¡Ay Harlem!

¡Ay Harlem! ¡Ay Harlem! ¡Ay Harlem!
No hay angustia comparable a tus ojos oprimidos,
a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,
a tu violencia granate sordomuda en la penumbra,
a tu gran rey prisionero con un traje de conserje!

¡Ay, Harlem disfrazada!
¡Ay, Harlem, amenazada por un gentío de trajes sin cabeza!
Me llega tu rumor,
me llega tu rumor atravesando troncos y ascensores,
a través de láminas grises,
donde flotan sus automóviles cubiertos de dientes,
a través de los caballos muertos y los crímenes diminutos,
a través de tu gran rey desesperado,
cuyas barbas llegan al mar.
Federico García Lorca: «Oda al rey de Harlem» (Poeta en Nueva York)
(Vayan estos poemas del surrealismo español el día en que viene en la prensa que Sotheby´s sacará a subasta el Manifiesto surrealista de André Breton.)

HABLAR COMO LA LLUVIA


Tenía una voz excepcionalmente grave y oscura, fantasmal, fuerte, irreal. Su acento en danés era casi arcaico, con las vocales abiertas y arrastradas del «viejo Copenhage«. Tenía una idea fija de lo que debía ser un cuento de Isak Dinesen, o una conversación, o una entrevista. Para un pequeño círculo de admiradores Karen Blixen se había convertido en el Viejo Marino, protagonista del famoso poema de Coleridge. Uno de sus invitados solía «darle pie» para que comenzara un cuento, y ella empezaba con su repertorio de gran dama, capaz de seguir y seguir sin una sola pausa y sin preocuparse de ponerse a la altura del que escuchaba. Otro de sus íntimos amigos decía estar dispuesto a echar una moneda a su contador y escuchar. A veces había en sus ojos una concentración total que casi asustaba, la mirada abstraída, en trance, viviendo totalmente en otro espacio y tiempo. Su hablar conpulsivo reflejaba su estado exaltado, estado de ensoñación, no plenamente consciente de dónde se encontraba.
Hablaba como la lluvia.
Convocaba a sus veladas a invitados imaginarios: a Shelley, a la emperatriz de China, a San Francisco.
Sí, hablaba como la lluvia.
En ocasiones era tan realista, tan abnegada y llena de recursos como la diosa china de la compasión y de la astucia femenina.
«Detesto la literatura – dijo -, y en especial la moderna. Leo con el apetito de una muchacha que piensa que va a encontrar el Príncipe Encantador en los libros».
A quien le entrevistó para The Paris Review (El Aleph), le dijo:
En África ya había aprendido a contar cuentos. Porque, ¿sabe?, tenía al público perfecto. Los blancos ya no escuchan los cuentos recitados. Se mueven inquietos o se quedan adormilados. Pero los nativos siguen teniendo oído. Les explicaba historias todo el tiempo, de todo tipo. Y toda clase de tonterías. Les decía: «Había una vez un hombre que tenía un elefante con dos cabezas…» y enseguida tenían ganas de escuchar más. «¿Ah? Sí, pero memsahib, ¿cómo lo encontró?, y ¿cómo lograba alimentarlo?» o cualquier otra cosa. Les encantaban esas invenciones. Deleitaba a mi gente de allí hablando en verso para ellos; no tienen rima, ¿sabe?, no la habían descubierto. Yo decía cosas como: «Wakamba na kula mamba» («La tribu wakamba come serpientes»), que en prosa les habría enfurecido, pero que les divertía enormemente en verso. Y después me decían: «Por favor, memsahib, habla como la lluvia», así que entonces sabía que les había gustado, ya que la lluvia allí era algo muy valioso.
Estos son los cuentos de Isak Dinesen, cuentos góticos y cuentos últimos, cuentos barrocos y cuentos sorprendentes. Caen intermitentemente, palabra a palabra, y caen con la finura de la literatura oral, abren el espacio de los oyentes y dejan en el campo de la atención el olor de la lluvia.

