LA DOBLE INTRIGA

En 1922 aparece “A la busca del tiempo perdido”, de Proust y el ”Ulises” de Joyce: es un año capital para la historia literaria. Marcel Proust deja a un lado ”la intriga” en la novela, tal como esa intriga estaba concebida a la manera tradicional; Joyce no se interesa por los problemas morales, sino por los estéticos: en su ”Ulises” le preocupan menos el fondo y el contenido que ”la forma” de su arte.

En primer lugar, ”la intriga”. O mejor dicho, la falta de intriga tal y como se nos presenta la novela de Proust. El novelista ha hecho desaparecer por completo la intriga, esa intriga humana; al mismo tiempo, el novelista, de modo consciente también — y empleando el procedimiento de mezclar capítulos y escenas que obliguen al lector a un verdadero esfuerzo, haciéndole poner en marcha un mecanismo mental completamente distinto al que realizaba cuando leía una novela de corte tradicional —, sustituye la intriga humana por una intriga técnica. En el fondo se le pide al lector algo realmente asombroso: que se interese por una historia que ha sido despojada de su tradicional interés; que el lector, en vez de sentirse arrastrado en su natural curiosidad por las relaciones humanas — por ejemplo, una relación de amor, con lo que ella supone de inicios inesperados, de evoluciones fascinantes atravesadas por los celos, por las banales o las tempestuosas peleas, en ese juego de los distanciamientos o de la estrecha comunicación — se sienta, en cambio, arrastrado por una curiosidad que no es natural, sino artificial, es decir, por averiguar la clave de una obra cerrada que defiende el secreto de su propia comprensión.

Y sin embargo, la intriga y el enigma en el hombre, esa oscuridad de misterio que le envuelven, ese camino hacia el descubrimiento total que en esta vida nuestra no se alcanza, todo ello continúa en la realidad. Misteriosas relaciones de los seres a través de un amor cuya última esencia sólo puede calificarse también como misterio; misteriosas relaciones naturales y sobrenaturales si entramos ya en lo indescifrable y en lo indefinible por esas vías secretas de una metafísica sobre cuya crisis parece afanarse nuestro siglo.

José Julio Perlado

( Imágenes —1- Joyce – Getty images/ Hulton archive/ 3- Caillebotte — probable ambiente del Combray de Proust- wikipedia)

SI UNA NOCHE DE INVIERNO UN VIAJERO

“La empresa de escribir novelas que imagino escritas por un autor que no soy yo y que no existe — decía Italo Calvino — la he llevado hasta el final en ”Si una noche de invierno un viajero”. Es una novela sobre el placer de leer novelas: el protagonista es el lector, quien comienza a leer diez veces un libro que, por circunstancias ajenas a su voluntad, no logra terminar. Por tanto, tuve que escribir el inicio de diez novelas distintas: una, todo sospechas y sensaciones confusas; una que todo es sensaciones corporales y sanguíneas; una introspectiva y simbólica; una revolucionaria – existencial; una cínica – brutal: una novela de manías obsesivas; una lógica y geométrica;; una erótica- perversa; una telúrica – primigenia; una apocalíptica- alegórica.”

(Imagen— Franz Sedlacek)

CRITICAR UNA NOVELA

 

“ El mecanismo novelesco  es tan preciso y sutil como el mecanismo de un poema — recuerda el francés Julien Gracq en “Leyendo y escribiendo” — ,pero en razón de las dimensiones de la obra, y a diferencia de un soneto, pongamos por caso, desanima a un trabajo crítico completo. Así pues, dado que la complejidad de un análisis verdadero excede a las posibilidades del intelecto, la crítica de novelas sólo trabaja sobre mecanismos intermedios o arbitrarios, grupos simplificadores muy vagos y tomados en masa: ciertas “escenas” o algunos capítulos, por ejemplo, en lugar de un análisis palabra a palabra, como el que es habitual en un crítico de poesía. Y sin embargo, si la novela vale la pena, su avatar transcurre línea a línea, y debería discutirse línea a línea. No hay más “detalles” en una novela que en cualquier otra obra de arte, aunque su masa así parezca sugerirlo, y también el prejuicio ( muchas veces acertado) de que el novelista no ha podido controlarlo todo. Por eso los críticos que resumen, agrupan y simplifican, pierden todo derecho a ser tomados en serio y arruinan su crédito, en este género, y en todos los demás.”

