«Aprended a hablar del pueblo; no del pueblo vano que congregáis en torno de vuestras palabras vacías – recordaba Joan Maragall -, sino del que se forma en la sencillez de la vida ante Dios solo. Aprended de marineros y pastores».
Cada vez que se devalúan los vocablos en las conversaciones, cada vez que las palabras son recortadas y sintetizadas en los mensajes de los móviles, cuando la palabra se sustituye por mímica y gesto olvidando su valor, cuando la palabra se prostituye, cuando pasa de voz en voz ignorando la hondura de la tradición, vuelvo a textos como éste de Maragall que sirven de gran recordatorio:
«Me acuerdo – dice – de una vez que en el Pirineo, a mediodía, avanzábamos perdidos por las altas soledades: en el encrespado mar de piedras de las cimas nos faltó toda dirección, y en vano, con ojo inquieto, interrogamos la muda inmensidad de las montañas. Sólo el viento cantaba sobre ellas con interminable grito. De pronto, envuelto en el gritar del viento oímos un son de esquilas; y nuestros ojos azorados, poco hechos a aquellas grandezas, tardaron mucho en descubrir una yeguada que abajo, en una rara verdor, pacía. Hacia allí nos encaminamos esperanzados hasta encontrar el pastor echado junto al puchero humeante que el zagal, en cuclillas, vigilaba atentamente. Pedimos camino al hombre, que era como de piedra; y él, volviendo los ojos en su rostro estático, alzó lentamente el brazo señalando vagamente un atajo, y movió los labios. En la atronadora marejada del viento, que ahogaba toda voz, sólo dos palabras, sobrenadaban que el pastor repetía con terquedad. «Aquella canal…», éstas eras sus palabras, y señalaba vagamente allá, hacia una altura. ¡Cuán bellas eran las dos palabras gravemente dichas entre el viento!, ¡qué llenas de sentido y poesía! La canal era el camino, la canal por donde bajan las aguas de las nieves derretidas. Y no era cualquiera, sino aquella canal que el hombre conocía bien entre todas por una fisonomía especial y propia que para él tenía. Era alguna cosa la canal, tenía una alma; era aquella canal. ¿Lo veis? Para mí esto es hablar».
«Aquella canal… – seguía diciendo Maragall -. Palabras que traían un canto en sus entrañas, porque nacieron en la rítmica palpitación del Universo. Sólo el pueblo inocente sabe decirlas y el poeta puede redecirlas con otra inocencia más intensa y mayor canto: con luz más reveladora. Porque el poeta es el hombre más inocente y más sabio de la Tierra».
Joan Maragall: «Elogio de la palabra»
(Imágenes:-1.-Everest.-Jeff DeCelles.-National Geografhic Photo/ 2.-camino en 1930.-Eudora Welty.-The New York Times)