VIDAS IMAGINARIAS


Este blog Mi Siglo lleva como subtítulo la invención de la realidad. Muchos escritores han perforado la realidad inventándola o rodeando con sus inventos creadores las murallas de una realidad que parecía pétrea. Pero la fuerza de la invención es poderosa. Las gentes cruzan las ciudades para adquirir unas invenciones encuadernadas que se llevan a casa para hojear y bucear en ellas. Compran exquisitas mentiras y para ello atraviesan calles de realidades huyendo de ellas, escapando de la monotonía de las horas para refugiarse en las invenciones que otros les cuentan. Otros recorren las avenidas para sentarse ante pantallas de invenciones habladas, en el silencio de salas sumergidas, extasiados ante los movimientos de encantadoras mentiras que actrices y actores declaman o interpretan. En cualquier caso ha habido siempre y siempre habrá inventores de vidas imaginarias que parecen auténticas, creadores del poder de la palabra y de la imagen, magos que cautivan.
Uno de ellos, entre tantos miles, fue Stanislaw Lem. No sólo fue el gran autor polaco de la ciencia-ficción sino aquel que – como Borges o Calvino -escribió prólogos para libros inexistentes y que ya desde niño poseía la afición de fabricar pasaportes de países imaginarios. Creó palabras : «intelectrónica», «teletaxación»,»cerebromática», «imitología», «fantomología». Además de Solaris, además de Memorias encontradas en una bañera, además de Diarios de las estrellas, además de La invencible o La investigación, redactó sus célebres preámbulos, por ejemplo su «Historia de la literatura bítica» (es decir, la literatura creada por entes no humanos) o el prólogo a Extelopedia Vestrand en 44 Magnetomos (enciclopedia de hechos futuros). Ambas están recogidas en Un valor imaginario (Bruguera) y recuerdan de algún modo a otro libro único y famoso, Vidas imaginarias del francés Marcel Schwob. En este último veinte biografías recorren las vidas de personajes que no existieron y aquí aparecen, por ejemplo, Sufrah, un geomántico, Cecco Angiolieri, un poeta resentido, o el Mayor Stede Bonnet, un pirata por vocación.
Lo imaginario, en fin, fascina. Sus mapas y habitantes pertenecen a una raza tan desconocida como vecina nuestra, esos hombres y mujeres disfrazados de humanos que todos los días nos encontramos en el ascensor.

ERNESTINA DE CHAMPOURCIN

Ayer asisto a la inauguración de la exposición que el Ayuntamiento de Madrid celebra sobre Ernestina de Champourcin, la voz femenina en la Generación del 27. Fotografías, manuscritos, célebres dedicatorias y hasta sus personalísimas gafas, aquellas con las que yo la conocí y la traté muchas veces en mi casa, hace años, como cuento en uno de los enlaces de este blog de Mi Siglo, aquella entrevista de 1986 de tantos recuerdos y tan inolvidable.
Para los poetas – y ella fue uno de los grandes – el mejor homenaje es cantar y contar lo que escribieron. Y aquí está:
NO SÉ CÓMO ME LLAMO
Tú lo sabes, Señor.
Tu conoces el nombre
que hay en Tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que Tu amor
me dará para siempre
si respondo a Tu voz.
Pronuncia esa palabra
de júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!
«El nombre que me diste» (1960)

LITERATURA DE OBSERVACIÓN

«Mi tía Mary -narra la escritora norteamericana Elisabeth Bishop -tenía dieciocho años y se había marchado a Estados Unidos, concretamente a Boston, para estudiar en una escuela de enfermeras. En el último cajón de la cómoda de su habitación, perfectamente envuelta en delicado papel de seda rosa, reposaba su muñeca preferida. Ese invierno yo pasé mucho tiempo enferma con bronquitis, y finalmente mi abuela me la ofreció para que jugara con ella, lo cual me sorprendió y me hizo feliz, porque jamás había sabido de su existencia. Y mi abuela había olvidado cómo se llamaba.
Tenía un amplio vestuario, que le había confeccionado mi tía Mary y que estaba guardado en un baúl de juguete de latón verde con los pertinentes listones, cerraduras y clavos. Las prendas eran preciosas, maravillosamente cosidas y tenían un aire anticuado, que incluso yo percibía. Había unas enormes enaguas ribeteadas con un encaje diminuto, una faja y un corsé con pequeñas ballenas. Eran fascinantes, pero lo mejor de todo era el modelito para patinar. Consistía en un abrigo rojo de terciopelo, un turbante y un manguito de una especie de cuero marrón comido por las polillas, y para que el conjunto provocase una emoción casi insoportable, un par de botas blancas de cabritilla con cordones, con los ribetes festoneados, y un par de patines demasiado pequeños y romos, pero muy brillantes, que mi tía Mary había cosido con puntadas de grueso hilo blanco a las suelas, dejándolos bastante sueltos».
Así comienza un famoso cuento, Gwendolyn, en el volumen de relatos -los pocos relatos que Bishop hizo – titulado Una locura cotidiana (Lumen). Estamos ante la literatura de observación, de minuciosa y creadora observación. Hay otra literatura – la de invención, la de imaginación – tan potente como la que acabamos de leer, y ambas (la observación y la invención) se complementan. Tan difícil es una como la otra. Los sentidos – en este caso el ojo de la escritora- se ha ido fijando en los detalles más minúsculos de esa muñeca que describe, esa muñeca que quizá hemos visto en ciertas casas muchas veces, pero que sólo el ojo de un creador sabe fotografiar. El ojo se demora en la descripción de pequeñeces esenciales, en colores, en formas, no tiene prisa por pasar adelante en el relato, mima como un artesano lo que cuenta. Se ha dicho que Elisabeth Bishop – esencialmente dedicada a la poesía – tenía un talento especial para, a través de los sentidos, llegar a lo medular. Siempre que se quiere llegar al sentimiento o al pensamiento en el relato se recorre el camino de los sentidos, ese ver y tocar las cosas que Flannery O`Connor tanto recomendaba a quienes querían empezar a escribir.
Luego esos sentidos, esa observación, pueden seguir si lo desean hacia el realismo o abrir en cambio la caja de las sorpresas y entregarnos de pronto lo que hay dentro y cuyo nombre suele ser siempre la fantasía.

