
Fue al salir de ver el autorretrato de Luca Cambiaso cuando, no sé por qué, quizá para cambiar un poco el itinerario de mis visitas habituales al museo y distraerme de otra forma, o bien por mera curiosidad para descubrir otros lugares, en vez de continuar de sala en sala observando pinturas y miradas, quise adentrarme y salir del claustro por la parte abierta que daba al Jardín Botánico, y no sólo por salir sino para indagar, en la medida en que me era posible, aquel mundo original del que me habían hablado tanto: la creación del arquitecto argentino César Pelli con el que él había querido rodear el edificio. Recuerdo que lo primero que me asombró fue la mezcla de tubos de acero y de flores entrelazados que evocaban en cierto modo un escenario parecido al de una sorprendente selva. Allí asomaba, por ejemplo, entre los hierros retorcidos y etéreos de todos los tamaños que el arquitecto había colocado como decoración, el color y la fragancia de unas grandes rosas enroscadas, si así puede decirse, rosas enormes entre tubos brillantes de metal en un conjunto que sugería extrañas figuras. Pelli, como ya había querido resolver en su Museo Nacional de Arte de Osaka al tener que construir su museo en el subsuelo, no había tenido más remedio que soslayar las corrientes subterráneas de los ríos japoneses estableciendo una especie de capas impermeabilizadas con paredes interiores de gran espesor para proteger todo su museo contra la humedad y los terremotos. Pero aquí no estábamos en Japón ni ocurría nada de eso. Aquí no había ríos subterráneos ni terremotos, y en cambio, sí se extendía debajo de nosotros el amplio subsuelo del Botánico como concreta realidad. Asomándose entre los tubos de acero como si fueran ventanas sorprendentes, vi de pronto una serie de pétalos ondulados de una gran rosa, ( que después averiguaría que se llamaba rosa ”Hansa”), una maravillosa rosa de flores grandes y dobles, de atractivo color violeta rojizo con reflejos malva. Estaba como asomada a la ventana del mundo, acodada entre hierros y tubos, tal y como si me hablase. Me sorprendió su altura asomando su cabeza entre tantos tubos cruzados y también quedé admirado de cómo se agrupaba, pero sobre todo me llegó de repente hasta mí su intensa fragancia con especiado perfume y con una pizca de clavo de olor. Sentí que no estuviera en ese momento a mi lado el pequeño alemán, Bruno Schil, que tanto amaba los olores y que me hubiera ilustrado mucho sobre el fenómeno que yo estaba recibiendo en esos momentos. Aunque recibí muchos más.
José Julio Perlado
(del libro ”La mirada”) (relato inédito)
TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