 

(Imágenes—1- Jamie Hawkesworth- 2015/ 2-Allison Glasgow)

NOVELA, ALUCINACIÓN, TRABAJO

 


Leo en el “Diario” de Julien Green (diciembre de 1983) : “Una novela es una larga alucinación. Esta alucinación nace y se prolonga en el silencio, de donde ella ha salido. Si no existe el silencio, no puede haber novela digna de ese nombre. Lo que se escribe de ordinario viene del ruido y el autor piensa a pesar de él en otra cosa. De aquí los manuscritos que nos entrega tan tibios! Novela: alucinación prolongada cuyo control escapa al autor, igual que ocurre con el sueño. La más leve intervención del autor lo destruye todo.”
Exactamente un año antes Green  confesaba el fin de un libro: “Ayer por la mañana he acabado mi libro sobre San Francisco de Asís. Alivio y tristeza. Yo le encontraba cada mañana y él me obligaba a trabajar duramente, pero él estaba allí.”

Alucinación y trabajo.

(Imagen – Twombly- 1970)

EL REINO DE LO SAGRADO

 

 

Hasta cierto punto los poetas son útiles a la sociedad, al mundo —recordaba Seamus Heaney —-, cuando siguen una llamada, sean o no comprendidos sus poemas. Un amigo mío dice que cada poema escrito queda bajo la mirada de lo eterno. Cuando se siente el deseo de escribir poemas, se entra en el reino de lo sagrado. Cada palabra, cada poema que nace, entra en relación con toda la poesía, y es vigilado por ella, protegido por ella, y también puesto a prueba por ella. Eso la diferencia de la prosa: ésta no parece atravesar la línea del espacio sagrado. Pero quizá un novelista no esté de acuerdo.”

 

 

 

(Imágenes—1-Emil Nolde/ 2-Jon Redmonf)

CIUDAD EN EL ESPEJO (18)

“Hemos dicho que habían dado las once, quizá las doce de la mañana. Begoña Azcárate, la mujer del psiquiatra, conducía su coche, un pequeño automóvil azul, por la cuesta de San Vicente arriba, casi llegó al confín de la plaza de España, no lo alcanzó, quedó a su izquierda el blanco monumento a Cervantes, el escritor sentado que miraba sin ver cómo querían echar a andar Don Quijote y Sancho, la alta figura del caballero con su brazo levantado en cordura y locura, su tripudo compañero encajado en el asno, más pegado a la tierra que su amo, los dos representando a la inmortal novela española, los dos inmóviles y a la vez en movimiento extraño, un estanque, casi un charco de reflejos los esperaba ante sí, en el suelo de la misma Plaza, el solar español los aguardaba, aunque pocos, entre ellos Begoña Azcárate por supuesto, no había ni hojeado el libro. Bastante tengo, le había dicho una vez a su marido, con cuidar de mis hijos, Te fijas tú en ellos acaso, cómo es posible que te interesen más los enfermos que tus propios hijos. A los psiquiatras, a veces, como a tantos otros hombres del vivir, les es más cómodo y menos complicado asomarse a la existencia de los demás y no profundizar en la suya, por eso quizá el doctor Valdés hablaba poco con su hija Lucía, sabía que tenía novio o medio novio, una noche en el borde del portal sorprendió un besuqueo, no pensó en lo que él había hecho en su juventud, nada dijo, se calló y guardó silencio. Un día se casarán y se te irán, le comentó su mujer, entonces los habrás perdido.

