SON COSAS DE LA VIDA FAMILIAR

 

 

“Con qué frecuencia se ha cenado,

cocinado, planchado y cosido.

Por la ventana  soplaba una suave brisa.

Se pasaba el día entero con un libro.

Se hacían y se recibían visitas,

se veía un haya en el bosque

y se escuchaba música en la sala de conciertos.

Mientras los hijos crecían, comenzaban

a marchitarse apaciblemente los que los engendraron,

el trabajo cotidiano se efectuaba con esmero,

los ojos veían algo hermoso aquí y allá.

Se compraba ropa, zapatos, vestidos,

se entablaban estas y aquellas relaciones,

escuela, teatro y cajas de ahorros,

cuchara y tenedor, plato, jarras, tazas,

darse la bienvenida, odiarse

son cosas propias de la vida familiar.”

Robert Walser—“Vida familiar’ (1931)— “Lo mejor que sé decir sobre la música”

 

(Imágenes— 1– George Goodwin Kiburne/ 2- Zinaida Serebriakova)

JEFES Y EMPLEADOS

 


“¡Vosotros, jefes auténticos, acercaos para que pueda percibir el aspecto de las verdaderas cualidades de jefe! —escribe Robert Walser en “Desde la oficina”—. Los jefes son, en mi opinión, una rareza muy valiosa, y un jefe es, a mi juicio, una persona a la que aquí y allá asalta la extraña necesidad de olvidar que es un jefe. Mientras que los empleados se distinguen porque se imaginan encantados de ser jefes, los jefes encaran de vez en cuando con cierto desdén y una especie de envidia fácilmente comprensible las alegrías e imprudencias de los empleados.; porque me parece un hecho indudable que los jefes están solos en que continuamente tienen razón y en consecuencia añoran conocer el sabor o el aroma  de la equivocación que les está vedado conocer. Los jefes pueden hacer lo que se les antoje;  los empleados, no, y en consecuencia ansían continuamente el mando del que carecen, contra lo que cabría decir que a menudo los jefes se hartan de mandar , que preferirían servir, obedecer, más que mandar, en lo que ven consumirse su existencia de una manera en realidad muy monótona.

 

“Cómo me gustaría que me echasen una bronca en alguna ocasión “, puede, en mi opinión, venirle fácilmente a la cabeza a algún que otro jefe, mientras que los empleados desconocen por completo tales deseos que jamás se cumplen.  Lo que distingue al jefe no es la mera riqueza, y por otra parte un empleado tampoco tiene por qué ser necesariamente  un pobre diablo. Opino que un jefe más bien es lo que es porque le consultan, igual que un empleado es lo que cree ser porque de su boca salen preguntas. El empleado espera; el jefe hace esperar. Pero esperar puede ser a veces tan agradable o incluso más agradable  aún que hacer esperar, que exige fortaleza. El que espera puede permitirse el lujo delicioso de no ser responsable de ningún modo; puede , mientras espera, penar por su mujer, por sus hijos, etc. Como es natural, esto también puede hacerlo el que hace esperar, si le satisface. Pero sucede que la figura insignificante del que espera no quiere absolutamente írsele de la cabeza, lo que, como es natural, lo incomoda.”

 

 

(Imágenes— 1- Peter Masek/ 2- Amir Shingray- 2008- craig scott galería – artnet/ 3- Mircea Suciu – 2011)

EL ARPA DE MANO

 

 

“En una noche oscura, sin estrellas —escribe Robert Walser en “Lo mejor que sé decir sobre la música” —, estaba en una calle que sube a la montaña cuando pasaron a mi lado, con música y alegre conversación, tres criados o mozos y siguieron andando con paso decidido y acompasado. Pronto se perdieron en la oscuridad, y yo dejé de verlos, pero el arpa de mano que uno de los tres tocaba con corrección regresó saliendo de la oscuridad y fascinando mis oídos. Los jóvenes son a veces grandes maestros en el toque del arpa de mano. Este instrumento requiere un puño fuerte, firme, del que sin duda no carecen los mozos de las montañas. Así que me detuve a escuchar. El sonido espléndido, majestuoso, suave, grande y cálido se alejaba cada vez más con el mozo. En aquel momento debían de haber llegado al bosque, pues el sonido se tornó más suave y quedo , y subía y bajaba en oleadas. Al pensar en una comparación , el sonido me pareció un cisne que se desliza resonando por la oscuridad. En las montañas a los criados les gusta caminar tocando el arpa delante de las casas en las que habitan sus chicas. También los tres mozos iban a ver a una chica.”

