
«Puedo asegurarle – le contaba Walser a Max Rychner -que usando la pluma asistí al auténtico colapso de mi mano, a una suerte de crispación de cuyas garras me fui liberando a duras penas y con lentitud. Pasé, pues, por un periodo de decaimiento que, por así decir, se reflejaba en la escritura a mano, en la disolución de la misma, y fue copiando lo que había escrito a lápiz cuando, como un niño, aprendí de nuevo a escribir».
¿Qué tiene el lápiz? Quizá el engaño del borrador, la trampa de la provisionalidad, esa curiosa mentira que nos ayuda a creer que aquello que estamos haciendo es simplemente un esbozo, el inicio de un mero apunte fugaz, pero la mina y la flecha del lápiz van dejando poco a poco sobre la página, sin nosotros quererlo, algo acaso imperecedero, un poso de creación que permanecerá tal vez porque hemos trazado aquello con soltura, liberados de cualquier opresión. Estos ensayos de «lapicería«, como Walser los llamaba, este «sistema del lápiz«, el singular método que aplicaba, le llevaba a decir: «me parecía, entre otras cosas, que con el lápiz podía trabajar de una manera más soñadora, más sosegada, más placentera, más profunda; creí que esta forma de trabajar crecía hasta convertirse para mí en una dicha singular».
Después se iba, paseante solitario, camino adelante con sus pensamientos. O se enfundaba una bata de prosas breves antes de ponerse a escribir aquellos microgramas en los que reducía el tamaño de las letras hasta hacerlas minúsculas.