 

El pequeño coche azul de Begoña Azcárate dobló a la derecha, hacia la calle de Bailén, dejó al otro lado, a su izquierda, la explanada del Campo del Moro. Meterse en el corazón de Madrid un martes de trabajo hacia las doce de la mañana, en el fondo cualquier día de la semana, no digamos los viernes y con las prisas, tan sólo podrían salvarse los domingos y jornadas vacías del mes de agosto cuando casi todos los habitantes huyen hacia montes y costas y la capital se queda desierta y llana, liberada de automóviles y de gentes, meterse en Madrid, decíamos, un martes de mayo, hacia las doce de la mañana, es calvario y paciencia, acopio de energías en el río de la lenta multitud. Tenía que ir Begoña a unos grandes almacenes situados en la calle de Preciados, junto a la Puerta del Sol, y su coche, entre esfuerzos y frenazos, en un aliento de aceleración y en sofoco continuo, dejó atrás el Palacio Real, antigua sede del Alcázar, ni lo miró, la historia de España permanecía entre sus muros, dobló el coche justo al otro lado de la Cuesta de la Vega, cuando guiñó en verde el semáforo de la calle  Mayor. Begoña Azcárate pisaba con los neumáticos de su automóvil gran parte antigua de la capital, planos, conventos, puertas famosas y desaparecidas, como la de Guadalajara, por ejemplo, polvo en fin, aire, pisaba sepulturas y difuntos. Las ciudades tienen una vida propia y los siglos pasan sobre ellas, las cambian y modifican, las transforman y a veces quedan embellecidas por las costumbres y los usos o en cambio, otras veces, las afean. Son urgencias de la población, tráficos y tráfagos, las edades de la historia hacen de Madrid, como de cualquier otra capital del mundo, que los muertos ilustres se hundan aún más y se desintegren, y que los vivos crean que su vivir es para siempre y vivan el instante eterno de las compras, flujo de automóviles angustiados, gentes que van y vienen por las aceras, peleas, amores, rencores, desatinos. La calle Mayor pareció que era de aquella hora, pero sus viejos, venerados y vetustos caserones daban fe de todo el trazo de Madrid, la fina raya de la mano llena de escaramuzas del pasado, denostadas costumbres, alegrías del vivir, soplo del tiempo. Nació el número uno de esta calle  Mayor de Madrid en plena Puerta del Sol, donde a mitad del siglo XX se alzaba la Dirección General de Seguridad, seguridad siniestra de lóbregos calabozos policiacos que se cerraban a  golpe de gruesos y sonoros cerrojos, bajó la calle sus números hasta la otra calle final, la de Bailén, por donde ahora ascendía el coche de Begoña, pero ese número uno de la calle Mayor había nacido varías veces, lo había modificado el urbanismo y las ordenanzas, mejor aún las necesidades de la capital, las ciudades tienen tantas necesidades como los hombres. Begoña Azcárate, navarra, delgada, expresiva, muchas veces exagerada en sus gestos, gesticulante y expansiva, nunca pensó aquella mañana de mayo en estas cosas, Sus Majestades los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, monta tanto y tanto monta, como decía al leerla al revés la célebre divisa, habían pasado largas temporadas en Madrid, y de aquel brujulear de miniaturas en los planos antiguos, quedaron para la memoria de los historiadores casitas como vistas desde la luna. Adelantaba a duras penas el automóvil azul de Begoña por la calle Mayor y era sorprendente el bullir de la ciudad cuando en tiempos pasados Madrid quedaba acordonada y reducida, acosada y sitiada por los campos vecinos. Dónde estaban ahora esos campos, las ermitas, los caminos de arbustos, hacia dónde ir para encontrar espacios libres. Carlos lll no sólo había convertido el Alcázar en Palacio Real sino que derribó muros viejos, aspiró hasta el corazón de la urbe varios arrabales. No llegaría Begoña Azcárate  esta mañana  de mayo ni hasta la Carrera de San Jerónimo ni hasta el Prado, en donde uno de los guardas del Museo, Juan Luna Cortes, hoy no libraba, únicamente tenía que pasear y pisar las salas, observar cuadros y vigilar seguridades y aparatos de incendios, el día anterior no había acudido, los lunes estaba cerrado el Museo, son las mujeres de la limpieza las que los lunes frotan con paños y bayetas los suelos, mojaban en agua  sus modernas escobas y sacaban lustre a las losetas veteadas, marcos, colores, bronces; no las miraban, bastante tiene el arte con dejarse mirar, que para eso está, los artistas crearon de la nada obras para contemplarse, Juan Luna Cortés, por ser lunes, por estar cerrado a visitantes y guías el Museo, aún no podía suponer, jamás podría imaginar que al día siguiente Ricardo Almeida García iba a herirse e ingresaría en un sanatorio. Amparo Domingo, que vivía  en la calle de Olite número 14, tercero izquierda, letra D., en Bellas Vistas, cerca del  barrio de Tetuán, en una casa tan empequeñecida por los gigantescos enseres que parecía una cursi casa de muñecas, se levantaba todo el año antes del alba, y lavada y vestida hacía rápida la comida para Onofre Sebastián, su marido, el marido era camarero en la cafetería “Nebraska” de la Gran Vía, casi frente por frente a la calle de San Bernardo, y le gustaban las cosas bien hechas, temblaba cuando oía sonar un plato roto porque él tenía que pagarlo, no por el sonido, que lo conocía muy bien, recogía los pedazos con paciencia, cada partícula era un golpe en su cartera, no entendía nada de aquellas litografías y papeles pegados en las paredes que Amparo Domingo traía del Museo. Estoy harto de tus pintores, decía, más te valía aprender a hacer bien un cocido, que a no ser por mí hace años que no lo comeríamos, sobra aquí ese Greco, y ese Ribera, y ese que llamas Zurbarán, y el Murillo, gracias que yo me traigo sobras, si no nos alimentaríamos nunca. De las cocinas de “Nebraska”, por servir allí  desde el año setenta, le dejaba el encargado a Onofre Sebastián llevarse sobras a casa, sobre todo emparedados y jamón de York, eso lo consiguió Onofre a los cinco años de estar sirviendo, cinco primeros años de chaquetilla crema y de pantalón negro, primeros cinco años de corbata de pajarita y de meter las manos bajo los grifos, acudir a todo, colocar con esmero los cubiertos, secarlos antes, contar cucharillas, tenedores y cuchillos. Un camarero, le explicaba Onofre a su mujer en el sofá cuajado de pañitos bordados a mano, tiene un horario muy justo y ha de estar muy atento, no es como tú, si yo no pongo en fila y por tamaños las botellas y no sé dónde está exactamente la mostaza, las vinajeras, los saleros, los zumos de tomate y los paquetes doblados de servilletas de papel, estoy perdido.”

