
En la provincia de Burgos, por ejemplo, añadió Schill caminando a mi lado por el claustro del museo, en Santa Cruz de la Salceda, en la Ribera del Duero, se ha querido concentrar y recluir esa experiencia olfativa en un llamado “Museo de los Aromas”, ( hoy cerrado, por falta de afluencia de público; se ve que al final no ha interesado eso a mucha gente), pero en esa casa diseñada con diversas estancias se quiso poner a prueba la destreza del visitante en el reconocimiento de los distintos aromas. Ese fue durante años el único museo existente en Europa que trató sobre los aromas en general y sobre el olfato, y allí, y en diversos recipientes, se condensaron los aromas del vino, del café, del aceite, los aromas que sanan, los que enferman, los del recuerdo, los aromas de peligro, y así hasta noventa y dos aromas distintos. Pero cuando yo antes le hablaba de aquella inusual exposición que hubo en el Prado sobre Brueghel el Viejo y a la que yo asistí, he de decirle que no fue la única. Se conoce que el intento de mezclar de algún modo vista y olfato viene ya de lejos. En 1967, por ejemplo, se introdujo un olor a lavanda en una exposición de vestidos en el Salón de la Indumentaria y por otro lado, en el Jorvik Centre de York, se utilizaron olores que ayudaban a reproducir cómo era la vida en las aldeas vikingas, así como en 2001, en el Museo de Historia Natural de Londres, se introdujeron también aromas de tierra pantanosa para intentar interpretar con mayor realismo zonas antiquísimas del mundo. Pero ya le señalé, siguió diciendo Schill, que los museos del aroma en general a mí no me interesan. Me interesa en cambio el aroma libre del campo, los olores esparcidos por el campo, los que trae y lleva el aire de un sitio para otro, y no los que están concentrados. ”Olor a cocido y cuero recién curtido, Salamanca”, recuerdo que leí en uno de los poetas de ustedes, un poeta español del siglo XX, añadió el alemán. Quiere esto decir que de todas las maravillas de Salamanca, de sus fachadas, su serenidad y sus silencios que yo, como usted imagino, conozco bien, lo que quedó en las neuronas de ese poeta fue simplemente el olor a cuero recién curtido y ese olor naturalmente le llegó a través de su nariz. Como también a través de la nariz le llegó, y en su recuerdo se quedó para siempre, el olor a escarcha y a fuego de leña verde que olió en otro lugar de España, en la Navata, un pueblo cercano a Madrid. Por eso la nariz es tan importante, afirmó Schill. La nariz, la boca y las manos son las partes del cuerpo que tienen una mayor representación neuronal. El olor de Salamanca, por ejemplo, recibido allí, en el pasado, por ese poeta, no sé si en su infancia o en su adolescencia, o cualquier otro olor de campo que nosotros podamos aspirar, pasa por los filtros de nuestra nariz, y esos filtros invisibles lo preparan, lo calientan y lo humedecen antes de que esa información entre en el cuerpo y se expanda de modo instantáneo y vertiginoso sobre la atención, la percepción, el aprendizaje e incluso la autobiografía. Porque también alcanza a la autobiografía. Al menos a mi autobiografía personal, la que yo voy trazando casi sin querer al recorrer con Ingrid los caminos de España

Comprobé una vez más al escuchar todo aquello al pequeño alemán de las alpargatas blancas que paseaba conmigo por el claustro, que en muchas cuestiones él poseía un caudal de conocimientos muy superior al mío. Se advertía que había leído y estudiado mucho, no sé si por pasión o por capricho, y sobre todo que había estudiado aspectos de la vida que a mí hasta entonces se me escapaban o no me habían interesado demasiado, y que en cambio para él eran esenciales y en cierto modo daban más riqueza a su existencia. ¿Se puede hacer un mapa de los olores en España?, se preguntó de repente parándose ante mi y mirándome. Pues seguramente sí, se contestó a sí mismo. Yo recuerdo en mis últimos años en Barcelona, a punto de jubilarme de la perfumería Vall, cuando descubrí el informe de un neurólogo y psiquiatra americano, el doctor Alan Hirsch y de su equipo de investigadores, estableciendo las preferencias aromáticas de las principales ciudades de los Estados Unidos. Pues resulta que en lineas generales, según había comprobado Hirsch, las preferencias aromáticas de Nueva York van unidas al café, Los Ángeles al aroma de la lavanda, Chicago a la vainilla, Atlanta al aroma de la cerveza, Houston a los olores de la barbacoa y de la parrillada, Filadelfia a la ropa recién lavada, Dallas al humo en las chimeneas, y Minneapolis al césped recién cortado. Parece que todo esto sean meras cosas curiosas e irrelevantes que no van a ninguna parte y sin embargo no lo son: indican la relación profunda que hay entre la ciudad y el olor, como puede haberla, y de hecho la hay, entre la ciudad, el color y los colores.
José Julio Perlado
(del libro ”La mirada”) ( relato inédito)
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