 


 

(Imágenes—1- John Herschel -1842/ 2-Alfred Gockel- globalgallery)

 

 

 

 

Imágenes —1-

LA MÚSICA Y ROBERT WALSER

 

 

“La música es para mí lo más dulce del mundo. Amo las notas hasta lo indecible.  Para oír una nota, soy capaz de saltar mil pasos.  A menudo, cuando recorro en verano las calles calurosas y resuena el piano en alguna casa desconocida, me detengo creyendo que debería morir en ese lugar —escribe Robert Walser en 1902 —. Me gustaría morir escuchando una pieza musical. Me lo imagino tan fácil, tan natural, y sin embargo es imposible, como es lógico. Las notas son puñaladas demasiado débiles. Las heridas de tales punzadas escuecen, claro, pero no destilan pus. Manan tristeza y dolor en lugar de sangre. Cuando las notas cesan, todo vuelve a serenarse en mi interior.  Entonces me pongo a hacer mis deberes escolares, a comer, a jugar, y lo olvido. El piano emite la nota más fascinante, aunque la toque una mano chapucera. Yo no escucho la ejecución, sino sólo las notas. Nunca podré convertirme en músico, porque nunca me hartaría de la dulzura y la embriaguez de la composición. Escuchar música es mucho más sagrado. La música siempre me entristece, al modo de una sonrisa triste —gratamente triste, me gustaría precisar —. No consigo encontrar alegre la música más divertida, y la más melancólica no me resulta demasiado triste y desconsoladora. Ante la música siempre me embarga una sola sensación: la de que me falta algo. Nunca llegaré a saber la razón de esa dulce tristeza, y nunca intentaré indagar en ella. No deseo saberlo. Yo no deseo saberlo todo (…)  La música me encuentra dondequiera que yo esté en ese momento preciso. Yo no la busco. Me dejo halagar por ella (…) Cuando no escucho música, me falta algo, pero cuando la escucho es cuando de verdad me falta algo. Esto es lo mejor que sé decir sobre la música.”

 

 

(Imágenes -1-Xavier Bueno- 1942/ 2-Edgar Degas)

CONTEMPLAR EL PAISAJE ME PERMITE OBSERVAR

 

 

«Contemplar el paisaje me permite observar que lo que avanza puede ser más delicado, bello, noble que lo que persevera en la inmovilidad. Porque en este momento el viento sacude los árboles y arbustos únicamente por una razón muy sencilla y evidente: son tenaces. Cuando a veces ceden, se producen las sacudidas. Si no hubiesen arraigado no podríamos hablar del rumor de sus hojas y, en consecuencia, tampoco escucharlo. La escucha depende del rumor y el rumor de las sacudidas y las sacudidas de la objetividad procedente de un lugar concreto. Las nubes en fuga, hermosas, grandiosas, no están inmóviles y por eso tampoco sufren sacudidas. Montañas enteras de nubes y edificios de nubes como castillos tienen un aspecto casi indolente, cual cisnes nadando o mujeres que se dejan inducir o persuadir a esbozar una sonrisa o un movimiento. La persuasión por lo bello, por lo blando, por lo sublime culmina en una totalidad de mudo sometimiento , como sucede, por ejemplo, con las grandes ideas o con las buenas obras, con la justicia, con el amor. El concepto más excelso pasa silencioso, inaudible, soplado por la boca antediluviana del viento. Sin embargo, lo tranquilo, lo duradero, los fenómenos que ofrecen o presentan resistencia a lo viviente, sea impalpable o palpable, existen y parecen conocerse y complementarse de la manera más exquisita».

Robert Walser – » Escrito a lápiz» – «Microgramas lll» ( 1925- 1932)

((Imagen : –   John Constable- estudio de  cielo y árboles -1821 – museo Victoria  y Alberto)

W. G. SEBALD Y ROBERT WALSER

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«Empezando unas veces por aquí y otras por allá –confesaba W. G. Sebald -, desde hace años recorro las novelas de Walser, en parte en «Escrito a lápiz», y, siempre que reanudo mis lecturas discontinuas de sus escritos, miro también las fotografías que hay de él, siete estaciones fisonómicas muy diversas (…)  Car Seelig cuenta que una vez, en un paseo con Robert Walser, cuando estaban llegando a la localidad de Balgach, hizo una observación sobre Paul Klee y, apenas había pronunciado ese nombre, vio al entrar en Balgach, en un escaparate vacío, una tabla con la inscripción «Paul Klee: Tallador de candelabros de madera«. Seelig no trata de dar ninguna explicación a ese curioso suceso. Se limita a registrarlo, quizá porque precisamente lo más extraño es lo que más deprisa se olvida».

