
Este señor, don Pedro Ramírez de Velasco, ha sido siempre un gran lector. Devoró de adolescente la gran biblioteca de su padre y de su abuelo, luego curioseó muchas bibliotecas públicas y privadas, luego compró libros. No sabría decir cuántos libros tiene en su casa colocados en los pasillos, ordenados meticulosamente, también en su despacho, también incluso en rincones de su elegante comedor y hasta en los baños. Ha consumido horas y horas de su vida leyendo, anotando, ha repasado clásicos y modernos, fantásticos y realistas, prácticamente ha recorrido todas las escuelas de la narrativa y de la poesía. Pero hoy está inquieto. Un nuevo libro le pone siempre inquieto. A primera hora de la mañana, cuando acababa de afeitarse, le ha llamado por teléfono Serafín, su librero preferido, para decirle que ha recibido una “joya”. “¿Primera edición?, le ha preguntado don Pedro muy nervioso. “No le puedo decir nada, don Pedro. Prefiero que lo vea usted mismo. Pero para mí, sí es una “joya”, ha añadido el librero. Pero don Pedro ha insistido “¿Primera edición? ¿ Numerada?”. “ Yo prefiero que venga usted a verlo, don Pedro. No le adelanto nada. Le va a entusiasmar. Ya se lo he apartado”. Entonces don Pedro, mientras acaba de vestirse, ha recordado que hoy es aún miércoles, que le queda todavía mucho hasta el sábado, que suele ser su “día de librerías”. Estamos a miércoles, se dice mientras se abrocha la camisa,, hasta el sábado no puedo acercarme. Además tiene una semana agitada, hoy viene a comer, como todos los meses, una amiga de su mujer, Herminia Clavijo, hay que darle conversación a esa señora, es una señora a la que le gustan los dulces, a la que le gusta la ópera, hay que hablarla de ópera, hay que hablarla de cremas y de bizcochos, pasar.de los sonidos profundos en la garganta a los barquillos rizados de mermelada, toda una complicación. Además don Pedro tiene este jueves consejo de administración en su empresa, Lucas Lucientes va a exponer los avances de la indagación que está haciendo, si se abren o no nuevos mercados, qué se hace con Asia, qué le han propuesto a Asia, ¿es más factible entrar ahora en Asia o es mejor permanecer en Sudamérica?, eso le va a preguntar el jueves a Lucientes. Son métodos distintos, mercados distintos. “¿Y usted qué cree, Lucientes, le dirá el jueves, que estamos preparados para entrar en Asia? A mí me preocupa Asia”. Luego mirará al resto de los consejeros que él conoce bien pero que a veces le enfadan porque se distraen jugueteando con las plumas o con los móviles. “Entonces, ¿qué, señores? ¿Pasamos o no pasamos a Asía?”. Otra complicación.

Tiene don Pedro, por tanto, una semana apretada. Y para colmo, el viernes a las cinco, dentista. O sea que el sábado se le hace aún muy lejano. Ese libro, esa “joya” de la que le ha hablado Serafín, el librero, ¿cómo será?. Sigue dándole vueltas mientras desayuna. Está probando un huevo pasado por agua y moja una punta de pan en la yema, y va sorbiendo un poco de café. Ese libro, esa “joya”, le va a perseguir toda la mañana. Cuando a las dos de la tarde llegue Herminia Clavijo como un vendaval, atravesando el comedor con su vestido de flores, es como si entrara Puccini o Verdi con toda la música en las flores, con toda la música en los collares, don Pedro sabe que como todos los meses va a tener que oírla hablar en italiano aunque ella no sabe italiano, pero se le han quedado algunas réplicas de “La Traviata” y a veces, casi sin querer, se le escapa, e incluso murmura entonando, “Oh, mío rimorso!” mientras se sirve la ensalada, y al cabo de un poco, antes del postre, entona otra vez levemente, “Puuura siccome un Angelo…” y eleva o baja el timbre de la voz porque, según dice, así se lo oyó en su momento a la Callas, puesto que habla de la Callas como si fuera