
Me propone el profesor en clase:
—Hábleme del impresionismo.
Eran recuerdos de Monet y Degas los que aparecían, eran puentes, bailarinas, punteados puentes, entraron de puntillas unas flores en la clase, no, en la clase no, en la memoria, si yo fuera francés haría una escena con esto, es Europa, el XX, el siglo XVlll ni adivinó que iba a venir esto, las pelucas, los carruajes, el susurro de los espadachines no soñaron con la lluvia hecha hilo, estación de Montparnasse bostezando en blancuras, el ferrocarril, la velocidad, andenes, estanques, la naturaleza, el caballete, todo se va.
— ¿ Y el expresionismo? Hábleme del expresionismo. ¡Señálelo en la pizarra!
¿Pero cómo voy a señalar el expresionismo en la pizarra si el expresionismo es el gesto, la deformación de rasgos?, uno mete la mano en la boca de las máscaras de la antigüedad, uno va a Creta, y se introduce en Cnosos, y el misterio de no extraer la mano nunca es el terror puro, Hitchcook hace que el brazo no acabe de salir jamás, uno se lleva el brazo a casa con la manga vacía, entonces ¿hay o no hay brazo?, uno sube las escaleras temblando, ¿llevaré o no llevaré brazo?, no hay espejos, es una casa sin espejos, no hay tacto, he perdido el tacto, ¿cómo es posible que haya perdido el tacto? ¿dónde lo he perdido?, he de volver otra vez a la multitud, debió de ser en aquel gentío, aquel hombre que robaba los tactos de todos, se iba con las yemas de los dedos y hurtaba la sensibilidad. Entonces, ¿cómo voy a tocar mi brazo si ya no tengo tacto? Y los espectadores ante todo esto se quedan clavados en sus butacas en el aliento acogedor del cine, el corazón en la lengua de la boca, el corazón late palpitante, los ojos del corazón miran cómo sube despacio las escaleras ese hombre sin brazo en una casa sin espejos, la escalera es de caracol, no existe el misterio si no hay una escalera que no sea de caracol y con unos peldaños crujientes y calientes, los peldaños, al pisarlos el zapato, se van doblando como los relojes de Dali, entonces la escalera se vence hacia un lado, el asesino ha hecho que esta escalera esté mojada de migas de pan, uno se hunde en la miga, mis suelas, que intentan escapar del asesino, quedan pegadas a la miga mojada, es como el fango, la escalera de caracol es una barra de pan retorcido con el vientre abierto y chorreando mantequilla !No puedo, profesor, me escurro por esta mantequilla, no puedo escapar, sálveme!

—-¿Y todo eso es lo que a usted se le ocurre del expresionismo? Pero entonces, ¿usted qué ha estudiado?
— El consumismo, profesor. Me he estudiado el consumismo. El consumismo sí me lo he estudiado.
Entonces, empiezo. No hace falta libro, no señor. Un día, para estudiarme el consumismo, me metí las manos en os bolsillos y eché a andar. Lo más difícil para aprender consumismo es no llevar dinero. ”Comprarás con los ojos” — me dijo María, mi madre — ¿Qué quieres. ¿Aprender a consumir? Harás como Claudia, tu abuela, nunca tuvo un duro, no sé qué hizo, se consumió de otra forma, como una pasa, mira, sal al jardín y mira a tu abuela-pasa, que parece que nunca mató a una mosca, realmente nunca la mató, se casó con tu abuelo Luca y se pegó a él, tu abuelo sí que tenia dinero, lo dejó en los casinos, y mientras la bola giraba en la ruleta y se perdían fincas y joyas y el ajuar entero, tu abuela Claudia paseaba y paseaba con aquel vestido único que le quedaba, un vestido verde- esperanza cuajado de flores, ése con el que está sentada siempre, lo planchaba, lo alisaba, lo cosía otra vez,: así se sentó en los vestíbulos de los grandes hoteles y entró en las mejores tiendas de Montecarlo, de Las Vegas, de Londres y de París.”