Es muy interesante pasear del brazo de un gran escritor como W. G. Sebald para alcanzar el ritmo de los paseos de otro gran escritor como Robert Walser. Los pasos y paseos de los admirados y admiradores lectores adelantan su marcha sobre los comentarios y esos comentarios se nos ofrecen siempre llenos de riqueza. Repasando la vida de Walser, Sebald recuerda que » acontecimientos exteriores como el estallido  de la Primera Guerra Mundial no afectaron al escritor suizo. Lo único seguro es que escribe continuamente con un esfuerzo cada vez mayor; también cuando disminuye la demanda de sus textos sigue escribiendo día tras día, hasta el límite del dolor y no pocas veces, creo, un trecho más allá (…) ¿Cómo se puede comprender a un autor que estaba acosado por las sombras y que, con independencia de ello, esparció por todas partes la luz más amable, un autor que escribía humoradas de pura desesperación, que casi siempre escribió lo mismo y nunca se repitió, para quien sus propios pensamientos, aguzados en minucias, eran incomprensibles, que estaba por completo con los pies en el suelo y se perdía incondicionalmente en el aire, cuya prosa tenía la cualidad de disolverse al ser leída, de forma que sólo unas horas después de su lectura apenas se podían recordar los personajes, acontecimientos y cosas efímeras de que se había hablado?».

Si apretamos el paso en las lecturas alcanzaremos primero a Sebald en el camino y Sebald mismo apretará también nuestro paso para alcanzar a Walser en su paseo interminable.

 

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(Imágenes.-1.-W. G. Sebald/ 2.- Robert Walser)

UN OFICINISTA

 

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«Un oficinista es una persona entre los dieciocho y los veinticuatro años. Los hay mayores, aunque no los tomamos en cuenta aquí. Un oficinista es formal, tanto en su indumentaria como en su estilo de vida. Los informales los soslayamos. De esta última clase, dicho sea de paso, hay poquísimos. Por lo general el oficinista no manifiesta el menor gracejo; si lo hiciera, sería un oficinista mediocre. Un oficinista se permite muy pocos excesos; por lo general no es de temperamento fogoso; por el contrario, posee laboriosidad, tacto, capacidad de adaptación y un sinfín de cualidades tan excelsas que un hombre tan humilde como yo no osa mencionarlas, o apenas se atreve. Un oficinista puede ser una persona muy cordial e intrépida. Conozco a uno que en un incendio desempeñó un papel destacado en las tareas de salvamento. En un abrir y cerrar de ojos, un oficinista deviene en un salvador, por no decir en un hèroe novelesco. ¿Por qué los oficinistas se convierten tan raramente en héroes en las novelas? Es un craso error, que hemos de reprochar seriamente a la literatura patria. Tanto en la política como en los asuntos públicos la formidable voz de tenor del oficinista resuena menos que nada. ¡Sí, que nada! Hemos de subrayar algo por encima de todo: ¡los ofinistas son de temperamento rico, espléndido, original, magnífico! Rico en todos los sentidos, espléndido en muchos, original en todo y por descontado magnífico.

 

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Su talento para la escritura convierte fácilmente a un oficinista en escritor. Conozco a dos o tres cuyo sueño de convertirse en escritores ya se ha cumplido o está en vías de cumplirse. Un oficinista es más un amante fiel que un  bebedor de cerveza fiel, de lo contrario, lapidadme. Posee una especial inclinación para el amor, y es un maestro en toda suerte de galanterías. En cierta ocasión oí decir a una señorita que preferiría casarse con cualquiera antes que con un oficinista, porque eso solo significaba un acopio de miseria. Yo digo, sin embargo, que esa chica debe haber tenido mal gusto y peor corazón todavía. Un oficinista es recomendable desde todos los puntos de vita. Apenas hay criatura de corazón tan puro bajo el sol. ¿Acaso un oficinista asiste complacido a reuniones subversivas? ¿Es por ventura tan desordenado y altanero como un artista, tan avaricioso como un campesino, tan arrogante como un director? Director y oficinista son dos cosas diferentes, unos mundos tan distantes  entre sí como la Tierra y el Sol. No, el espíritu de un oficinista de comercio es tan blanco y pulcro como el cuello alto que lleva, y ¿quién ha visto a un oficinista con otro atuendo que no sea un impecable cuello alto? ¿Quién?, me gustaría saber».

