«En un bello y dilatado paseo se me ocurren mil ideas aprovechables y útiles. Encerrado en casa, me arruinaría y secaría miserablemente – escribe Walser en «El paseo» -. Para mí pasear no sólo es sano y bello, sino también conveniente y útil. Un paseo me estimula profesionalmente y a la vez me da gusto y alegría en el terreno personal; me recrea y consuela y alegra, es para mí un placer y al mismo tiempo tiene la cualidad de que me excita y acicatea a seguir creando, en tanto que me ofrece como material numerosos objetos pequeños y grandes que, después, en casa, elaboro con celo y diligencia».
Pasea uno con Robert Walser de forma extraordinaria gracias a la mano de Jürg Amann en «Una biografía literaria» (Siruela), donde textos esparcidos por el libro son como piedrecitas en el camino blanco del relato, una vida andando, una vida escribiendo – al final una vida en silencio -, piezas minúsculas recogidas aquí y allá por el biógrafo que van marcando idas y venidas del sendero.
«Al cabo de unos cinco o seis años, el artista, aunque descienda de campesinos – dice Walser hablando sobre Berlín en 1910 -, se sentirá en la gran ciudad como en su casa. Da la impresión de que sus padres vivieron y lo trajeron al mundo allí. Se siente comprometido, endeudado y hermanado con el singular estrépito, fragor y estruendo. Percibe el ajetreo y la agitación como una nebulosa y amada manifestación materna. Ya no piensa en marcharse de nuevo. Le vaya bien o mal, decaiga o progrese, lo mismo da, le «ha atrapado», está cautivo para siempre, le es impoible decir adiós a esta grandiosa agitación».
Es el poderío de las grandes ciudades fascinando siempre a los autores. Dublin en Joyce, Berlín en Döblin, Orán en Camus, Nueva York en Dos Passos. En el caso español, la llegada de Azorín a Madrid en 1896 supone que el ojo del escritor lo mire todo. Se ha abierto la plaza del Callao en 186o; se ha comenzado la construcción del barrio de Salamanca en 1863; se ha instalado el reloj de la Puerta del Sol en 1866; se ha inaugurado la primera línea de tranvías tirados por mulas en 1871; la nueva sede del Ateneo en la calle del Prado es de 1884; se ha proyectado la Gran Vía en 1886 y se han instalado los primeros teléfonos en 1887. El año en que Azorín llega a Madrid puede verse la primera exhibición del cinematógrafo y el primer automóvil en las calles de la capital. La intimidad – recordará luego el escritor en 1952 – irá dejando paso a la «universalidad, multiplicidad y facilidad».
Son las ciudades y los ojos de los artistas: los paseos de los escritores. Las ciudades apenas se mueven, pero los artistas se acercan a ellas hasta tocarlas, dibujarlas, escribir sobre ellas. Quedan sorprendidos, quedan cautivos, como confiesa Walser hablando de Berlín.
(Imágenes:-1.- Robert Walser.-lavozdegalicia/2.-Berlín en 1909.-wikimedia.org)
Siempre están ahí, las ciudades, esperándonos. Y existen, incomprensiblemente, fuera de nosotros, dentro de nosotros. El misterio del tiempo. Y del espacio.
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