José Julio Perlado—-“Ciudad en el espejo’

(Continuará)

TODOS  LOS  DERECHOS  RESERVADOS

(Imagen— Jerry Grabowski)

TODOS LOS ESCRITORES ESCRIBIENDO AL MISMO TIEMPO

Museo Británico- bf- dos

 

«Hemos de formarnos una imagen visual de los novelistas ingleses en la que aparezcan no como si flotaran río abajo, en una corriente que se lleva a todos sus hijos, a menos que se cuiden – imagina E. M. Forster en sus «Aspectos de la novela» -, sino que los hemos de ver como si estuvieran sentados juntos en un cuarto, en una sala circular, en una especie de cuarto de lectura del Museo Británico, en el que todos se encontraran escribiendo simultáneamente. Mientras se hallan sentados allí, no piensan «vivo durante el reinado de la reina Victoria, pertenezco al período de la reina Ana, soy portador de la tradición de Trollope, reacciono contra Aldous Huxley«. El hecho de que tengan la pluma en la mano es mucho más vívido para ellos. Están medio hipnotizados, sus penas y alegrías fluyen con la tinta, están unidos por el acto de la creación. Esta ha de ser la visión que de ellos tengamos; una visión imperfecta, pero que se acomoda a nuestras facultades y nos librará de un grave peligro, el peligro de la pseudo-erudición».