Robert Walser– «Desde la oficina» (Siruela)

 

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(Imágenes.-1.-drafthouse com/ 2.- El Proceso- Orson Welles- mundovd com/3.-Paulo Nozolino)

EL ARTE DE CAMINAR

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«Una excursión a pie, para disfrutarla debidamente – recomienda Robert Louis Stevenson -, debe hacerse a solas. Si se va en grupo, o incluso en pareja, ya sólo de nombre es una excursión (…) Una excursión a pie debe hacerse a solas, porque la libertad es esencial; porque se debe ser capaz de parar y reanudar el viaje y seguir en ésta o en aquella dirección conforme nos lo dicte nuestro capricho y porque se debe llevar nuestro propio paso, ni trotar al paso de un maratonista, ni acoplarse al paso de una muchacha. Además, se debe estar abierto a todas las impresiones y permitir que nuestros pensamientos adopten el color de lo que vemos (…) No debe haber ruido de voces al lado, para estropear el silencio meditabundo de la mañana (…) Durante el primer día (o poco más) de cualquier

 

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excursión hay momentos de amargura, cuando el viajero se irrita contra su mochila, cuando siente la tentación de arrojarla sobre una cerca (…) Sin embargo, la mochila pronto adquiere una cierta soltura; se vuelve magnética, penetra en ella el espíritu del viaje. No bien acabamos de pasar los tirantes sobre el hombro cuando los restos del sopor desaparecen de nosotros; con un estremecimiento nos adueñamos de nosotros mismos y ahí mismo tomamos nuestro paso.»

Al caminar de los escritores me he referido varias veces aquí, en concreto a los célebres paseos de Robert Walser. Pero ahora son Stevenson y William Hazlitt los que nos explican «el arte de caminar» (Universidad Nacional Autónoma de México). Hazlitt confiesa que «una de las cosas más placenteras del mundo es irse de paseo, pero a mí me gusta ir solo. Sé disfrutar de la compañía en una habitación, pero al aire libre me basta la naturaleza. Nunca estoy menos solo que cuando estoy a solas.»

 

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Stevenson glosa de vez en cuando el ensayo de Hazlitt «Dar un paseo», «el cual – dice – es tan bueno que debería fijarse un impuesto a todos los que no lo han leído», aunque no aprueba sus saltos y carreras. «Ambos agitan la respiración – dice Stevenson -; ambos agitan el cerebro, sacándolo de la gloriosa confusión que le da la intemperie, y ambos alteran el paso. Un paso desigual no es muy agradable al cuerpo y distrae e irrita la mente; mientras que cuando se ha entrado en un paso uniforme no se requiere ningún pensamiento consciente para mantenerlo y, sin embargo nos impide pensar seriamente en otra cosa. Como el tejido de punto, como la obra de un copista gradualmente neutraliza y adormece toda actividad seria de la mente (…)

 

paseos-nnhun-caminos- Alfred Sisley- Museo Metropolitano de Nueva York

 

¿Y qué ocurre con el sitio del reposo al final del camino? «Llegan ustedes – dice Stevenson – a una etapa en lo alto de una colina o a algún lugar en que las profundas veredas se unen bajo los árboles: allá va la mochila y se sientan a fumar una pipa bajo la sombra (…) Si no son felices es que tienen algo sobre la conciencia; pueden ustedes quedarse todo el tiempo que gusten al lado del camino. Es casi como si hubiese llegado el milenio, cuando arrojemos nuestros relojes de pared y de bolsillo sobre las tejas y no volvamos a acordarnos del tiempo y de las estaciones. No llevar las cuentas de las horas durante una vida es, iba yo a decir, vivir para siempre. No tienen ustedes ninguna idea, a menos que lo hayan intentado, de lo interminablemente largo que es un día de verano que se mide sólo por el hambre y llega a su fin sólo cuando se siente sueño. Yo conozco una aldea en que casi no hay relojes, en que nadie sabe nada acerca de los días de la semana más que por una especie de instinto de la fiesta de los domingos, y donde sólo una persona les puede decir el día del mes y, generalmente, está equivocada.»

