EL FLUIR DE LA MÚSICA

… ”inmediatamente se hizo el completo silencio, comenzó la música y todo se transformó. Yo miré el perfil, a muy pocos metros de donde yo estaba, de Igor Stravinski, que a sus 82 años de entonces, con la mano en el mentón, y sentado en la butaca que le habían dispuesto a la derecha del Papa, se sumergía ya, como también lo hacía yo, abandonándose con ojos semicerrados al breve preludio de la Sinfonía de los salmos, aquella obra suya escrita hacía más de treinta años en Écharvines, en los Alpes franceses, entre bosques, cumbres, cielos y naturaleza, y que ahora iniciaba el sonido de los primeros oboes y fagotes, mientras se extendía la oscuridad en la sala de conciertos y no creo equivocarme al decir que ese fue el momento en que comenzaron a sobrevolar ante él los recuerdos conforme escuchaba en latín «yo soy como un sordo, no quiero oír, como un mudo, no abro la boca; soy como un hombre que no oye, ni tiene réplica en su boca», aquel Salmo 38 sobre el que él había trabajado tanto en sus manuscritos caligrafiados con plumas diferentes, algunas de tinta roja, que para el compositor fabricaban especialmente. E igualmente para mí no era nada arriesgado indagar en ese proceso de creación y pensar que Stravinski seguiría evocando en aquel momento, tal como continuaba sentado en la butaca junto al Papa, todos sus numerosos cuartos de trabajo en distintos países, sus incontables viajes en avión, las servilletas que había ido pidiendo a las azafatas durante los viajes y en las que él componía rápidamente los primeros rasgos de un puzle que luego iría pegando en los hoteles, un puzle musical sobre su mesa de trabajo bajo la mirada del pequeño icono ruso que siempre le acompañaba, aquella atmósfera tan propia del compositor, las interrupciones e invitaciones de repente para dirigir conciertos en cualquier parte del mundo, su batuta en el aire, su batuta en zigzag, su batuta pausada ante la orquesta, aquella maestría que, según él, no tenía nada de prodigioso al dirigir, porque era el simple acompañamiento de medidas y de ritmos, sin arriesgar demasiado, con un mínimo de seguridad y de aplomo.

Pero en aquel momento, recuerdo que también avanzaban de nuevo, desde el fondo del escenario de via de la Conciliazione el poderío de las trompas, y comenzaron a sonar cuatro trompetas y tres trombones, se alternaban timbales, bombo y arpa con los dos pianos, y muy poco después violonchelos y contrabajos dejaron entrar un coro infantil en cuatro voces, que fueron levantando los salmos en el escenario («me sacó del pozo de la miseria», cantaban los niños en latín, «del fango cenagoso, asentó mis pies sobre roca y consolidó mis pasos»), aquel Salmo 39, que era toda una mezcla de suavidad y de aspereza, mientras el coro y la orquesta lo conducían desde la plegaria hasta el profundo agradecimiento y desde el profundo agradecimiento hasta la seguridad de la respuesta. Aquello lo había compuesto, ahora lo recordaba él bien, en su habitación de Écharvines por las mañanas, ya que las mañanas para Stravinski tenían distinta fuerza que las tardes, por las mañanas pensamos, lo había dicho él muchas veces, de modo diferente a como lo hacemos por la tarde. Cuando tropiezo con una dificultad, había añadido, espero al día siguiente. Soy capaz de esperar lo mismo que es capaz de esperar un insecto. Y así había esperado absolutamente inmóvil la Sinfonía de los salmos en aquella habitación de los Alpes, y luego en el jardín, sentado con su pantalón y su camisa blanca en la escalera exterior de la casa dejando que la tarde se consumiera, llegara la noche y volviera otra vez la mañana para componer.

Aquellos salmos no le habían dado tantos quebraderos de cabeza como cuando, por ejemplo, años antes, llegó a equivocarse y había escogido para trabajar una casa que él en principio creía silenciosa, también en Écharvines, pero no junto al lago de Annecy, sino al borde de la carretera, y allí había querido esforzarse en crear, y al final lo consiguió —luchando contra gritos, discusiones y amenazas matrimoniales del albañil que habitaba en el piso de arriba y que era quien le había alquilado la casa—, sentado ante un piano a prueba de chillidos e incluso de olores (aún recordaba el olor a arenques ahumados que descendía desde las ventanas), intentando componer el ballet en un acto, “El beso del hada”, su homenaje alto y claro a Chaikovski. él siempre había tenido, y así seguramente lo recordaba ahora en el concierto, una profunda admiración por el ballet clásico, por la belleza de su orden y el rigor aristocrático de sus formas, por el triunfo de la concepción sobre la divagación.

Y ahora venían hasta su butaca de Roma todos esos recuerdos, todos los recuerdos, recuerdos muy desordenados. Avanzaban por la oscuridad de la sala de conciertos mezclándose con caras y con tiempos, caras de Cocteau, que tantas veces él había visto, caras de Diaghilev, caras de Picasso, caras, caras, recuerdos…Y de repente concluyó la sinfonía, estallaron cerrados los aplausos y se encendió la luz. Muchas veces me han preguntado: «¿Y usted pudo hablar ese día con Stravinski?», y he contestado que no, no pude hablar con él. Se encendieron de improviso las luces y Stravinski, levantándose de su butaca, giró a su izquierda, y estuvo unos minutos de pie, hablando con el Papa. Luego pasó a mi lado andando lentamente, apoyado en su bastón. Entonces yo solo me atreví a rozarle, a buscar una de sus manos y al pasar conseguí apretarsela.”

José Julio Perlado

(páginas 93 a 97 de ”Los cuadernos Milquerius” (editorial Funambulista))

(Imágenes— 1-Amedeo Modigliani/ 2-Ansel Adams- 1934/ 3- Lowell Nesbitt/ 4- Stravinski- Thomas Oboe Lee)

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