«Fue en uno de esos atardeceres cuando Daniel subió hasta la altura del valle. Pacían entre la arboleda jóvenes caballos: estiraban las cabezas, y sus figuras empezaban y acababan en dos flecos colgantes: era un pelo que lo rozaba todo pausadamente y que acompañaba al movimiento elástico de las patas blancas en los animales marrones, de las patas negras en los potros oscuros.
Pasaron por la carretera camiones cargados de madera; su ronquido agonizaba en cada cuesta, cesaba un segundo, tornaba luego a aparecer. Ahora, desde la altura, Daniel veía «El Cabañal» al fondo, con su techo de zinc, y más alla aún podía distinguir el pueblo echado sobre un verde que las nubes de lluvia parecían cubrir de una densa humareda. «Sí, ciertamente han pasado muchas cosas en poco tiempo», se dijo de repente casi febril. Abarcaba con la mirada las laderas violáceas y seguía el cruzarse de unas rayas rápidas y negras: pájaros que volaban hacia la laguna. Era aquel un horizonte de inmensidad y a Daniel casi no se le veía entre los árboles: así era de diminuto. Pero le agradaba ser testigo de aquel gran orden, el orden del campo, con sus leyes y con la maravillosa exactitud de la relojería de la naturaleza. Empezaba poco a poco a oscurecer. Como en un cuerpo humano, todos sus gestos -en las hojas, en la humedad, en los primeros hielos -, se iban marcando quisiera o no la tierra, señalándose por encima de todas las cosas. Era el ciclo del año, como en cada jornada esa tierra misma era obligada a aceptar otro ciclo pequeño: el cerrarse bajo esta noche que caía, para abrirse de nuevo en la mañana.
Fue Daniel descendiendo lentamente. Venía ahora un suave viento que lo atravesaba todo, un viento que no podía notarse. Bajando de aquellas cumbres, envuelto en sombras, se iban acercando a él las luces de «El Cabañal» y sentía que algo grande, sobre el valle, estaba escrito. Una escritura marcada de un solo trazo.
Entró luego en la finca. Estaba el fuego encendido en el vacío comedor. La chimenea iluminaba el hogar en circunferencia.
Fue entonces, sentándose ante el fuego y tomando el papel, cuando llevó a cabo aquella idea de contarlo todo que acababa de tener entre los árboles».
José Julio Perlado: «El viento que atraviesa«.-(Richard Grandío.-Oviedo, 1968)
“Estaba allí, en pie, fumando un cigarrillo y gozando del aire de la noche……”
Como alguien dijo:
“Los poetas son quienes protegen al pueblo con palabras”