MI PERSONAJE


Me acordé entonces, al repasar mi libro antes de entregarlo al editor, de una antigua conocida mía, Concha Zardón, una gran lectora y también escritora amateur, una mujer muy curiosa que en otros tiempos me había pasado muchos manuscritos de mis primeros libros, al principio a máquina y luego a ordenador. Sobre todo me acordé de las conversaciones que ella y yo habíamos mantenido con certezas y dudas en muchos tipos de situaciones. Me acordaba también especialmente de su cocina alegre y cuidadosamente puesta en un barrio muy luminoso de Madrid, cerca del Retiro; estaba decorada con unos  modernos azulejos malvas y florecillas blancas, adornada también con unas cortinillas azules que la protegían de los ruidos del patio interior, una cocina que por su brillantez y su permanente limpieza más que cocina parecía un cuarto de estar agradable donde pasar las horas. Me sorprendía de modo especial su mesa de trabajo, una mesa pequeña situada en un ángulo de la cocina, el preferido por Concha, una mesa de madera antigua que ocupaba un rincón junto a la ventana, no lejos de un diminuto dormitorio. Allí ella trabajaba y también escribía unos sencillos cuentos y los escribía intentando hacerlo a la manera o imitación de la baronesa Blixen, a quien ella admiraba y de la que guardaba una foto en un cajón del armario, sentada la escritora en su casa de Rungsted, en Copenhague. Eso lo hacía en horas de la noche, después de su trabajo  habitual y tras una cena ligera y cuando toda la casa – todos los pisos – parecían estar más o menos en silencio. Dejaba a oscuras las tres habitaciones que tenía en el piso, encendía una luz en la cocina y escribía. Era aquella pequeña casa de la calle Ibiza una casa modesta pero muy bien arreglada, una casa que le bastaba para ella sola ya que Concha nunca había querido casarse (de esas dudas muchas veces me habló); ella vivía de la transcripción y copia de originales y de los ingresos – aunque pocos – que le proporcionaba muy de vez en cuando la corrección de textos para algún editor. Dominaba bien el castellano, consultaba mucho los diccionarios y con un gran sentido del humor me explicaba que escribir para ella tenía cierto paralelismo con la cocina y la gastronomía. Inventaba sus cuentos y también sus comidas. «Cuando se acerca fin de mes, me confesaba divertida, y voy apurada de dinero, me limito siempre a lo sencillo: sota, caballo y rey». Y entonces, con un enorme humor que ella siempre tenía me señalaba una de las paredes de su cocina en donde aparecían cuidadosamente enmarcadas, una sota de oros, un caballo de espadas y un rey de copas, tres cartones antiguos pero bien conservados, expuestos tras un cristal, que había comprado hacía años en el Rastro de Madrid simplemente porque le habían hecho gracia. Un día de aquellos en que yo le llevé unos manuscritos para que me los pasara a ordenador se empeñó, dada la hora que era, en que me quedara a comer, y ante mi sorpresa retiró enseguida los papeles de trabajo, extendió un pequeño mantel a cuadros y cocinó con asombrosa rapidez un primer plato al que ella denominó » Sota», un segundo al que bautizó como «Caballo» y un magnífico postre de hojaldre y mermelada de naranja amarga  – ése no lo olvidaré – denominado » Rey» .» Esto es lo que tengo en casa, me dijo riéndose, esto es lo que va quedando y hay que aprovecharlo todo, ¡ y gracias que hoy tenía hojaldre!, no tengo otra cosa, es siempre la monotonía pero también la invención». Y efectivamente inventó.  No sé cómo consiguió aquella comida tan estupenda, no recuerdo muy bien al detalle cómo era el primero o el segundo plato, pero sí en cambio no me olvidaré del sabor y sobre todo de la forma tan curiosa de aquel conjunto del hojaldre en el plato de postre que aparecía ampliamente extendido, simulando el volumen de una capa, y en su ángulo superior izquierdo, separado del hojaldre, la aparición de una importante y redonda bola de mermelada de naranja recordando de alguna forma la copa del Rey de Copas en el centro de un naipe. 

Hablábamos mucho ella y yo. Le gustaba hablar conmigo. Me decía que ella podía distinguir perfectamente la edad y el paso del tiempo, y también a veces las dudas, al analizar las letras manuscritas que descifraba con facilidad. Se divertía conmigo porque yo apuraba siempre las páginas al máximo pero jamás comentó nada sobre el contenido de cuanto leía porque respetaba el pacto que desde el principio habíamos hecho : que ella nunca me daría su opinión sobre lo que le entregaba. Yo le iba fotocopiando las hojas de mi cuaderno, se las llevaba, y ella me las devolvía en el momento acordado junto a la copia en limpio y sin comentario alguno. A cambio yo me ofrecía a escucharle de vez en cuando la lectura de alguno de sus cuentos, que era lo que a ella más le gustaba. Tenía historias interesantes y curiosas, por ejemplo, la de su propio padre, un empleado de Banca que durante años se había levantado muy temprano, casi de noche, para ir a trabajar; se cubría, me decía Concha, con una fuerte zamarra y un pasamontañas los meses de mucho frío, metía los dedos de las manos en unos guantes de cuero y cruzaba la ciudad de un lado a otro entre autobuses y Metro hasta llegar a su sucursal. Era un hombre robusto y de estatura pequeña, un hombre que se había quedado viudo muy joven, cuando Concha apenas tenia nueve años, y que a duras penas había sacado adelante a su hija tan sólo con su oficio de cajero.

Todas aquellas cosas — ella no lo sabía y no se daría cuenta hasta que el libro se publicase — la convirtieron en mi personaje.

José Julio Perlado

(Imágenes— 1- A. Haecker/ 2- Edgar Degas)

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