Sentado en este despachito de cortinas azules en el piso de Raimundo Lulio 22, en pleno barrio madrileño de Chamberí, se encuentra este hombre de los lentes alados sobre la nariz, un hombre menudo, de apenas pelo cano, silencioso, hablando con su nieto, que soy yo. El nieto tiene en esta escena de 1956 tan solo 2o años, viene de estudiar esta mañana en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid el Primer Curso de especialidad en Filología Románica – Tercer Curso entonces de Filosofía y Letras – y ha escuchado las lecciones de Francisco Ynduráin Hernández – su gran maestro -, de Rafael Lapesa y de Alonso Zamora Vicente. José Ortiz de Pinedo tiene en el mediodía de esta conversación familiar 75 años, el despachito de cortinas azules es su refugio, y en el silencio de la letra menuda de sus manuscritos y en el recogimiento de los libros ordenados y alineados, se concentra su vida entera consagrada a la poesía, al teatro y a la novela, pequeñas novelas como ésta que ahora – cuando pasa el tiempo y la fantasía en la distancia se desborda – tengo yo aquí, en la mano, porque acabo de extraerla con la imaginación de la estantería de su sencilla biblioteca.
El libro lleva por título “¡… Y la vida se va!”, lo publica la Editorial Paez, calle Ecija 6, Madrid, (está dedicado a “Joaquín Aznar, espíritu generoso – escribe Ortiz de Pinedo en su dedicatoria -, pluma maestra, con el cariño de muchos años”) (Joaquín Aznar había sido Director del periódico “La Libertad” desde 1925 a 1931, y fue uno de los íntimos amigos de José Ortiz de Pinedo, junto con Eduardo Haro y Emilio Carrere)
Pero lo importante de esta corta novela de Ortiz de Pinedo “¡…Y la vida se va!” es quizá el título, es decir, cómo se va la vida por este pasillo del piso de Raimundo Lulio, cómo se va la vida hacia delante y hacia atrás, hacia la vida que vivió antes mi abuelo y hacia la vida que viviré yo más adelante – si Dios me ayuda -, como nieto.
Sí, en verdad se va la vida. Si nos asomamos a este balcón del segundo piso de Raimundo Lulio 22 veremos en el café de la esquina con la calle de Santa Engracia – café hoy desaparecido – cómo mi padre, muy joven, espiaba a mi madre – la hija única que tuvo Ortiz de Pinedo – cuando aún eran novios, allá por los años 30, y la espiaba enamorado para ver en qué momento salía ella a saludarle al balcón.
Porque esta pequeña calle madrileña que baja desde Santa Engracia hasta la plaza de Olavide y donde vive José Ortiz de Pinedo es muy literaria. Galdós en “Fortunata y Jacinta” hace que doña Lupe se mude a este barrio del mercadillo de Olavide, entonces unos tenderetes al aire libre, como nos lo muestra un dibujo de la “Guía” de Fernández de los Ríos. La Rubín – personaje galdosiano – va a habitar a la calle de Raimundo Lulio y el autor de “Fortunata” nos hace creer que la casa debió estar muy cerca del Paseo de Santa Engracia. Pedro Ortiz Armengol, sin duda el mejor especialista en la gran novela de Galdós, señala el número 11 de esa calle de Raimundo Lulio como lugar habitado por doña Lupe, y repasando el magnífico Plano del Madrid de 1874, se ve que asomaban en Raimundo Lulio solamente dos casas de una planta ya que el resto eran solares y paseo hasta el mercadillo. Pues bien, Galdós coloca a uno de los personajes de “Fortunata” quizá en el número 11 de esa calle y apenas un siglo después, casi enfrente, en el número 22, seguimos teniendo a Ortiz de Pinedo, otro personaje – esta vez de la vida -, sentado en su despachito de cortinas azules hablando conmigo, que soy su nieto.
¿Y de qué hablábamos? No recuerdo de qué hablábamos. Los nietos de 20 años no recuerdan muchas cosas de las que hablan con sus abuelos de 75, pero sí las esenciales. Hay unas coincidencias de vivencias y de lecturas rodeando a este pequeño despacho. Galdós prosigue. Está en la memoria de Ortiz de Pinedo. Si tomamos de esta estantería del despachito otro libro suyo, “Viejos retratos amigos” publicado siete años antes, en 1949 (y del que hablaré más adelante), aparece Galdós paseando por la madrileña carrera de San Jerónimo y Ortiz de Pinedo detrás de él. Ortiz de Pinedo tenía entonces – era cuando había llegado desde Jaén a Madrid, pasando (según sus biógrafos) por Guadalajara – 21 años, casi los mismos que ahora tengo yo sentado ante él en este despacho. “Don Benito – evoca mi abuelo en ese libro de recuerdos – , que caminaba solo, habíase detenido un instante a curiosear el escaparate de Fernando Fe, que brindaba al apetito intelectual las últimas novedades nacionales y francesas, y paróse luego en un grupo de amigos a la puerta de Llardy, cuyo escaparate tentaba otra clase de apetitos. Breves momentos nada más conversó Galdós con aquellos señores, continuando su paseo entre la multitud al anochecer.