 

caminos-boc-árboles- Laurits Andersen Ring- mil ochocientos noventa y ocho

 

«Pero es de la noche, después de la cena -sigue diciendo Stevenson tras un día de camino -, cuando llegan las horas mejores; no hay pipas como las que siguen a un buen día de marcha: el sabor del tabaco es algo para recordar, tan seco y aromático, tan rico y tan fino. Si terminan la velada con un grog, confesarán que nunca habían probado semejante grog, a cada sorbo una jocunda tranquilidad corre por los miembros y se aposenta fácilmente en el corazón. Si leen ustedes un libro – y sólo lo harán a ratos perdidos – encontrarán el lenguaje extrañamente castizo y armonioso; las palabras cobran un significado nuevo, frases sueltas se adueñan del oído durante media hora y el autor se gana el cariño del lector, a cada página, por las más sutiles coincidencias de sentimiento. Diríase que se trataba de un libro que ustedes mismos hubieran escrito en sueños.»

 

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(Imágenes.-1.-Michael Rovner- 1957-netmuseum org/ 2.-Ivan Shishkin– 1882/ 3.- Vincent van Gogh- 1884/ 4.- Alfred Sisley– museo metroplitano de Nueva York/ 5.-Laurits Andersen Ring– 1898/ 6.- Felix Vallotton- 1917)

 

PASEOS DE ESCRITORES

paisajes.-uy78.-paseos.- Fulvio Roiter.-Brujas.-1959

Cotidianos paseos de Thomas Mann como él así lo anota en sus «Diarios» ; paseos también de W.G. Sebald ; paseos siempre de Robert Walser. Varias veces he hablado de tales paseos en Mi Siglo.  En el caso de Julien Gracq, el excelente escritor francés, profesor de geografia, enamorado de la geología y de la Historia, recluido al final de su vida en su villa natal de Saint-Florent- Le – Vieil, los paseos podrían extenderse «a lo largo del camino» – tal como reza el título de uno de sus libros, (Acantilado) – y sus pisadas saldrán de los libros hacia la naturaleza para volver luego, a media tarde, desde la naturaleza hasta los libros. » Aquí domina el abedul – va caminando y diciéndose Julien Gracq en sus «Capitulares» (Días contados)-, silueta más grácil contra el cielo que la de ningún otro árbol, unida a castaños aislados, a la rica vegetación amarilla, salpicada de rosetas más claras, a bosques de abetos jóvenes aún; acá y allá un roble de Ruysdaël estira a gran distancia la tienda sombría de sus ramas bajas; entre los troncos espaciados, el brezo siembra por doquier de flores moradas una felpa seca, algo así como una esterilla asurada y flameada; las veredas húmedas y verdes, abiertas para los cazadores en el monte bajo, desaparecen sumidas en el temblor de los helechos casi arborescentes. De

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trecho en trecho, un sembrado de centeno o de maíz, henchido como un atolón que golpea la resaca de las malas hierbas y que defiende escasamente de la caza su barrera de rejilla metálica y su guardia mayor de espantapájaros. Saliendo casi de debajo de los pies, salpica por todos lados, en las revueltas de los senderos, la recia bofetada de las alas de los faisanes, que resuellan y roncan como una motocicleta al arrancar; al compás del trotecillo oscilante y mecánico de los conejos se sacuden y destellan a través de la hierba esos traseros menudos y cándidos; las ardillas flotan y se devanan de rama en rama,

paisajes.-t6ggn.-Albert Renger-Patzsch.-1936

como flexibles boas de plumas pelirrojas, casi inmateriales; los erizos revuelven con el hocico, despaciosos y sagaces, la alfombra de hojas secas. Todos los paseos – y el sendero serpenteante desconcierta enseguida y desvía del mundo habitado – se convierten en una escapada maravillosa al mundo de las fábulas, por donde avanzamos con el corazón un tanto palpitante por las revueltas de todas las sendas; el paso del hombre entre las criaturas silvestres no propaga aquí, a muy corta distancia, sino una ola de alarma muy débil que se cierra en el acto a sus espaldas igual que una estela en la mar.»

Los pies de los escritores parecen palabras y el rumor de las palabras va pisando las hojas de prosa, las acaricia a la vez, y la voz camina sobre el silencio de la naturaleza.