MARCA DE AGUA


Este fin de semana he estado en Venecia. He ido a ver el puente de Calatrava. ¿Se tambalea? ¿No se tambalea? El agua no me ha respondido. Mi ojo miraba la ciudad del agua y la góndola llevaba a mi lado el ojo del poeta Joseph Brodsky que me acompañaba. Había pasado por el Hotel Gritti Palace con los recuerdos de tantos escritores: Ruskin, Dickens, Hemingway, Somerset Maugham, Malraux, Greene, Montale, Dos Passos, Simenon, Sinclair Lewis, Capote, Dino Buzzati, Saul Bellow…

– En Venecia – me iba diciendo Brodsky al compas de los remos -se puede verter una lágrima en varias ocasiones. Admitiendo que la belleza es la distribución de la luz en la forma que más congenie con nuestra retina, una lágrima es una confesión de la incapacidad de la retina, así como también de la lágrima, para retener la belleza. En general, el amor llega con la velocidad de la luz; la separación, con la del sonido. Porque el ojo no se identifica con el cuerpo al que pertenece, sino con el objeto de su atención. Y para el ojo, por razones puramente ópticas, la partida no es el abandono de la ciudad por el cuerpo, sino el abandono de la pupila por la ciudad. Igualmente, la desaparición del amado, especialmente cuando es gradual, causa dolor, sin que importe quién, ni por qué peripatéticas razones, sea el que realmente se mueve. Tal como va el mundo – concluía Brodsky -, esta ciudad es la amada del ojo. Después de ella, todo es decepción. Una lágrima es la anticipación del futuro del ojo.

Los remos iban y venían. La góndola, como un ataud flotante, cabeceaba su negrura entre recuerdos. Venecia subía y bajaba según yo iba leyendo aquel libro bellísimo de Brodsky, Marca de agua (Siruela), que me hacía creer que navegaba acompañado. Pero, no; viajaba solo. Venecia venía sola conmigo y en la noche unas luces iluminaban mi lectura.

-La ciudad es estática – me seguía diciendo Brodsky -, mientras nosotros nos movemos. La lágrima es prueba de ello. Porque nosotros partimos y la belleza queda. Porque nosotros vamos hacia el futuro, en tanto que la belleza es eterno presente. La lágrima es un intento de permanecer, de rezagarse, de fundirse con la ciudad. Por eso va contra las reglas. La lágrima es una reversión, un tributo del futuro al pasado. O es el resultado de sustraer lo mayor a lo menor: la belleza al hombre. Lo mismo vale para el amor, porque nuestro amor, también, es más grande que nosotros.

Y así, poco a poco, fuimos doblando- suave, rítmicamente-, el Gran Canal.

