
Una hoja escrita siempre me ha producido el mayor de los respetos. Me he acercado a ella con gran curiosidad, sabiendo que la idea ha bajado de la cabeza surcando el río de la vena del cerebro, bajando impetuosa o lentamente a la vena del brazo, el brazo ha extendido su mano y los dedos de la mano han pulsado lo que la cabeza le dictaba, lo que bajaba desde la cumbre del concepto, de la ocurrencia, de la imaginación, de la invención. En el techo de la cabeza, allí, cuando uno está más concentrado o más distraído, de repente, el hilo de la idea se ha ido desenvolviendo, deshilvanando, se ha transformado en palabras que no se esperaban, palabras que uno vio en la pizarra cuando era niño, palabras que vocalizó su madre o su padre desde la cuna, palabras aisladas, perdidas, eternas consonantes, palabras en el horno de la cabeza, uno no sabía que se podían hacer tantas cosas con tan pocas palabras, que se podía escribir “La Divina Comedia”, “El Quijote”, “Crimen y castigo”, “Doktor Faustus”, “ Hamlet”, “ En busca del tiempo perdido”. Las palabras eran hermanas las unas de las otras.Si se mezclaban, aquellas palabras podían ser de Rilke, de Keats, o de Tolstoi, transformarse en verso o en discurso, eran mansas, maleables, obedientes, igual que los colores, que el azul, el bermellón o el amarillo, con el que podía pintarse “La rendición de Breda” o “Los girasoles”, igual que las notas sobre el piano, el do, el mi, el fa, con lo que se elevaba el peldaño de la música.
Todo iba por dentro. Por el interior. Por el interior de Proust, por todo lo que escondía el río de Beethoven.
José Julio,Perlado
(Imagen Proust wikipedia)