
Un relato de 1804 cuenta la historia del gran pintor japonés Utamaro Kitagawa arrodillado ante un muro y queriendo dibujar en él un enorme ave fénix. Absorto, Utamaro comenzó a trazar en la pared el inmenso plumaje rojo del ave mitológica, añadió al tinte anaranjado un amarillo incandescente, y muy despacio y con la punta de su pincel, fue afilando el gran pico del animal hasta curvarlo y retorcerlo en el espacio. Apartó luego las mangas de su kimono para pintar con más soltura e inclinándose aún más fue marcando el poderío de las garras, las extendió puntiagudas y al fin, con enorme cuidado, quiso abrir un punto negro en el centro del ojo del gran fénix, que de repente le miró enfurecido.
Aquello Hisae lo vivió intensamente. Esos primeros años del siglo XlX los quiso pasar visitando varias ciudades, entre ellas Tokio ( entones Edo), entrando en talleres de artistas e intentando aprender cada vez más sobre la estampa japonesa. A lo largo de una de esas semanas estuvo varios días en el taller de Utamaro. Se dedicó a contemplar cómo él pintaba el Ave Fénix. Sentada en el suelo, sin moverse apenas, observó el movimiento de los pinceles sobre la pared, ante un muro grande y blanco y con un suelo amarillo donde se apoyaban las rodillas de Utamaro, que en los descansos de la pintura le explicaba a Hisae su fascinación por aquel ave grandiosa y mitológica que era el Fénix, un ave del tamaño de un águila y adornada con ciertos rasgos del faisán. Le contaba Utamaro a Hisae varias leyendas que él conocía sobre aquel pájaro: una narraba que cuando el fénix veía cercano su fin, formaba un nido de maderas y resinas aromáticas que exponía a los rayos del Sol para que ardieran y en cuyas llamas se consumía. Otra, que el pájaro ponía un único huevo que empollaba durante tres días, y al tercer día el fénix se quemaba por completo y, al reducirse a cenizas, resurgía del huevo el mismo ave fénix, siempre único y eterno. Y esto ocurría, señalaba Utamaro, cada quinientos años.
“Pero yo estoy aquí — añadió Utamaro inclinándose otra vez sobre sus pinceles — para que esto no ocurra. Al menos, a través de mi pintura”. Entonces se puso de nuevo a pintar, estirando mucho el brazo derech y fue trazando el plumaje del pájaro, las alas de color escarlata y el cuerpo dorado.

Utamaro era un hombre pequeño, con una calva poderosa y un cuerpo potente y con unos brazos firmes y a la vez delicados. Amaba el trazo libre y gracioso que dedicaba a sus estampas, cuya seguridad para hacerlo la había heredado de sus antiguos maestros. La técnica a su vez la había aprendido de los monjes, y a pesar de su virtuosidad pretendía en ocasiones pasar por un ser anónimo, pero siempre se le reconocía gracias a la elegancia de sus diseños y al tratamiento que daba a sus personajes, y por la expresión y calidad de sus estampas en donde destacaban la belleza de las figuras femeninas y sus ropajes.
Durante muchos días estuvieron hablando los dos, Hisae y Utamaro. Hablaba y hablaba Utamaro y Hisae le escuchaba atentamente sentada allí en el suelo del taller, interesada por muchas cuestiones sobre el arte de la estampa, o cómo ,por ejemplo, se escogía el papel como soporte y la variedad de los motivos, también del colorido de los biombos, kimonos y abanicos, de cómo se inspiraban los artistas en los textos de los grandes libros clásicos, de su relación con los comerciantes de estampas entre los cuales se mezclaban los editores, de los ‘narradores ambulantes” de historias, de las ilustraciones para libros escogidos como ocurría con “Los cuentos de Ise”, de la unión entre pintores, grabadores y escritores para dar mayor vitalidad al arte de la estampa.

Así estuvieron muchos días hablando. Él pintaba y ella escuchaba y a la vez aprendía. Hasta una tarde de mayo en que sucedió algo extraño.

Utamaro de pronto se detuvo en su trabajo. No sabía cómo acabar el dibujo del Fénix. Estuvo mirando detenidamente la pared, las garras del animal, la fascinación de los colores. Y hubo un momento en que le confesó a ella:
— No sé cómo acabar este Fénix.
Y en una sorprendente confesión, añadió:
— Llevo siempre conmigo una carta muy antigua. Una carta que recibí hace muchos años. Casi un manuscrito..Al menos tiene cuatrocientos años. Es de 1420. No sé cómo llegó hasta aquí.
Y la tomó del suelo, donde aparecía muy doblada, y la leyó impresionado.
—Aquí señala cómo puedo acabar con el dibujo del Fénix. Es de una tal Hisae Izumi
¿Hisae Izumi? — dijo Hisae —- La carta es mía. Esa soy yo.
José Julio Perlado
(del libro “Una dama japonesa”) ( relato inédito)
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