EL NADADOR


He vuelto a leer El nadador de John Cheever. Me he tirado de cabeza en el relato del gran escritor norteamericano y he seguido las brazadas que daba Neddy Merrill desde la piscina de los Westerhazy hasta la de los Clyde. Me he olvidado un poco de la película de Burt Lancaster en 1968 cuando el filme perseguía a la literatura y he cruzado todo el condado nadando, atravesando las edades, atravesando las fatigas, el agua rodeándome los brazos y olvidándome a cada movimiento de lo que ocurrió ayer, nadando hacia el futuro. «Acaudalados hombres y mujeres se reunían junto a sus aguas color zafiro – me iba diciendo Cheever conforme nadaba -, mientras serviciales criaturas de blancas chaquetas les servían ginebra fría». He cruzado la piscina de los Bunker y la piscina pública de Lancaster. Otro novelista americano, Nelson Algren, nadando a mi lado, me decía entre brazada y brazada: » Cheever es el único escritor norteamericano del que puedo leer un relato en el New Yorker sin tener que pasar las hojas para identificar al autor».
Es verdad. Le veo nadar a Cheever – es decir, escribir sus Relatos (Planeta) -y le oigo decir en el agua que la literatura debe agrandarnos y no disminuirnos. No debe rebajarnos al nivel de un cenicero de colillas. «Camino de casa de los Clyde – cuenta El nadador -se tambaleó a causa del cansancio y, una vez en las piscina, tuvo que detenerse una y otra vez mientras nadaba para sujetarse con la mano en el borde y descansar. Trepó por la escalerilla y se preguntó si le quedaban fuerzas para llegar a casa. Había cumplido su deseo, había nadado a través del condado, pero estaba tan embotado por la fatiga que su triunfo carecía de sentido».
Allí nos despedimos. Aún me dijo Cheever antes de terminar: «Yo esperaba que los ríos de mi infancia, plagados de truchas, se verían un día inundados de latas de conserva mohosas y que los prados se cubrirían de casas. Esperaba incluso a verme parcialmente aislado de nuestra herencia moral y ética. Pero los absurdos de la vida moderna me dejan desarmado. No obstante, me parece también que esas latas de conserva, esas autopistas, esos conjuntos inmobiliarios deprimentes no son los restos de una civilización decadente sino las avanzadillas y las primeras fortificaciones de una civilización que ahora nos corresponde construir».
Y de nuevo Cheever estiró los brazos, trazó una larga curva en el aire y se arrojó de cabeza a la piscina.

UNA PARTIDA DE AJEDREZ


Al enterarme hoy de la muerte del gran Bobby Fischer telefoneo al novelista y guionista mejicano Vicente Leñero para que vayamos a casa del también mejicano Juan José Arreola, el autor de Confabulario Personal (Bruguera), gran apasionado del ajedrez.
Comenzamos la partida a media tarde. Es un tablero de palabras, el girar de los dedos mueve las piezas de las preguntas y Leñero, sentado frente a Arreola (yo miro simplemente cómo juegan), va interrogando al escritor mejicano sobre los misterios del ajedrez.
– El ajedrez – dice Arreola– nace al pie de la torre de Babel como una especie de proposición: ¿quieres embarcarte en la aventura espacial más grande que tu razón pueda concebir? ; ¿quieres agotar todos los recursos de tu imaginación? : yo te voy a proponer la trampa mental: el gambito de las 64 casillas. En un espacio limitado de ocho casillas por ocho, que pueden ser de un centímetro o de un metro, el hombre encuentra y captura el infinito.
Siguen jugando y hablando Arreola y Leñero mientras yo observo los movimientos en el tablero.
-El tablero que se encontró al pie de la torre de Babel – continúa Arreola – aparece después en Egipto y se habla de una reina de la decimoctava dinastía tan aficionada al juego del ajedrez, que pide ser envuelta en un sudario de 16 casillas; en los relieves se advierte la imagen de dos personas que juegan sobre un tablero con piezas verticales, no con fichas, ¡con piezas erectas!
Se ha dicho – prosigue el escritor mejicano mientras mueve un caballo – que el ajedrez fue traído a Europa por los cruzados, pero no es cierto. Por el norte africano, el ajedrez llega a Europa con los primeros árabes que ingresan en España. De allí se difunde por todas partes. En Europa el ajedrez es anterior a las Cruzadas. Ya en el siglo nueve existe en Europa un tratado de ajedrez donde se habla de torres, de alfiles, de rey y dama, con detalles interesantísimos: el alfil, por ejemplo, es considerado un ministro; luego, en Inglaterra, se convierte en obispo, mientras que para los franceses siempre es un juglar: el fou: el loco. Con los peones llegan a sutilezas increíbles: se les otorgan especializaciones: el peón de caballo-dama es labrador, el peón de alfil-rey es tejedor. Eso, y la simbología, que continúa válida en nuestro tiempo. Al alfil, por ejemplo, lo podríamos calificar de maquiavélico, porque se mueve siempre de manera oblicua. El alfil es el José Fouché del ajedrez, avieso como político. La torre, en cambio, es un castillo, es recta, sólida.
Veo que poco a poco le está ganando la partida Leñero a Arreola, quizás por el empleo de sus palabras, por el movimiento de sus preguntas.
– Desde luego – continúa Arreola -, por razones psicológicas hay personas que mueven mejor los alfiles que los caballos. Un audaz preferirá jugar con caballos. Una persona prudente tratará de cambiar de inmediato la dama, los alfiles y los caballos para jugar con torres…»Oblicuo alfil y reinas agresoras», decía Borges.
Curiosamente – sigue diciendo Arreola ( y yo creo que ahora se distrae y que está perdiendo la partida) -,los más grandes enemigos en el ajedrez se buscan el uno al otro, se necesitan mutuamente para confrontarse y para resolver esa querella universal que significa lo antagónico. El más grande drama de Capablanca no fue que Alekhine le arrebatara el campeonato del mundo, fue que Alekine lo eludió, no le dio jamás la revancha y prefirió jugar con Max Euwe, el holandés.
De repente hay jaque mate inesperado y Arreola pierde. Al salir, Leñero y yo hablamos de la muerte de Fischer y recordamos aquella gran partida con Sapssky en 1972. Le pregunto cómo sabe tanto Arreola de ajedrez.
– Todo lo que me ha dicho lo publiqué ya hace muchos años en mi libro Talacha periodística (Diana. Mexico) . Allí lo tienes.
Esta noche leeré entera esa partida de literario-ajedrez tan inolvidable.