Mi curiosidad – sigue Ortiz de Pinedo – no se daba por satisfecha y fuíme detrás del genial creador sin perder un solo movimiento suyo, con la ilusión del enamorado que sigue a una mujer. Cuando lo dejé, al fin, en la calle de Hortaleza, donde tenía la administración de sus obras, sentí algo así como la satisfacción del deber cumplido mediante aquel acto de humilde y anónimo homenaje”.
Son los seguimientos devotos de lectores y admiradores que han existido siempre en la historia de la Literatura, gentes como José Ortiz de Pinedo que seguían a Galdós por la calle, gentes como el yerno de Ortiz de Pinedo – mi padre, José Perlado – que seguía a Ramón y Cajal en el “Café del Prado”, en la madrileña calle del Prado, a dos pasos del Ateneo, o a Valle Inclán o a Benavente cruzando la Plaza de Santa Ana o paseando por la calle del Príncipe. Esos seguimientos anónimos detrás de las figuras de las letras han sido a lo largo del tiempo innumerables y de ellos han quedado muchos testimonios. Por citar uno de ellos, Vicente Aleixandre, en su libro “Los encuentros”, cuenta cómo todos los personajes con los que quiso tropezarse en las calles de Madrid eran conocidos, menos uno: Antonio Machado. “Pero daba la casualidad – comenta Aleixandre – que los dos teníamos el mismo barbero. Y un día me dijo: “Yo también sirvo a un señor que hace versos. Pero apenas conocido. Se llama Machado” ¡Machado” Fíjese usted. Para mí sólo su nombre ya era un fulgor… A Galdós – prosigue Aleixandre – le vi una vez, en el “Teatro Infanta Isabel”, el día que estrenó “Sor Simona”. Yo tenía 17 años. Entré en el camerino – dice Aleixandre .-Galdós, ciego, estaba sentado, ausente. Se sacó un gran pañuelo, se secó el sudor. Yo le miraba… Salí sin decir nada”.
Son los 17 años de Vicente Aleixandre, son los veintitantos años de José Ortiz de Pinedo, son los 20 años míos. Sentado en aquel despachito de cortinas azules yo no sabía que a lo largo de la vida iba también a seguir a muchos personajes. Por mi profesión, he tenido la suerte de vivir en Roma y en París varios años, y en la capital italiana, al principio de la década de los sesenta, más que seguir por la calle exactamente, conocí muy de cerca a relevantes personajes del mundo de la cultura. A Stravinsky y a Federico Fellini en Roma; a Ezra Pound, a Pier Paolo Pasolini y a Giancarlo Menotti en Spoleto; más tarde, en mis años de París, al filósofo Gabriel Marcel y al director de cine Robert Bresson. También Madrid fue escenario para mí de conocimientos. Sentado ante Ortiz de Pinedo, que ahora me sigue observando en este pequeño despacho rodeado de libros, no podía imaginar que unos años después yo charlaría ampliamente con Gerardo Diego en su casa de la calle Covarrubias, con Dámaso Alonso en su casa retirada (donde me dedicó su libro “Poetas españoles contemporáneos”), con el eminente historiador Pedro Sáinz Rodríguez, con el gran cuentista Ignacio Aldecoa, con la poetisa Ernestina de Champourcin, con el pintor Benjamín Palencia en su taller de la calle de Sagasta, con Luis Rosales en su habitación de la calle de Vallehermoso, con Camilo José Cela en su casa de Rios Rosas.
