Ahora que venimos del paisaje de la soledad y entramos en el tráfago de la gran urbe quizá haya que evocar aquellas palabras que sobre la soledad y el retiro escribió Baudelaire:
«Quiero, para componer castamente mis églogas,
dormir junto al cielo, como los astrólogos,
y, vecino de los campanarios, escuchar soñando
sus himnos solemnes llevados por el viento.
Las dos manos en el mentón, desde lo alto de mi buhardilla,
veré el taller que canta y que charla;
las cañerías, los campanarios, esos mástiles de la ciudad,
y los grandes cielos que hacen soñar de eternidad».
Pero de la gran urbe y de su multitud escribieron también muchos autores. Escribieron de cuantos hombres y mujeres, al entrar en la ciudad – al hacerse ciudad -, se hacen necesariamente multitud, son multitud. Mucha literatura ha ido glosando esa irremediable transformación:
«Cuántas veces por las Calles desbordantes ‑escribió Wordsworth, el gran poeta inglés, en El preludio, bajo el título “Residencia en Londres”‑
he seguido el curso de la Multitud, diciéndome
que el rostro de los que pasan
a mi lado es un misterio.
Así he mirado, no he cesado de mirar, oprimido
por pensamientos acerca de qué y adónde y cómo,
hasta que las siluetas ante mis ojos se tornaron
procesión de aparecidos, como deslizándose
sobre montañas inmóviles, o apariciones en los sueños;
y así el lastre de toda vida conocida,
el presente y el pasado, la esperanza, el miedo, me rodearon.
Todas las leyes que gobiernan nuestros actos, pensamientos y palabras,
huyeron de mí; no las conocía, ni me conocían».
Un célebre cuento de Edgar Allan Poe, precisamente titulado «El hombre de la multitud«, nos sumergió de pronto en ese tema de la fascinación que para muchos ejercen las muchedumbres. Ciudades de desértico silencio nocturno son recorridas durante el día por muchedumbres incesantes.
Éste es, sin embargo, nuestro paisaje moderno. Entre edificios como fondo inamovible pululan sombras y pensamientos, marchan zapatos, prisas y neumáticos, y también preocupaciones, que hacen y deshacen sus redes de superficie, ninguna igual a la anterior, ninguna calle con el mismo color que la víspera, cada estampa de ciudad distinta, cada esquina singular. “No a todos les es dado tomar un baño de multitud ‑añadía también Baudelaire‑; gozar de la muchedumbre es un arte; y sólo puede darse a expensas del género humano un atracón de vitalidad aquel a quien un hada insufló en la cuna el gusto del disfraz y la careta, el odio del domicilio y la pasión del viaje.
Multitud, soledad: términos iguales y convertibles para el poeta activo y fecundo. El que no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo en una muchedumbre atareada. (…)
El paseante solitario y pensativo saca una embriaguez singular de esta universal comunión. El que fácilmente se desposa con la muchedumbre, conoce placeres febriles, de que estarán eternamente privados el egoísta, cerrado como un cofre, y el perezoso, interno como un molusco. Adopta por suyas todas las profesiones, todas las alegrías y todas las miserias que las circunstancias le ofrecen», acababa Baudelaire.
A veces, cuando vemos cruzar a muchedumbres, son simples soledades que vienen y van de acera a acera.
(«El artículo literario y periodístico.-Paisajes y personajes«.-págs 118-121)
(Imágenes.- 1.-foto de Andrew Henderson.-The New York Times/2.-París, 1927.-foto por André Kertérsz.-Wach Gallery.- Aron Lake.-USA -artnet/3.- Urbis 42.- foto de Franco Donaggio.-Joel Soroka Gallery.- USA-artnet/ 4.-.-Margaret Bourke-White.-Images Our World)