 

Museo Británico

 

¿Y  qué están escribiendo estos escritores al unísono? El mismo libro. La vida, el amor y la muerte. Unos han empezado a contar la historia del amor y se han encontrado escondida la pequeña muerte de los celos o de la infidelidad; otros han querido comenzar en cambio con la muerte y de repente el amor se ha cruzado como salvación para culminar la vida. Otros han preferido narrar la vida desde el principio pero las esquinas de la muerte les hacen escaparse pronto hacia el amor, abrazarse al amor como refugio. Cuando nos acercamos silenciosamente a estos pupitres donde todos los escritores del mundo están escribiendo a la vez el mismo libro, el amor, la muerte y  la vida se entrelazan con la vida, el amor y la muerte y las páginas pasan veloces bajo las plumas que vuelan, plumas que están repitiendo los mismos temas del mundo pero que sueñan cada segundo con la llama de la originalidad.

 

lbros- bre- bibliotecas- Edgar Degas- mil ochocientos setenta y nueve

 

(Imágenes.- 1 y 2.- Museo Británico/2.- Edgar Degas– 1879)

UN ESCRITOR EN HAITÍ

«Haití me impresionó durante años tras mi última estancia allí – decía Graham Greene -. En estas pesadillas, yo iba allá de incógnito, pero descubrían mi presencia y tenía que huir como podía. El régimen de Papa Doc y de sus Tontons Macoutes bastaba para transformar este país en un lugar especialmente macabro. Pero no sentí que la cosa fuera conmigo hasta la publicación de «Los Comediantes» (Edhasa), en la que mostraba ciertos aspectos de la tristre realidad del país. Duvalier decidió responder haciendo publicar en francés y en inglés un librito, obra de individuos que formaron luego parte del gobierno de Bebé Doc. El librito pretendía demostrar que yo era un «drogadicto», un «agente de una política imperialista», «vergüenza de la digna y noble Inglaterra», etc. Aún hoy, cuando algún viajero llega con un ejemplar de mi obra, se lo confiscan. Yo no habría salvado la vida si vuelvo a este país (…) En mi último viaje a Haití me sentía muy a disgusto allá. Vigilaban todos mis movimientos. Fue un mal año aquel 1963, uno de los años más negros, pues en el norte del país actuaban pequeños grupos de guerrilleros, con quienes pude establecer contacto poco después. También en el sur había algunos grupos de rebeldes. No me autorizaban a viajar al norte. Me registraban constantenmente para ver si llevaba armas».

Todo esto lo cuenta Graham Greene en conversación con Marie-Francoise Allain en «El otro y su doble» (Caralt), y si hoy un Greene humanistaaventurero y novelista se adentrara como lo están haciendo nuestros ojos en las tremendas escenas del terremoto repetiría sin duda un «Viaje sin mapas» (Troquel), que Greene escribió sobre el corazón de África, pero esta vez desde Haití.

«Yo tenía necesidad de completar ciertas notas para «Los Comediantes» – seguía diciendo Graham Greene – y, en 1964, hice un viaje, no a Haití, sino a lo largo de la frontera entre este país y la República Dominicana. (…) En aquella época Haití era espantoso. Y no ha cambiado por lo visto, según informaciones que me llegan. Hace dos años hubo esperanzas de que se calmara un poco aquel clima de terror, pero Bebé Doc se recuperó y los Tontons Macoutes siguen haciendo estragos. No es que hayan desaparecido: les llaman «los leopardos», o «las panteras». Según decían sólo intentaban evitar que se molestara a los turistas, pero utilizaban los mismos procedimientos. (…) Aproveché la oportunidad en el Club Internacional de periodistas para decir lo que sabía sobre la represión en Haití, y lancé una especie de desafío a Bebé Doc: dije a la prensa que me sentiría muy satisfecho de volver a Haití y de dar cuenta de todo cambio positivo que observara, con una sola condición: que mis amigos Fred y Raynald Baptiste me esperaran en el aeropuerto. Entonces ya sabía que Fred se había vuelto loco en la cárcel y que su hermano estaba grave. Y pensé: si los matan ahora a causa de mis declaraciones, al menos se librarán de sus sufrimientos…»

Haití hace menos de cincuenta años bajo el terror de un hombre, Haití hoy bajo el terror de un temblor.

