Copio del blog que ayer escribe en El Mundo mi amigo, el periodista Daniel Utrilla, desde Moscú, y en el que tiene la amabilidad de citarme:
«(…) yo me alegro de que (por el momento) no haya cuajado el plan anti-nieve de Luzhkov, conocido por sus propuestas faraónicas, que van desde voltear el curso de los ríos siberianos para regar las tierras de Asia Central, hasta la idea de rescatar a bañistas en apuros con flotillas de dirigibles. Y digo que me alegro porque el alcalde (que ha declarado la guerra a la nieve por cuestiones de ahorro financiero) no parece calibrar el daño espiritual que para los escritores y pintores moscovitas supondría borrar las nevadas, un fenómeno que -como recuerda José Julio Perlado en su libro ‘El ojo y la palabra’– ha derretido la sensibilidad de todos los escritores, «bien sea del siglo IX antes de Cristo o del siglo XX de nuestra era».
Una infancia sin nieve es como una vejez sin brasero. Sobre todo para la imaginación de genios como Vladimir Nabokov, que cuando de pequeño veía nevar desde el balconcillo cerrado del segundo piso de su casa petersburguesa sentía que se elevaba como en una cesta de globo aerostático, sensación harto distinta de la que sintieron anoche los conductores atrapados en el monumental atasco de Moscú, obligados a circular a una velocidad entre 3 y 7 kilómetros por hora (desesperante pero apropiada no obstante para la contemplación).
La levitación que Nabokov refiere en su biografía novelada ‘Habla Memoria’ (1967) aparece cristalizada en forma de literatura en un pasaje de su cuento ‘Batir de Alas’ (1923): «Las suaves y sordas partículas de nieve crujían en susurro contra los cristales de la ventana, mientras caían y caían y no dejaban de caer. Si uno se quedaba mirando durante un rato, tenía la impresión de que todo el hotel había empezado una lenta ascensión hacia las alturas«.
Boris Pasternak espolvoreó con nieve su novela mítica ‘Doctor Zhivago’, como ocurre cuando los personajes se disponen a salir de Moscú en tren rumbo a los Urales («grandes copos aterciopelados descendían perezosamente y a poca distancia del suelo parecían vacilar un instante, no sabiendo si posarse en él») o como cuando ya en el tren el protagonista se fija en la nieve que cae pausadamente sobre las vías «como si los copos se quedasen inmóviles en el aire y se posaran luego lentamente, como descienden en el agua las migas de pan dadas a los peces«.
(Mi agradecimiento a Daniel Utrilla en esta cercanía de la distancia)
Imagen.- nieve.-flick)
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Tiempo inestable,
Muy agradecido!
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Gracias!