincel para escribir su nombre en alfabeto “katakana”. Y quedó muy contento de ello.

Pero en aquella mañana a la que aquí me refiero y que transcurrió en el jardín del hotel Sözö Tanabe escuchaba todo con gran atención. “Yo he soñado durante muchos años con Japón — le dijo Miró a Tanabe —. En esta ocasión quisiera conocer profundamente la cultura japonesa y su arte. Me interesan sobre todo las pinturas en rollo por sus formas pictóricas y su poesía.” Tanabe asintió. Y le confesó a Miró que dos años antes Picasso le había pedido una serie de pinceles al artesano japonés y según lo que a él le habían contado Picasso, al verlos, exclamó entusiasmado: “Ah, pinceles! ¡Hay mucha variedad! ¡ Qué papel tan bueno es este grueso! Y se puso a pintar!”.
José Julio Perlado
(del libro “Una dama japonesa”) (relato inédito)
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