EL MISTERIO PICASSO

Cuando Picasso pinta un pájaro su mano traza el ojo que nos mira, ese ojo del animal sorprendido al ver que estamos entrando en el sagrado recinto de la creación. En el verano de 1955 el director de cine Henri- Georges Clouzot logró que Picasso accediera a pintar bajo los focos, rodeado de cámaras, técnicos y ayudantes, yendo y viniendo con su pequeño cuerpo bronceado, desnudo de cintura para arriba, la mirada fija en el trazo seguro e inesperado, el pulso firme sobre los cuernos de un toro o sobre el cálido plumón de una paloma que con sólo un rasgo rápido y preciso se transformaba en la mejilla de una mujer.
Clouzot, el director de Las Diabólicas, filmó su documento en los estudios cinematográficos de Niza bajo un calor, se dijo, «que hacía que el sol de afuera pareciera el de Islandia» y consiguió recoger el proceso de creación del pintor gracias a filmar los dibujos por la parte de atrás de un papel absorbente a través del cual las tintas de colores penetraban en el acto, con la ventaja de que la mano de Picasso no ocultaba su trabajo. Una vez trazada, cada línea parecía correcta e inevitable y daba la sensación – como ha dicho Penrose – de que ya estaba allí, pero que era invisible a todos salvo al artista.
En este documento fílmico excepcional, «Le mystère Picasso» – con música de Georges Auric y con montaje de Henri Colpi, que se estrenó en 1956 -, vemos el lápiz del pintor siguiendo a su ojo, el ojo dirigiendo a su mano, y mano y ojo descubriendo lo que hay en la mente, un misterio impenetrable, similar misterio al que existía en la cabeza de Leonardo o de Mozart. Pero, ¿qué cámara puede entrar en las secretas estancias cerebrales y sensoriales de un músico? Se ha dicho que Clouzot debería haber usado un microscopio metafísico de insólita potencia que actuara fuera de los límites de tiempo y espacio y haber dejado a un lado la cámara. Ese microscopio, por ahora, no existe. Vemos ir y venir al pintor, adentrarse en la blanca creación de un lienzo que parece cristal, un cristal que parece papel, un papel desde el que nos mira un pájaro, un pájaro con su ojo sorprendido como si nos preguntara qué hacemos allí, cómo nos hemos atrevido a entrar en el sagrado recinto de la creación.