su hermana, y Don Pedro la escucha siempre circunspecto, se estira un poco la servilleta, respeta a esta amiga de su mujer y a sus escapadas en italiano y cuando le cuenta una vez más que Alfredo sale hacia París y Violetta se queda sola en la casa de campo, ya sabe don Pedro a qué atenerse. Hace meses, al principio, no sabía bien quién era Alfredo, pero ahora Alfredo, de tanto salir hacia París, es como de la familia, cada mes el tenor Alfredo escapa de la casa de campo hacia París y deja a la soprano Violetta sola, pero Alfredo siempre vuelve, “Amami, Alfredo” entona a media voz Herminia escogiendo otro pastel de la bandeja, “¡Teníais que haber visto a la Callas, ¡La locura!”. Pero entonces viene una pequeña trifulca que don Pedro ya conoce bien, se estira de nuevo la servilleta y se echa un poco hacia atrás para escucharla: Gloria, su mujer, le recuerda ahora a Herminia que la Callas se escapó con Onassis y que luego Onassis se escapó a su vez con Jacqueline, y la Callas se quedó completamente sola.” ¡Una desgraciada!”, remata con ímpetu Gloria. Nunca se sabe si lo que le está diciendo Gloria a su amiga es para ponerla nerviosa o si son sus propias convicciones. Pero Hortensia no lo acepta. Saborea lentamente su bizcocho de nata y defiende siempre que hay dos Callas, la de Onassis y la de “La Traviata”, y la única válida, dice, es la de “La Traviata”.

Don Pedro sigue todo este rifirrafe con paciencia y sin demasiada curiosidad porque ha asistido a él muchas veces y porque a estas alturas de la comida él se va yendo poco a poco, con ojos entrecerrados, hacia su refugio. Unos meses su refugio es esa decisión que le preocupa, saber si debe o no expandir su Compañía hacia Asía y otro mes es otra cosa. Pero siempre encuentra un refugio. Se evade, entorna los ojos, “Mi marido es que tiene mucha vida interior”, suele definirlo Gloria. Pero esta vez el refugio de don Pedro es imaginar cómo será el libro que espera ver el sábado y que quizá compre, aún no lo sabe, porque nada es seguro y depende del precio. De todos modos, el precio no puede ser muy alto, está pensando ahora don Pedro sentado ya tras la comida en un sillón cerca del ventanal, abstrayéndose de la conversación que siguen manteniendo las dos mujeres. Recuerda perfectamente la tarde en que Serafín, el librero, se esforzó en venderle unas “Coplas a la muerte de su padre” de Jorge Manrique, edición única de 150 ejemplares numerados, y, según le iba enseñando el librero, tirada sobre papel de hilo e ilustrada con litografías y xilografías. Estuvieron debatiendo los dos aquel asunto cerca de una hora y al fin él se decidió a comprarlo aunque lo hizo no muy convencido, y porque se le rebajó mucho el precio. Le costó tanto aquel forcejeo con el libro, el más caro sin duda que tiene en su biblioteca, que desde entonces ese pequeño volumen está guardado y abierto de par en par en una de las vitrinas del salón, iluminado siempre por una elegante y diminuta bombilla. Se sabe tan de memoria el título y características de ese volumen que podría recitarlos enteros: es un título largo, no el que conocen resumido el resto de los lectores, sino un título largo que dice así: “Coplas a la muerte del Maestre de Santiago don Rodrigo Manrique, su padre”, y en la cubierta aparece: “editorial Afrodisio Aguado”, 1947. Tampoco hace tanto tiempo, piensa don Pedro, podría haberme adentrado en el siglo XVlll o en el XlX para buscar algo mejor pero todo era carísimo, y me basta este Manrique para dar un tono bibliófilo a la biblioteca. A veces, cuando viene algún nuevo invitado a la casa, don Pedro abre la vitrina y extrae con cuidado el Manrique no sin una mezcla de satisfacción. “¿Ves? —suele decirle al recién llegado procurando que el otro no toque el libro para no estropearlo —70 