(Imágenes:- 1.-foto Ruth Fremson.-The New York Times/ 2.-Papá Doc en 1963.-foto Michael Rougies.-LIFE / 3.-foto Maggis Steber for The New York Times)

RECIBIENDO EL PREMIO NOBEL

          «Entonces, cuando ya parece que se ha sentado el Rey porque todo va a comenzar, cuando ya parece que todos  vamos a escuchar desde nuestros asientos, mi abuelo, el Premio Nobel de Literatura Dante Darnius, levanta su mano en el aire y hace una seña para que atendamos.

          –Majestadempieza a decir respetuosamente mirando al Rey.

          Y como tantas otras veces en nuestra casa cuando está sentado ante la familia y nos cuenta sus dificultades para trasladar las historias al papel, ahora se dirige primero al Rey de Suecia y luego a todos nosotros y nos explica lo que él tenía pensado para esta solemne ceremonia de recepción del Premio Nobel.

          –Quería haber traído escrita para leerles a ustedes –dice tímidamente– una historia que llevo desde hace tiempo en la cabeza, pero que no me ha salido, que no he podido escribir.

          Está pálido Dante ahora, de pie ante el atril, vestido con su frac, con su barbita puntiaguda, con sus ojos muy vivos.

          –No, me ha sido imposible escribirla –repite con angustia.

          Y el pobre Dante ya no sabe cómo continuar.

          –Es una historia –dice con voz muy fina– sobre el vuelo nocturno de un Delta.

          Y ayudándose poco a poco con las manos para trazar sus gestos intenta contarnos el principio de esa historia.

          –Como se dice en los cuentos, Majestad –y Dante se dirige ahora con sus palabras al Rey–, a mí me hubiera gustado traer escrita aquí una historia que comenzara así: «Érase una vez». Érase una vez, Majestady Dante se va animando–, una península que tenía prendida en uno de sus costados frente al mar un trozo de tierra llamado delta, una lengua de arena con forma de punta de flecha con la que la tierra solía burlarse cada tarde del océano y hacerle muecas a las olas. Aquel trozo de tierra llamado delta estaba tumbado sobre el mar. Parecía un animal dormido o abatido. Poseía dos alas enormes envolviendo a dos bahías y sobre esas dos alas de marismas y lagunas se posaban día y noche toda especie de aves del cielo, desde la golondrina de mar hasta las gaviotas y los rayadores. Intentaba aquel delta con su pico de arena irse quitando de las alas la algarabía de flamencos posados, el crotoreo de mandíbulas de las cigüeñas y las patas de las garzas que luchaban para no hundirse en el fango. Pero no lo conseguía. Cada vez venían desde más lejos –desde el sol de las migraciones, desde la guía de las estrellas, desde las presiones barométricas, desde los viajes insomnes remando por el aire– el alcatraz de elegante vuelo, el chorlito dorado, el cuclillo bronceado o el collalba gris. Tantas aves empezaron a posarse en las alas del delta, tantos picos danzaron sus galanteos y tantas plumas aletearon deslumbrantes, que aquel delta poco a poco se fue transformando en un ave inmensa, fue dejando caer al fondo del mar el polvillo de su erosión, hinchó los pulmones de sus marismas, dobló y pegó sus alas llenas de aves contra su cuerpo para reducir el choque del viento y una noche, sin avisar a nadie, cuando estaban las luces apagadas en la península y todos dormían, emprendió vuelo nocturno batiendo y alzando sus alas y entreabriendo sus plumas primarias igual que una persiana para dejar que se deslizara el aire con soltura. Así, batiendo las alas en forma circular –hacia adelante en los aletazos descendentes y hacia atrás en los ascendentes– aquel delta convertido en ave gigantesca voló toda la noche por el mundo, visitó los nidos de las nubes, se entretuvo con el regocijo de las alondras, oyó la murmuración de los estorninos y escuchó las trompetas de las grullas. Volvió antes del amanecer, reduciendo en el aire su velocidad, haciendo cóncavas sus alas, resistiendo sus patas al descenso, posándose muelle y suavemente antes de que empezara el día. A la hora violácea de las primeras luces, el delta apareció otra vez, tendido como siempre, como si nunca se hubiera movido de su sitio, con sus alas de lagunas cubiertas por el graznido de los patos y su pico en punta de flecha bebiendo en el océano azul. Nadie supo que había realizado un vuelo nocturno. Las gentes de la península no podían imaginar que su delta volase e hicieron su vida como siempre, ajenos a aquel apéndice de arena que esperaba a la noche siguiente para convertirse en ave. Estuvo así, volando cada noche puntualmen­te, aquel delta de las alas enormes transformado en ave viviente y en cada vuelo nocturno descubría más mundo. Volvía siempre antes de la aurora y jamás era sorprendido. Hasta que un día no volvió.