COLOQUIO DE LOS PERROS


«Una sutilísima mezcla de los olores más variados le hacía vibrar las aletas de la nariz – describe Virginia Woolf al perro Flush -: áspero olor a tierra, aromas suaves de las flores, inclasificables fragancias de hojas y zarzas, olores acres al cruzar la carretera, el picante olor que sentía cuando entraban en los campos de habas…Pero de pronto traía el viento unos efluvios más agudos, más intensos, más lacerantes que todos los demás – unos efluvios que le arañaban el cerebro hasta remover mil instintos en él y dar suelta a un millón de recuerdos: el olor a liebre o a zorro. Entonces se lanzaba como una exhalación. Olvidaba a su ama: se olvidaba de todo el género humano. Oía a unos hombres morenos que gritaban: «¡Span! ¡Span!». Oía el restallar de los látigos. Corría, se precipitaba…Por último, se paraba en seco, estupefacto: el encanto se había desvanecido. Muy lentamente, moviendo la cola con humildad, regresaba a través de los campos hasta donde estuviera Miss Mitford voceando: «¡Flush! ¡Flush! ¡Flush!» y agitando la sombrilla».
Pronto llegaban otros perros. Por ejemplo, Cecil, el perro de Manuel Mujica Láinez, que describía así su convivencia con el amo: «Hace un año que es mi dueño y vivo en su casa, y me asombra todavía, dado mi carácter, que me haya conquistado en poco tiempo. Al principio quise resistirle. Ahora me he entregado con la intensidad de una pasión primera que sospecho será también la última. Es hermoso amar. Hermoso y terrible. No conozco gozo y ternura equiparables. No pienso que existan. Basta que me deslice una mano por el cuerpo, en caricia larga, para que vibre y me estremezca, como si me encendieran una pequeña fogata en el corazón».
Pero aún queda el perro de Kafka, que se acerca también a juguetear: «¡Cómo ha cambiado mi vida y cómo no ha cambiado en el fondo! Ahora que rememoro el pasado y evoco los tiempos en que aún vivía en medio de la comunidad perruna, participaba de todo cuanto le interesaba, un perro más entre otros perros, descubro, mirándolo bien, que desde siempre algo no encajaba, que siempre hubo una pequeña fractura, que un ligero malestar se apoderaba de mí en medio de los actos populares más solemnes, y a veces ocurría incluso en círculos familiares, no, no a veces, sino con suma frecuencia, que la mera visión de un prójimo por el que sentía cariño, visto de pronto desde una perspectiva nueva, me turbaba, me asustaba, me dejaba indefenso y hasta me desesperaba».
Perros que hablan. Perros que ladran en la literatura. Hablan ladrando, como Cervantes escribe en su Coloquio de los perros: «desde que tuve fuerza para roer un hueso tuve deseo de hablar, para decir cosas que depositaba en la memoria…».
Además de Cecil (Editorial Sudamericana) de Mujica Láinez, además de Flush (Destino) de Virginia Woolf, además de Investigaciones de un perro (Alianza) de Kafka, además de la gran Novela ejemplar de Cervantes, vienen todos los perros, con sus gemidos y ladridos, a retozar. Viene Linky, el de Edith Wharton, viene Grasper, el de Emily Brontë, viene Carlo, el de Emily Dickinson, viene Flush, el de Elizabeth Barret.

Y luego están todos los que nos miran tumbados, los ojos adormecidos, las orejas gachas, esperando que un escritor se compadezca y narre su vida.

RECUERDO DE UN POETA

Hoy, a los 82 años, ha muerto en Madrid, Ángel González, uno de los más grandes poetas españoles contemporáneos.

A MANO AMADA

A mano amada.

cuando la noche impone su costumbre de insomnio,

y convierte

cada minuto en el aniversario

de todos los sucesos de una vida;

allí,

en la esquina más negra del desamparo, donde

el nunca y el ayer trazan su cruz de sombras,

los recuerdos me asaltan.

Unos empuñan tu mirada verde,

otros

apoyan en mi espalda

el alma blanca de un lejano sueño,

y con voz inaudible,

con implacables labios silenciosos,

¡el olvido o la vida!,

me reclaman.

Reconozco los rostros.

No hurto el cuerpo.

Cierro los ojos para ver más hondo,

y siento

que me apuñalan fría,

justamente,

con ese hierro viejo:

la memoria.

Ángel González: «Muestra,corregida y aumentada, de algunos procedimientos narrativos«(1976)