(Imágenes:- 1.-Fulvio Roiter.-Brujas.-1959/2.-Beacon Fell/3.-Albert Renger-Patzsch.-1936)

PASOS

Estos pasos continuos que aparecían en la película de Robert Z. Leonard, «Dancing Lady«, pasos decididos, pasos incansables, abren el año sobre la acera del tiempo, lunes y martes, miércoles y jueves y viernes caminando sobre tantos problemas y tantos trabajos, pasando más que paseando, yendo y viniendo de quehacer en quehacer, recorriendo calles, recorriendo carpetas, paseando despacio tan sólo sábados y domingos, pero pasando y pisando ràpidos el resto de la semana, de aquí para allá, de las salidas a las entradas, de los sótanos a los rascacielos, bajando y subiendo escaleras, andando, caminando, viviendo.»Se me curva la espalda – decía Robert Walser -, porque a menudo me paso horas inclinado sobre una palabra que tiene que recorrer el largo camino que va desde el cerebro al papel«. Entonces uno se levanta y echa obligatoriamente a andar. Pasos. Pasos continuos y absolutamente necesarios. Pasos imprescindibles. Cada uno de ellos delata que estamos vivos.

(Imagen: «Dancing Lady»  1933.-de Robert Z. Leonard )

LEYENDO A ROBERT WALSER

«En un bello y dilatado paseo se me ocurren mil ideas aprovechables y útiles. Encerrado en casa, me arruinaría y secaría miserablemente – escribe Walser en «El paseo» -. Para mí pasear no sólo es sano y bello, sino también conveniente y útil. Un paseo me estimula profesionalmente y a la vez me da gusto y alegría en el terreno personal; me recrea y consuela y alegra, es para mí un placer y al mismo tiempo tiene la cualidad de que me excita y acicatea a seguir creando, en tanto que me ofrece como material numerosos objetos pequeños y grandes que, después, en casa, elaboro con celo y diligencia».

Pasea uno con Robert Walser de forma extraordinaria gracias a la mano de Jürg Amann en «Una biografía literaria» (Siruela), donde textos esparcidos por el libro son como piedrecitas en el camino blanco del relato, una vida andando, una vida escribiendo – al final una vida en silencio -, piezas minúsculas recogidas aquí y allá por el biógrafo que van marcando idas y venidas del sendero.

«Al cabo de unos cinco o seis años, el artista, aunque descienda de campesinos – dice Walser hablando sobre Berlín en 1910 -, se sentirá en la gran ciudad como en su casa. Da la impresión de que sus padres vivieron y lo trajeron al mundo allí. Se siente comprometido, endeudado y hermanado con el singular estrépito, fragor y estruendo. Percibe el ajetreo y la agitación como una nebulosa y amada manifestación materna. Ya no piensa en marcharse de nuevo. Le vaya bien o mal, decaiga o progrese, lo mismo da, le «ha atrapado», está cautivo para siempre, le es impoible decir adiós a esta grandiosa agitación».

Es el poderío de las grandes ciudades fascinando siempre a los autores. Dublin en Joyce, Berlín en Döblin, Orán en Camus, Nueva York en Dos Passos.  En el caso  español, la llegada de Azorín a Madrid en 1896 supone que el ojo del escritor lo mire todo. Se ha abierto la plaza del Callao en 186o; se ha comenzado la construcción del barrio de Salamanca en 1863; se ha instalado el reloj de la Puerta del Sol en 1866; se ha inaugurado la primera línea de tranvías tirados por mulas en 1871; la nueva sede del Ateneo en la calle del Prado es de 1884; se ha proyectado la Gran Vía en 1886 y se han instalado los primeros teléfonos en 1887. El año en que Azorín llega a Madrid puede verse la primera exhibición del cinematógrafo y el primer automóvil en las calles de la capital. La intimidad – recordará luego el escritor en 1952 – irá dejando paso a la «universalidad, multiplicidad y facilidad».


Son las ciudades y los ojos de los artistas: los paseos de los escritores. Las ciudades apenas se mueven, pero los artistas se acercan a ellas hasta tocarlas, dibujarlas, escribir sobre ellas. Quedan sorprendidos, quedan cautivos, como confiesa Walser hablando de Berlín.

