«Entonces, cuando ya parece que se ha sentado el Rey porque todo va a comenzar, cuando ya parece que todos vamos a escuchar desde nuestros asientos, mi abuelo, el Premio Nobel de Literatura Dante Darnius, levanta su mano en el aire y hace una seña para que atendamos.
–Majestad–empieza a decir respetuosamente mirando al Rey.
Y como tantas otras veces en nuestra casa cuando está sentado ante la familia y nos cuenta sus dificultades para trasladar las historias al papel, ahora se dirige primero al Rey de Suecia y luego a todos nosotros y nos explica lo que él tenía pensado para esta solemne ceremonia de recepción del Premio Nobel.
–Quería haber traído escrita para leerles a ustedes –dice tímidamente– una historia que llevo desde hace tiempo en la cabeza, pero que no me ha salido, que no he podido escribir.
Está pálido Dante ahora, de pie ante el atril, vestido con su frac, con su barbita puntiaguda, con sus ojos muy vivos.
–No, me ha sido imposible escribirla –repite con angustia.
Y el pobre Dante ya no sabe cómo continuar.
–Es una historia –dice con voz muy fina– sobre el vuelo nocturno de un Delta.
Y ayudándose poco a poco con las manos para trazar sus gestos intenta contarnos el principio de esa historia.
–Como se dice en los cuentos, Majestad –y Dante se dirige ahora con sus palabras al Rey–, a mí me hubiera gustado traer escrita aquí una historia que comenzara así: «Érase una vez». Érase una vez, Majestad –y Dante se va animando–, una península que tenía prendida en uno de sus costados frente al mar un trozo de tierra llamado delta, una lengua de arena con forma de punta de flecha con la que la tierra solía burlarse cada tarde del océano y hacerle muecas a las olas. Aquel trozo de tierra llamado delta estaba tumbado sobre el mar. Parecía un animal dormido o abatido. Poseía dos alas enormes envolviendo a dos bahías y sobre esas dos alas de marismas y lagunas se posaban día y noche toda especie de aves del cielo, desde la golondrina de mar hasta las gaviotas y los rayadores. Intentaba aquel delta con su pico de arena irse quitando de las alas la algarabía de flamencos posados, el crotoreo de mandíbulas de las cigüeñas y las patas de las garzas que luchaban para no hundirse en el fango. Pero no lo conseguía. Cada vez venían desde más lejos –desde el sol de las migraciones, desde la guía de las estrellas, desde las presiones barométricas, desde los viajes insomnes remando por el aire– el alcatraz de elegante vuelo, el chorlito dorado, el cuclillo bronceado o el collalba gris. Tantas aves empezaron a posarse en las alas del delta, tantos picos danzaron sus galanteos y tantas plumas aletearon deslumbrantes, que aquel delta poco a poco se fue transformando en un ave inmensa, fue dejando caer al fondo del mar el polvillo de su erosión, hinchó los pulmones de sus marismas, dobló y pegó sus alas llenas de aves contra su cuerpo para reducir el choque del viento y una noche, sin avisar a nadie, cuando estaban las luces apagadas en la península y todos dormían, emprendió vuelo nocturno batiendo y alzando sus alas y entreabriendo sus plumas primarias igual que una persiana para dejar que se deslizara el aire con soltura. Así, batiendo las alas en forma circular –hacia adelante en los aletazos descendentes y hacia atrás en los ascendentes– aquel delta convertido en ave gigantesca voló toda la noche por el mundo, visitó los nidos de las nubes, se entretuvo con el regocijo de las alondras, oyó la murmuración de los estorninos y escuchó las trompetas de las grullas. Volvió antes del amanecer, reduciendo en el aire su velocidad, haciendo cóncavas sus alas, resistiendo sus patas al descenso, posándose muelle y suavemente antes de que empezara el día. A la hora violácea de las primeras luces, el delta apareció otra vez, tendido como siempre, como si nunca se hubiera movido de su sitio, con sus alas de lagunas cubiertas por el graznido de los patos y su pico en punta de flecha bebiendo en el océano azul. Nadie supo que había realizado un vuelo nocturno. Las gentes de la península no podían imaginar que su delta volase e hicieron su vida como siempre, ajenos a aquel apéndice de arena que esperaba a la noche siguiente para convertirse en ave. Estuvo así, volando cada noche puntualmente, aquel delta de las alas enormes transformado en ave viviente y en cada vuelo nocturno descubría más mundo. Volvía siempre antes de la aurora y jamás era sorprendido. Hasta que un día no volvió.
Y Dante se detiene.
–No, ya no volvió más.
Y Dante ya no continúa.
Esperamos todos a ver qué dice Dante, pero Dante no añade nada.
Empiezan las toses entre las sillas, empiezan los murmullos entre los asistentes.
Nadie se atreve a preguntar.
–No sé qué ha pasado con ese delta, Majestad –dice Dante al fin tímidamente, casi sin voz–, porque no he podido escribir esa historia que hubiera querido leer aquí. No sé cómo continúa.
Aumentan los murmullos en la sala.
Quisiéramos preguntarle a mi abuelo, el Premio Nobel, quisiéramos saber qué ha pasado con ese delta.
Y de repente nos sobrecoge un ruido impresionante en el techo que va apartando todos los rumores, que nos deja a todos en silencio.
Un batir de enormes alas, gigantescas, pesadas, inmensas, cruza solemne sobre esta sala, pasa majestuoso por el cielo de Estocolmo.
No, no es un avión.
Causa escalofrío.
Todos miramos hacia arriba.
Tarda mucho en pasar.
–¿Es el delta, verdad? –le susurro temblando a mi hermana Amenuhka, cogiéndola de la mano.
Sí, debe ser el delta. Baten las enormes alas llenas de aves y pasan sobre nosotros cruzando el techo».
José Julio Perlado: (del libro «Nosotros, los Darnius«) (relato inédito)
(Imágenes:- 10 de diciembre de 2007.- ceremonia de de los Premios Nobel. -foto Pascal Le Segretain/Getty Images Enternainment.-Foundation Nobel)