LO IMPORTANTE ES NO MORIR

Ayer vino a cenar William Saroyan a casa. A la casa del blog. Las cenas en el blog de mi siglo son distintas a cualquier otras porque nos reunimos muertos y vivos, libros y personajes y cada uno habla con libertad de lo que quiere y así nos pueden dar las tantas sabiendo que nuestras conversaciones las escucha toda la blogosfera.
Le pregunté a Saroyan:
-¿Para quién escriben ahora los escritores?
-¿Para quién escribían antes ?- me preguntó a su vez.
-Para el público, desde luego – le contesté.
-Pues también ahora escriben para el público – me respondió-. Pero, ¿está seguro de que alguna vez se ha escrito para el público? Quiero decir con esta expresa particularidad. El escritor empieza por escribir para sí mismo , probablemente porque no sabe cómo escribir y quiere descubrir ese cómo, o descubrir que no sabe. Por ejemplo, yo siempre he creído que si yo puedo leerme, otros podrán leerme también. Así, empiezas por escribir para ti y, si no fracasas, presumes que escribes también para otros. Pero, si aún no te has casado, te das cuenta de que escribes también para tu mujer, dondequiera que ella esté, quien quiera que sea, como quiera que pueda resultar y, desde luego, ello significa que empiezas también a escribir para los chicos que ella va a tener contigo, o que tú esperas que vaya a tener. Empiezas, pues, a escribir para tu propia especie. No rechazas al resto de la especie humana, aunque todos nosotros lo rechacemos alguna vez. Así que tú escribes para la madre de tus hijos, a la que aún no has visto, que tal vez aún no ha nacido, y para los hijos que vais a tener, tu propia especie humana que tú crees va a ser una especie superior. Pero no acaba aquí la cosa – siguió diciendo Saroyan -. Empiezas a escribir para la mujer y los hijos del otro, y también para su nueva especie. Y aún hay más, y esta es la parte más incómoda, incluso en divagaciones de este estilo. Escribes para Dios, lo cual, creo yo, es otra forma de decir algo más. Trate de recordar, si puede, lo que siente un niño pequeño al salir del sueño que, en cierto modo, puede considerarse el cielo. El niño deja su sueño de mala gana, pero no puede seguir durmiendo. Trate de recordar lo que usted sentía acerca de lo que se aproximaba, sobre las cosas que iban a suceder, sobre el mundo…- y así continuó el gran escritor armenio-americano, sentado tranquilamente en mi blog, paladeando lentamente su copa de coñac.
– Pero, ¿qué puede decir un escritor que no haya sido dicho ya?- le pregunté interesado.
– Bueno – dijo Saroyan -, debe decir lo poco que tenga que decir, por poco que sea. Tiene que decirlo y repetirlo, como han hecho todos los escritores, que han dicho lo poco o lo mucho que tuvieran que decir y luego lo han repetido una y otra vez. ¿Y qué han dicho? En realidad, nada, siempre lo mismo, cambiando el nombre del macho y cambiando el nombre de la hembra, pero cada uno de ellos igual a todos los de los otros libros, cada uno de ellos vivo en el tiempo.
Se nos hacía tarde. Le extendí «El atrevido muchacho del trapecio» (Janés), «Cartas desde la rue Taitbout«(Plaza-Janés), «Me llamo Aram» y, sobre todo, «Lo importante es no morir» (Plaza-Janés) para que me los firmara.
-¡ Pero lo importante es no morir!, recuérdelo – me dijo ya en la puerta muy sonriente.
Muerto en 1981, me sorprendió que estuviera tan vivo.

LISBOA , CIEN AÑOS

Leo que el gran director de cine portugués Manoel de Oliveira entra en el 2008, año en que, si Dios quiere, llegará a su centenario, con una nueva película, Cristóbal Colón. El enigma.
La edad no parece hoy, al menos en muchas ocasiones, obstáculo para que la imaginación vuele. En la Historia, Goethe escribió su gran obra a los ochenta y dos, Cervantes acabó El Quijote a los sesenta y ocho, Miguel Ángel pintó frescos a los setenta y uno, Verdi compuso a los setenta y cuatro, Haendel a los setenta y dos. Tras la afirmación de la individualidad en la juventud, tras la crisis del desasimiento en la madurez – esa expectación que estira el tiempo, ese saber a qué atenerse que le obliga a uno a aprovechar el tiempo al máximo- he aquí al hombre sabio cuya conciencia es cada vez más clara sobre aquello que no pasa, sobre aquello que es eterno.
Lisboa es el escenario ante el que se abren varias películas de Oliveira. Como también los barrios populares de Oporto. «El cielo negro al fondo del sur del Tajo – describirá Pessoa – era siniestramente negro contra las alas, por contraste, vívidamente blanco de las gaviotas de vuelo inquieto. El día, sin embargo, no estaba ya tempestuoso. Toda la masa de la amenaza de lluvia había pasado hacia la otra orilla, y la ciudad baja, húmeda todavía de lo poco que había llovido, sonreía desde el suelo a un cielo cuyo norte se azulaba todavía un poco blandamente».
Eso, respecto a la luz, a los reflejos. Porque del ruido – los ruidos perceptibles o no de una Lisboa de sueños – hablará otra película, Lisboa Story, la investigación- documental de Wim Wenders, ese paseo inolvidable y mágico en busca de grabaciones por las calles, ese sonido del casco antiguo, el sonido persiguiendo a la imagen hasta fundir imagen y sonido entre canciones de Teresa Salgueiro y de Madredeus.