Es cierto. Mi abuela Claudia, hundida en el enorme sillón de paja que tenemos en el jardín, no habla: me mira con sus ojos como alfileres de cerezas encarnados y escondidos en las cuencas de las arrugas. ¿Qué?” — me dicen esos ojos —“¿Ya te mandó tu madre? ¿.Qué quieres?”. Mi abuela Claudia, la esposa de mi abuelo Luca, no habla: si un día escribo algo sobre ella la tendré que sacar así, muda, sin moverse, con el vestido de flores verde- esperanza. Es la única que se niega a entrar en casa. Ni siquiera de noche.
— Va a llover — advierte María, mi madre — . Hay que cubrir a tu abuela. Saca el impermeable.
Desde que la conozco, cada noche que llueve, un hule enorme la tapa, envolvemos su sillón de paja, las agujas del agua nunca la traspasan. Yo me meto en la cama y oigo cómo chisporrotean las gotas de lluvia sobre el hule estampado y atado, de qué modo baten los bastones del aguacero incesante y cómo repiquetean los palillos del cielo sobre el tenso tambor que cubre a mi abuela Claudia que ronca firmemente mientras yo duermo y ella duerme, jamás se enfrió, no hubo modo de meterla nunca en casa. Sueño de pronto que viene un director de cine y me dice:
— ¿ Me prestarás un día a tu abuela tal como está, así, con la lluvia encima, para hacer una película?

Pues, sí, profesor, — sigo contando en la clase— , es lo que le decía, el consumismo sí me lo he estudiado. Le he hablado de mi abuela Claudia y de mi madre porque me he ido por las ramas, siempre me voy por las ramas, pero el consumismo sí me lo he estudiado. Mire, profesor, yo empiezo a contar cosas, pero la forma que yo tengo de contar es con imágenes, oigo mis palabras, recito la lección, pero las veces en que yo he sacado buenas notas en historia, en geografía o hasta en filosofía, ha sido cuando he salido de la clase, no, nunca me he desdoblado, eso lo dejo para otros, el banco de mi pupitre se ha quedado vacío y yo me he echado a andar por el mundo, he seguido andando con las manos en los bolsillos como un chaval napolitano o como un griego trashumante, o como un pícaro harapiento de las sórdidas afueras de Londres, esas que describe Dickens; siempre que he tenido que explicar el consumismo, no sé por qué, me he trabucado, pero no con mi lengua ni con mi cabeza, lengua y cabeza han estado en su sitio, me he trabucado sin yo quererlo, con mi imagen, he sido niño y mayor a la vez, he silbado y he fruncido el ceño como un hombre preocupado, me he parado en los puestos de helados de Roma, en la esquina de Via Frattina, he dado vueltas por Piazza San Silvestro, me he acercado a Via del Corso, el olfato del consumismo me ha llevado a las “trattorías” de Via della Mercede, entonces mis zapatos han retrocedido y un tronco de cordero asado y cortado en finas lonchas me ha hecho entrar, husmear y codearme con los que sueltan monedas en la caja, pero no era lo salado, profesor, no era lo salado ni lo frito lo que me atraía desde niño, sino lo dulce y lo helado, aromas que se retorcían en el cucurucho romano, sabores que me llamaban hasta quemarme el paladar, y me he puesto a comprar y a consumir sin parar. Sí, profesor, el consumismo es eso, viene en letra pequeña pero se hace muy grande, el consumismo es no acabar, comprar sin parar, siempre hay un aparato nuevo, cambiar de vehículo, la vejez de las cosas que se compran está unida a lo efímero, y uno dice en la cama por las noches !más, más!, uno va por las calles, se para en una calle de Londres, ¡qué maravillosas corbatas hay en Londres, qué camisas, qué abrigos, qué rotundos zapatos brillantes! , uno quisiera tener todo el dinero del mundo para comprar a la vez en Nueva York y en París. y volver a Madrid y de nuevo a Nueva York. ¿Ve cómo me he estudiado el consumismo? Pero siempre hay una pregunta que me he hecho, profesor, a ver si usted me la aclara : ¿quién lo inventó?”.
José Julio Perlado
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(Imágenes—: 1- espejo Fornaseti- 1960/2- park seo bo- 1992/ 3- Howard Hodgking// 4 – Jenna Gang)