Este nieto de Ortiz de Pinedo que soy yo, no puede imaginar tampoco, aquí sentado en Raimundo Lulio y en 1956 – año en el que estamos -, que conocerá y dialogará largamente con dos grandes escritores argentinos, Julio Cortázar y Manuel Mujica Láinez, o con el uruguayo Juan Carlos Onetti. Son charlas que están en el aire del tiempo, que aún no nos llegan desde este pasillo, porque desde este pasillo y en este momento lo que nos llega, mientras abuelo y nieto seguimos hablando, es la voz de Julia Valdés, esposa de Ortiz de Pinedo, es decir, la voz de mi abuela materna que nos llama a comer. Viene a decirnos que ya tenemos preparados los huevos fritos con el pan cortado y tostado en el cuartito que hay al fondo del pasillo, muy cerca de la cocina, donde el sol suele dar sobre el tapete de la mesa camilla. Mi abuelo y yo solemos comer muchos días allí, y también desayunar los domingos un chocolate humeante en el que untamos puntas de pan crujiente. Es Julia Valdés, mi abuela, la que ahora nos llama y nos mira, y cuando la veo en este pasillo me acuerdo de otra Julia a la que conocí, Julia Guinda Urzanqui, la viuda de Azorín, que unos años después, en 1967, exactamente el 2 de marzo de 1967, me abriría la puerta de aquella casa de la calle de Zorrilla 21, segundo izquierda (muy cerca de las Cortes) muy pocas horas después de que muriera el maestro. “Vemos a Azorín en la lejanía, viviendo en un cuartito silencioso, junto a las campanas del Carmen – leemos otra vez que escribe Ortiz de Pinedo en “Viejos retratos amigos”-. Lo vemos asimismo perderse en la arboleda del Retiro o pararse ante un tenderete del Rastro. Un día lo vimos – un día de invierno – sentado tras el cristal de un café-cervecería, desaparecido ya, de la carrera de San Jerónimo. Años después lo hemos visto muchas veces en la trastienda de una librería selecta, hundido en un sillón, con los ojos medio cerrados”.
Eso es lo que evoca mi abuelo Ortiz de Pinedo de Azorín. Pero lo que él no puede imaginar en este despachito de cortinas azules – ni yo tampoco -, es que ese 2 de marzo de 1967 Julia Guinda Urzanqui, la viuda de Azorín, me abrirá la puerta y me hará pasar al saloncito donde está de cuerpo presente el autor de “Castilla” y de “Los Pueblos”.”Allí extendido, Azorín – escribiría yo al día siguiente en “El Alcázar”, un periódico madrileño– era ya el gran mudo de la pluma, como si tuviera amordazado los dedos. Me acerqué a él, acababa de entrar el Ayuntamiento de Monóvar, seguían acumulándose coronas, y creo que fue entonces cuando lo vi. Vi su ojo azul. El ojo derecho de Azorín quieto entre el párpado, como si nadie lo hubiera querido sellar, como si respetasen ese ojo sien tiempo”. Porque estábamos allí los dos solos, la recentísima viuda de Azorín y yo ( eran las cuatro de la tarde y el maestro había fallecido hacía muy pocas horas), ambos en silencio ante el cadáver de quien había escrito “Clásicos redivivos y clásicos futuros” o “Las confesiones de un pequeño filósofo”.
Sin duda nada podía decirle a mi abuelo Ortiz de Pinedo de todo esto porque faltaban once años para que aquello sucediese. Pero de lo que sí hablamos sin duda en aquel despachito es del entierro de Ortega al cual yo había asistido. Un año antes, el 19 de octubre de 1955 – tenía yo entonces 19 años – había querido ir con varios compañeros míos de la Facultad hasta la madrileña calle de Montesquinza – la casa donde había fallecido Ortega – y desde allí quisimos acompañar al cortejo fúnebre hasta la Sacramental de San Isidro. Recuerdo que aquel día, entre las muchas personalidades asistentes al sepelio, estaba cerca de mí Gregorio Marañón y también recuerdo que entre mis compañeros de Facultad de entonces, asistieron conmigo – estudiábamos en el mismo Curso de licenciatura – el gran poeta español Claudio Rodríguez y el que luego sería Director del Museo de Prado y gran especialista en pintura barroca, Alfonso Pérez Sánchez.
(Imágenes.- 1, 2 y 3.- Madrid 1950-1953- Francesc Catalá Roca / 4.-Federico Chueca– Archivo General de la Administración/ 5.-Gran Vía y Alcalá.-1945- donado por M Santoyo- Archivo General de la Administración / 6.-Madrid – 1900- Hauser y Menet- Museo Municipal de Madrid)
Magnífico retrato familiar, literario y gráfico de unas épocas creo de gran prestigio para las letras españolas. Ese amor por la literatura pasado de generación a generación, evocando los encuentros literarios del abuelo y ligándolos con los posteriores del nieto, todo ello reflejado en las magníficas fotos de Catalá Roca, nos transmite, muchos años después, que el paso de la vida posee a veces el encanto del mejor recuerdo y, también, de la historia personal más rica.
Saludos,
JdG
Javier,
No suelo yo hablar demasiado de mi vida personal en este blog aunque alguna vez lo hago. Pero las vivencias literarias y culturales que me han rodeado acaso sean interesantes para algunos.
Muchas gracias, como siempre, por tu atención y tu comentario
Saludos.