EL HOMBRE INVISIBLE

¿A dónde irá Barack Obama?, me pregunto. ¿A dónde irá Ellison?, escribía sobre el gran novelista negro Norman Mailer. Mailer saludaba al autor de «El hombre invisible» (Lumen), con estas palabras: «Resulta banal decir que Ellison es un excelente escritor. Pero ¿por qué su libro insiste tanto sobre una tesis que me parece absurda: la invisibilidad del negro? El negro es ciertamente en Norteamérica el menos invisible de los hombres. El hecho de que el blanco sea incapaz de reconocer la personalidad de cada negro no es tan rico en significado como Ellison parece querer indicar. La mayoría de los blancos son, desde hace mucho tiempo invisibles unos para otros…¿A dónde irá Ellison? Su talento es demasiado excepcional como para que pueda preveerse. Quizás una solución sería que se aventurara por el mundo blanco que él conoce muy bien y que materialice la invisibilidad, todavía más terrible, de los blancos…»
Mientras tanto Ellison había escrito en su novela excepcional:
«Soy un hombre invisible. No, no soy uno de aquellos trasgos que atormentaban a Edgar Allan Poe, ni tampoco uno de esos ectoplasmas de las películas de Hollywood. Soy un hombre real, de carne y hueso, con músculos y humores, e incluso cabe afirmar que poseo una mente. Sabed que si soy invisible ello se debe, tan sólo, a que la gente se niega a verme. Soy como las cabezas separadas del tronco que a veces veis en las barracas de feria, soy como un reflejo de crueles espejos con duros cristales deformantes. Cuantos se acercan a mí únicamente ven lo que me rodea, o inventos de su imaginación. Lo ven todo, cualquier cosa, menos mi persona».
Publicada en España en 1966, «El hombre invisible«, de Ralph Ellison (1914-1994), es una de esas obras que se quedan para siempre en la memoria.
«Me gustaría oir, a un mismo tiempo – escribe en esa novela -, cinco discos de Louis Armstrong tocando y cantando «¿Qué hice para ser tan negro y triste?». Ahora, de vez en cuando, escucho a Louis mientras tomo mi postre favorito: helado de vainilla con ginebra rosada. Echo el líquido coloreado sobre la blanca montaña que forma el helado, y contemplo cómo resbala, brilla y forma un sutil vapor, mientras Louis logra extraer de aquel militar instrumento musical oleadas de lirismo. Es posible que Louis Armstrong me guste debido a que de su invisibilidad ha hecho poesía. Pienso que ello se debe a que ignora que es invisible. Y, por otra parte, la conciencia de mi propia invisibilidad me ayuda a comprender la música».
¿Va a ser real, duradero y permanentemente visible Barack Obama?, me repito siguiendo las noticias. ¿Qué hay de invisible en la Historia tras tantas imágenes visibles?
Al otro lado de la habitación, Louis Armstrong eleva su trompeta:
«No salgo ya más
No tengo amigos
Mi único pecado
Es mi piel negra
Qué he hecho yo
Para ser tan negro
Mi corazón es negro».
Y sigue elevándose y elevándose y ondulando en el aire, la trompeta.

VIAJE DE LOS REYES MAGOS

Un frío caminar el que tuvimos:
justamente el peor tiempo del año
para un viaje, y cuán largo viaje;
hondos caminos, tiempo crudo,
el rigor del invierno.
Irritados, rebeldes, aspeados,
se tendían los camellos en el fango y la nieve.
(…)
Todo esto pasó hace ya mucho tiempo,
recuerdo,
y lo haría otra vez; mas notad esto,
notadlo bien esto:
¿Hacia qué fue la guía de aquel largo camino?
¿Hacia Nacer? ¿A Muerte? Porque hubo un Nacimiento,
tuvimos evidencia; no hubo duda.
Yo había visto nacimiento y muerte,
los creía distintos; pero este Nacer fue
dura, amarga agonía para nosotros, igual que Muerte,
nuestra muerte.
Al cabo nos volvimos hasta nuestros países,
a estos Reinos,
pero ya sin reposo, sin hallarnos a gusto en el orden antiguo,
entre gentes extrañas, con las manos tendidas a sus dioses.
¡Bien quisiera otra muerte!
T. S. Eliot.-«Viaje de los Reyes Magos» (1932)