(Imágenes:-1.- Robert Walser.-lavozdegalicia/2.-Berlín en 1909.-wikimedia.org)

ÉXITOS Y FRACASOS

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«Los libros pueden ser éxitos. Qué deprisa, con qué presta decisión lo digo – escribe Robert Walser -. Tal como pienso para mí mismo, quizá este pequeño esbozo se convierta en un éxito de altura, a pesar de que la alegre esperanza puede albergar convicciones procedentes de la vanidad. Recuerdo haber dicho a una mujer hermosa con motivo de un banquete: «Quiero intentar ser atractivo a sus ojos». ¿Me creerán si explico que con esta frase pretendía cosechar un fracaso rotundo? En efecto, la mujer, argumentando su extrema torpeza, respondió a mi comentario que una persona simpática y elegante no intentaba ser atractiva, sino que o bien lo era por cualesquiera cualidades o le faltaba simpatía, y en ese caso carecía de interés y era soso. Puesto que el descuido de mis palabras me había hecho soso o, también cabe decir, aburrido, la convicción de resultar fastidioso me hizo recobrar el interés. Se me antojó que ahora la hermosa mujer casi lamentaba haberme reprendido».

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«Los fracasos invitan a la reflexión, los éxitos al descuido más seductor (…)- prosigue Walser en «Escrito a lápiz». Microgramas lll» (Siruela) – Hoy he rechazado la lectura de un libro que hace unos años cosechó un éxito clamoroso y por esa circunstancia me dejó totalmente frío, provocando en mí la necesidad de leer preferiblemente la obra de alguien carente de éxito. Con las personas y los libros sucede algo parecido, y de los éxitos surgen los fracasos, y de los fracasos germinan o florecen los éxitos. Hace algún tiempo me regalé una novela que no había conseguido un verdadero éxito, ¿y qué me pareció? Maravillosa, y me entusiasmó tanto la carente de éxito que rechacé la exitosa, que parecía gritarme con aplastante seguridad que era atractiva, cosa que no me apetecía nada creer. Los fracasos entrañan una suerte de amabilidad, de suavidad, de finura, de inteligencia, son simpáticos, y uno los transforma en éxitos con el mismo agrado con que los éxitos se pueden transformar en fracasos».

Todo este aparente malabarismo de las frases con las que juega este escritor suizo al que me referí hace pocos días en Mi Siglonos revelan certeras verdades que muchas veces olvidamos, entre ellas la fugacidad de los éxitos, el inestable desequilibro de las balanzas a la hora de los juicios, la subjetividad emocional con que recibimos en la vida triunfos y fracasos, y ya en el horizonte de las artes y las literaturas y en su línea final,  el sorprendente descubrimiento de que aquella obra desconocida que casi nadie aplaudió sigue en pie y luminosa mientras que los años han ido hundiendo en diccionarios de olvidos lo que en el fervor de un instante todo el mundo aclamó.

(Imágenes: 1.-«Bookcases» (1995-2004) por Martin Richman.-Aeroplastics Contemporary.-Bruselas.-artnet/ 2.-«Scholar» (America Series), 1991.-por Benny Andrews.-artnet)

LA CENIZA Y EL LÁPIZ

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«De hecho – dice el gran escritor suizo Robert Walser  hablando sobre la ceniza -, sólo con una penetración algo profunda de ese objeto aparentemente tan poco interesante pueden decirse muchas cosas, por ejemplo que, si se sopla la ceniza, no hay en ella lo más mínimo que se niegue a dispersarse al instante volando. La ceniza es la humildad, la intranscendencia y la falta de valor mismas y, lo que es más hermoso, ella misma está obsesionada con la creencia de no valer nada. ¿Se puede ser más inconsistente, más débil y más insignificante que la ceniza? Sin duda no es fácil. ¿Hay alguna cosa que pueda ser más transigente y paciente que ella? No, desde luego. La ceniza no tiene carácter y está más alejada de todo tipo de madera de lo que lo está la depresión de la alegría desbordante. Donde hay ceniza, en realidad no hay nada. Pon tu pie sobre la ceniza y apenas notarás que has pisado algo».

Estas palabras nos recuerdan el dorso de la vida, la superficie escondida bajo tanta vanidad y brillantez con la que  nos gusta convivir. Hace pocos días, hablando aquí de Gógol, lo veíamos por las calles de San Petersburgo con sus andares de loco pacífico. Extraordinarios escritores como W.G. Sebald han recordado que «Walser y Gógol perdieron poco a poco la capacidad de dirigir su atención al centro de los acontecimientos de la novela y se dejaron capatar, en cambio, de una forma compulsiva, por las criaturas extrañamente irreales que aparecían en la periferia de su campo de visión, sobre cuya vida anterior y ulterior nunca sabemos lo más mínimo.(..) Walser y Gógol tienen también la falta de hogar, lo horriblemente provisional de su existencia, su prismático cambio de talante, el pánico, el sombrío humor, impregnado de un negro dolor de corazón, la interminable profusión de papelitos y precisamente la invención de todo un pueblo de pobres almas, de un cortejo de máscaras que prosigue sin cesar, con fines de mistificación autobiográfica» («El paseante solitario. En recuerdo de Robert Walser«) (Siruela).cuaderno-cvcb-untitled-por-brigida-baltar-2004-galeria-nara-roesler-brasil-artnet

