Vivía la mujer de la mano en la mejilla en una casa de Carabanchel. Sentada dentro del caballete, podía notar cuándo subiais las escaleras de su estudio. Tenía todo el cuerpo gris y azul, remansado un instante, a punto de dispararse en violencias. Apoyada con un codo en la mesa, su mejilla dormida en la palma de la mano, cara y nariz aparecían quebradas, proyectándose en ángulo. Tendría aquel cuarto tres metros por dos y medio. Habitaban allí veinte criaturas. El padre iba y venía entre los cuadros como entre decorados; igual que por los bastidores de un teatro. De abajo no llegaba voz alguna, ningún ruido. Entonces podía verse a aquellas criaturas adquirir movimiento y tomar color: ciertos ojos y bocas se concretaban marcando más la expresión. Otras bocas y ojos iban, en cambio, desdibujándose hasta quedar deshechos. Las figuras se distorsionaban, se atormentaban como en largo lamento. Cada mano sin terminar aplastaba los dedos recién nacidos, mientras gritos de rojos y de verdes denunciaban, en el estudio en sombras, revelación de formas aún más intencionadas mezcladas con mayores misterios.
Bien pronto aquello se desvanecía. La tarde caía sobre la mesa. Era el anochecer y ya no quedaban huellas de trabajo, salvo el rastro de siembra de los tubos de pasta en la madera. El padre de las criaturas se sentaba ante mí y charlábamos. Con frecuencia me preguntaba si yo estaba cómodo, y cuando le respondía afirmativamente, él comentaba que aquel cuarta era estrecho, pero tenía sabor. Un día agregó: Camargo a veces venía aquí y me lo decía; le gustaba este estudio. El tiempo pasaba y hablábamos de mil cosas. Yo seguía sentado en medio de veinte criaturas y observaba a aquel hombre del paciente mirar donde sólo el rigor se alternaba, de cuando en cuando, con sobria mansedumbre. Alguna vez se levantaba: era para apoyar sus cuadros cuidadosamente contra la puerta. En ocasiones, de espaldas a mí, contemplaba a través de una ventana el pequeño jardín oscurecido. Un día le pregunté si pensaba en su infancia; me contestó que en su pueblo natal, por Badajoz, en Torre de Miguel Sesmero, dibujaba mulos y mozos de labranza, todo lo que veía en el campo. Aquellos dibujos eran ya surrealistas y expresivos. Naturalmente, eran inocentes, pero expresionismo y surrealismo, añadía, formaban las constantes de su obra, dos constantes muchas veces subterráneas, soterradas. Me explicaba cómo había pasado por el cubismo y la abstracción hasta volver a la raíz de su creación. Confesaba que soñaba los cuadros: los llevaba pensados. Había cuadros que salían con rapidez, acaso en dos sesiones; otros, en cambio , tardaban cuatro, cinco, seis días, e incluso muchos más. Iba directamente al lienzo, decía, y procuraba huir de los «hallazgos» y las «casualidades» durante la elaboración; no le gustaba aprovecharse de una pincelada que pudiera salir graciosa de repente sin estar pensada. Me agrada de antemano ser concreto y consciente, comentó.
Marchábamos algunas tardes, el pintor y yo por Madrid hacia los descampados lívidos. Amaba, me iba confiando, pasear por las periferias: le atraían insospechadas callejas. Dábamos vuelta al cementerio de San Isidro. Desde las soledades se iba desnudando la ciudad. Yo miraba al pintor y él contemplaba vergüenzas y virtudes, el modo de convivir de la alegría con la miseria. Una de esas tardes le pregunté qué tipo de pintura le interesaba en aquel tiempo. El respondió que una pintura con cierta carga social. Evocando sus cuadros, quise saber la razón de su sátira. Llego a la conclusión, me dijo, de que la humanidad tiene grandes defectos. Y como yo le escuchara en silencio, declaró: «A mí me gusta sacar esos defectos, me interesa el fondo más que la forma; no creo que un pintor sea profundo, por muy bellas que sean sus formas, si su arte no tiene un mundo lleno de contenido. Por eso precisamente, por ser profundo el fondo y no la forma -añadió- Goya adquiere cada día más vigencia: si nos fijamos en sus aguafuertes y en sus dibujos, vemos cómo son concretísimos: en ellos está lo dramático y lo social.»
Caminamos conforme el día se acababa. Fue mientras me hablaba de cómo su pintura posiblemente tenía de Velázquez cierto mundo enigmático; fue mientras me decía que acaso su pintura tenía de Goya el drama, lo expresivo y lo social, cuando le interrogué sobre el carácter de su obra. «Creo -respondió- que estoy a caballo entre Goya y Velázquez.» Y estaba confesándome que cuanto él hacía mantenía la esencia de la tradición española, pero con formas distintas y con un mundo personal, le formulaba yo una nueva pregunta y él se disponía a satisfacer mi curiosidad, cuando de improviso nos separó la noche.
Pasaron meses. Más de veinticuatro. Un día, un largo perro de lengua colgante que se miraba con asombro ante un espejo, me dejó asombrado. Le reconocí entre las criaturas. Ahora ellas vivían en un cuarto distinto, en una superficie de tres por cuatro metros. Guardias. Perros. Desnudos. Niños. Mujeres. En total, treinta recién nacidos. El padre seguía yendo y viniendo entre ellos, revelando en unos la denuncia, en otros el sarcasmo. Se advertía más concreción de formas y de contenido, una mayor intencionalidad. Dominaban los verdes, una figura femenina suscitaba ironías desde un sofá enseñando sus paradojas. Un rostro indefinido se observaba a sí mismo: con lentes negras frente a un espejo roto contemplaba su retrato ciego. Había disminuido la fealdad, había aumentado el moralismo. La niñez retornaba. Eran los perros, que en vagar misterioso volvían con la infancia, iban trayendo el tiempo entre dientes y ojos hasta hacer el surrealismo más humano. El padre de aquellos hijos, pasando ante los cuadros, comentó: «Lo difícil del arte es definir, y que esa definición atraiga siempre por su expresividad, su sátira, su mundo dramático, su manera de hacer.» Y queriendo calmar mis silencios, agregó: «Yo diría que el arte es simbiosis del corazón y del cerebro en ese estado anímico que nos impulsa a la acción creadora.»
Días después, los treinta cuadros salieron del estudio hacia una galería madrileña. Yo he visto al padre -este pintor excepcional- no poder esconder ni su felicidad ni su serenidad. Cualquiera puede ver, viajando por los museos del mundo, cómo unas obras no pueden ocultar ser criaturas admirables, hijas de un español, de nombre Juan Barjola.
(«El artículo literario y periodístico».-2007.- págs 164-166)
(Imágenes: el pintor Juan Barjola ante sus cuadros.-soitu.es/ Barjola: Toro.-Galería Antonio Machón/ Barjola:sin título/ Barjola: Tauromaquia.-Galería Hispánica)