páginas. Litografía, xilografías y viñetas por José Lafita Portabella, — le va leyendo despacio —: puntos de óxido en cubierta y en las xilografías, y sobre todo, aquí lo pone, ¿ves?, “con promesa de no reimpresión por haber destruido las xilografías”. Por tanto, una buena adquisición— concluye —. Tuve suerte. Le tengo cariño”. Y siempre que vuelve a colocarlo en la vitrina y luego la cierra con una pequeña llave piensa en Manrique. Al principio temía que le preguntaran quién fue ese Jorge Manrique porque no sabía gran cosa de él; solamente contestaba que era un gran poeta. ¿Y quién fue su padre, de cuya muerte habla en las “Coplas”? le insistían los más curiosos. Hasta que un día se decidió a averiguar quién había sido el padre de Jorge Manrique y descubrió que su padre, don Rodrigo Manrique de Lara, nacido en Ocaña, había sido un noble de reconocido prestigio que estuvo al lado de los infantes de Aragón y enfrentado contra Juan l de Castilla y Álvaro de Luna; luego sería Maestre de la Orden de Santiago en 1474 en el Reino de Castilla y antecesor nada menos que de Fernando el Católico, que fue administrador. Pero don Pedro todo esto no se atreve a contarlo con detalle porque piensa que son demasiados datos y que a la gente le aburren. Le basta señalar que don Rodrigo fue un noble importante. Y sin embargo, él mismo, que no ha tenido hijos, cuando está a solas en el despacho y contempla el volumen en la vitrina, queda intrigado por esta relación tan humana y poética que ha tenido este hijo con su padre y se pregunta cómo es posible que un hijo pueda derramar tantas lágrimas y las convierta en poesía. Pero no, no son lágrimas, le han ido diciendo diversos estudios que ha ido consultando, no son lágrimas sino reflexiones en torno a la fama y a la fortuna, pero sobre todo al honor, puesto que fortuna y fama vienen y se van, pero el honor es otra cosa. Manrique, le han ido anotando los eruditos, tenía un gran respeto al honor. ¿Y él?— se pregunta un momento—, ,¿a qué tiene respeto? No se lo plantea porque no le da tiempo entre tantas lecturas que consulta y que le hablan de pompas y festines del pasado, riqueza y juventud, nobleza, engaños, en resumen, la vida terrenal del siglo XV y no la otra, esa otra vida que Manrique invoca. Alguna noche ha leído tanto sobre don Rodrigo Manrique y sus batallas, que ha tenido pesadillas de almenas y ballestas, viseras alzadas y armaduras, pero al despertar ha vuelto a la realidad, a apreciar ese libro que tiene en la vitrina.
Pero todo eso es el pasado, piensa don Pedro levantándose del sillón y yendo a despedir a Herminia Clavijo que se va. Él se irá también dentro de unos minutos porque quiere pasear y darle vueltas al consejo de administración que tiene el jueves. ¿Nos abrimos, entonces, Lucientes, a Asía? ¿ O nos quedamos como estamos? Pero sonríe. Algo hay al fin de la semana que le espera. Se conmueve. El sábado palpará y descubrirá un nuevo libro. ¿Una “joya’?, se dice. “Quizás una “joya’ , va diciéndose estremecido por el pasillo.”
José Julio Perlado
(del libro “Museo de la mirada”)
(texto inédito)
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( Imágenes— 1- Jan van eyck( 2- Sebastien Stokopff/ 3- libros de juegos de manos- Flickr/ 4 Lisbeth Zwerger)
Saludos, es interesante esta entrada, pero más interesante el valor de un hijo a su padre, en cuanto al honor. El honor, es más importante, que los títulos, que pueda tener y rendir honor a un padre, es un honor poder apreciar por medio de su escrito. Gracias por esta entrada, la cual me gusto y esperó disfrutar de otra entrada, parecida o semejante igual.
Juan,
Totalmente de acuerdo respecto al honor y al valor de un hijo al reconocerlo.
Muy agradecido por tus palabras.
Saludos.
Saludos, julio,gracias por su respuesta y excelente fin de semana.