
Cuenta Stefan Zweig que cierto día un amigo de Balzac entró sin anunciarse en el estudio de éste. Balzac, que entonces estaba trabajando en una novela, dio media vuelta, se levantó de golpe, tomó al amigo del brazo en un estado de suprema excitación, y exclamó con lágrimas en los ojos: ”¡Qué horror! La duquesa de Langenis ha muerto”. Su visitante le miró perplejo. Conocía bien la sociedad de París, pero nunca había oído hablar de la duquesa de Langenis, y en realidad tampoco existía una duquesa de ese nombre; no era sino una de las figuras de la novela de Balzac, quien, en el instante de entrar el amigo, describía la muerte de aquella. Tenía esa muerte tan presente como si la hubiera visto con sus propios ojos, y aún no había despertado de su sueño productivo. Sólo cuando se apercibió de la sorpresa de su visitante, se dio cuenta de que hallaba nuevamente en otro mundo, que el de la realidad”
(Imagen—Harriet Backer— la biblioteca de Thorvald Boeck)