Siempre me impresionaron esos cuadernos blancos sobre los que la mano se inclina y siembra letras, círculos y palotes que se aprendieron en la niñez, verbos, comas y sustantivos que hiló el primer maestro de escuela en una mañana fría, el lápiz apretado entre los dedos, la lengua asomando entre los labios, el ojo inclinado, reposando casi al borde del pupitre. La hoja blanca del cuaderno recibía la visita del primer escritor del alfabeto, luego la visita del segundo escritor del Diccionario, luego la tercera visita del escritor de estilo, luego la visita de la paciencia, del tesón, del quehacer, al fin las visitas de las influencias, lloviendo lecturas, la pupila cargada de autores, el tiempo artesanal, no del que quiere ser escritor sino del que simplemente quiere escribir.
Siempre me impresionaron esos cuadernos blancos dispuestos a contraer matrimonio con la pluma, a recibir al invitado de la lengua, al enamorado de la literatura. Abiertos como tierra sobre la mesa, la simiente iba dejando a cada rasgo no sólo secretos de la grafología sino la interpretación del mundo, lo que el mundo iba contando al que escribía. Siempre me impresionaron esos cuadernos blancos tan mansos para el tacto. por donde la palma de la mano acariciaba al pasar párrafos y frases.
Siempre me impresionaron esos cuadernos blancos como éste de Irène Némirovsky que me entrega su letra.
(Imagen: Cuaderno de Irène Némirovsky.- foto: Irène Némirovsky Archive/MEC.- The New York Times)