 Papelitos. Lápices. Sobre la «lapicería»  de Walser ya hablé en Mi Siglo. Lo mismo que sobre sus paseos. Y los papelitos en los que escribía sus microgramas me recuerdan a los papelitos escondidos en los bolsillos  que llevaba Stravinsky en los aviones para apuntar intuiciones, o a los papelitos con los que cruzaba las calles Juan Rulfo preparado para cualquier pensamiento.

(Imágenes: 1.-foto: Kevin Van Aelst.-The New York Times/ 2.-por Brígida Baltar, 2004.-Galería Nara Roesler.-Sao Paulo.-Brasil.-artnet)

ESCRITO A LÁPIZ

«Por lo general, antes de ponerme a escribir, me enfundo primero una bata de prosas breves», decía Robert Walser. Y así le vemos venir, caminando minucioso por sus Microgramas, el tercero de los cuales – abarcando desde 1925 a 1932 – acaba de publicarse este año. (Siruela). De Walser ya hablé en este blog el 20 de noviembre e intenté acompañarle en sus paseos desde mi siglo, pero hoy quisiera seguirle tan sólo con el lápiz, mi lápiz detrás del suyo, aunque la punta de mi escritura sea tecla en pantalla y las tiras de papel se hagan luminosas y su instantaneidad atraviese el mundo.
«Puedo asegurarle – le contaba Walser a Max Rychner -que usando la pluma asistí al auténtico colapso de mi mano, a una suerte de crispación de cuyas garras me fui liberando a duras penas y con lentitud. Pasé, pues, por un periodo de decaimiento que, por así decir, se reflejaba en la escritura a mano, en la disolución de la misma, y fue copiando lo que había escrito a lápiz cuando, como un niño, aprendí de nuevo a escribir».
¿Qué tiene el lápiz? Quizá el engaño del borrador, la trampa de la provisionalidad, esa curiosa mentira que nos ayuda a creer que aquello que estamos haciendo es simplemente un esbozo, el inicio de un mero apunte fugaz, pero la mina y la flecha del lápiz van dejando poco a poco sobre la página, sin nosotros quererlo, algo acaso imperecedero, un poso de creación que permanecerá tal vez porque hemos trazado aquello con soltura, liberados de cualquier opresión. Estos ensayos de «lapicería«, como Walser los llamaba, este «sistema del lápiz«, el singular método que aplicaba, le llevaba a decir: «me parecía, entre otras cosas, que con el lápiz podía trabajar de una manera más soñadora, más sosegada, más placentera, más profunda; creí que esta forma de trabajar crecía hasta convertirse para mí en una dicha singular».
Después se iba, paseante solitario, camino adelante con sus pensamientos. O se enfundaba una bata de prosas breves antes de ponerse a escribir aquellos microgramas en los que reducía el tamaño de las letras hasta hacerlas minúsculas.

PASEOS CÉLEBRES

Paseos por el bosque, paseos por laderas y montañas, paseos, o mejor, pasos hacia atrás cuando el pintor quiere tomar perspectiva antes de acercarse nuevamente al lienzo, paseos higiénicos en los que la mente se aleja de la mesa, abre la puerta del jardín y marcha junto al perro con la excusa de dar una vuelta. Paseos a media tarde de Thomas Mann, paseos escribiendo, componiendo o pintando ausentes de papel, partitura o caballete, paseos y pasos sobre hojas crujientes, sobre nieve crujiente, zapatos húmedos y brillantes bajo la lluvia, zapatos reventados por el polvo del sol. Paseos. Pasos. El paseante solitario Robert Walser, el paseante que sigue tras sus páginas como W. G. Sebald, el paseante lector que continúa detrás de Sebald y de Walser, el paseante librero que marcha aconsejando al paseante lector. Paseos. Pasos. Los andares de los hombres, a veces con el libro en la mano, se encuentran al fondo con esa figura del escritor suizo Robert Walser con el sombrero y el paraguas, de perfil, mirando el horizonte. En el horizonte, en el suelo, aún se ven las pisadas de quien paseó hace poco intentando subir por la nieve.