          Y Dante se detiene.

          –No, ya no volvió más.

          Y Dante ya no continúa.

          Esperamos todos a ver qué dice Dante, pero Dante no añade nada.

          Empiezan las toses entre las sillas, empiezan los murmullos entre los asistentes.

          Nadie se atreve a preguntar.

          –No sé qué ha pasado con ese delta, Majestaddice Dante al fin tímidamente, casi sin voz–, porque no he podido escribir esa historia que hubiera querido leer aquí. No sé cómo continúa.

          Aumentan los murmullos en la sala.

          Quisiéramos preguntarle a mi abuelo, el Premio Nobel, quisiéramos saber qué ha pasado con ese delta.

          Y de repente nos sobrecoge un ruido impresionante en el techo que va apartando todos los rumores, que nos deja a todos en silencio.

          Un batir de enormes alas, gigantescas, pesadas, inmensas, cruza solemne sobre esta sala, pasa majestuoso por el cielo de Estocolmo.

          No, no es un avión.

          Causa escalofrío.

          Todos miramos hacia arriba.

          Tarda mucho en pasar.

          –¿Es el delta, verdad? –le susurro temblando a mi hermana Amenuhka, cogiéndola de la mano.

          Sí, debe ser el delta. Baten las enormes alas llenas de aves y pasan sobre nosotros cruzando el techo».

José Julio Perlado: (del libro «Nosotros, los Darnius«) (relato inédito)

(Imágenes:- 10 de diciembre de 2007.- ceremonia de de los Premios Nobel. -foto Pascal Le Segretain/Getty  Images Enternainment.-Foundation Nobel)

LOS RUIDOS DE LA NOCHE

          » Cuando llegó la mujer a su casa y cerró la puerta, respiró ya tranquila y pensó que la noche podía descender cuando quisiera porque ella estaba ya junto a su nieto, y aquel pensamiento elevó poco a poco sus alas abiertas como las de un murciélago, y primero se hizo la noche en aquella habitación, y luego desplegó la noche la cara inferior de sus alas hasta el comedor, y por la cocina y por toda la casa, y el violeta aterciopelado de la noche se extendió por el mundo. Como aquella era la última noche que iba a pasar la abuela con el nieto, Dios les dejó escuchar a los dos los ruidos nocturnos y les dejó ver los colores de la noche, cosas que nadie había visto jamás. Entonces, durante horas, abuela y nieto, los dos solos en el dormitorio, fueron viendo y oyendo a la noche: oyeron cómo pulverizaba sus cristales el hielo negro de los gélidos fondos del día, cómo se disolvían sales oscuras por el aire, cómo pigmentos de la atmósfera caían lentamente en el espacio, y vieron el paso de piedras preciosas volantes y de escamas cromáticas que desprendía la piel del tiempo. El gran caldero de la noche adquirió ante ellos un tono morado y los humores de la jornada fueron cociéndose hasta hacerse cenizas de orín. Empezaron a sonar todas las campanillas y los dondiegos de noche, asomaron las polillas nocturnas, las flores vírgenes rosáceas y las fecundadas amarillas, se oyó bullir a las burbujas, nadaron azules de ojos blandos y filamentos mucosos de lapislázuli dejando espuma, la noche se hizo topacio iridiscente y cráter de aguamarina. Entonces pasó una mancha errante por el suelo abisal de la noche y el golpe de su cola dejó un rojo roca que se tiñó enseguida con un oro puro, al que persiguió un anaranjado deslizante, zambullido por un verde esmeralda que devoró un azul. Aquel azul reinó toda la noche con sus antenas de fosforescencia ocultando el rocío de platino y de ámbar que iba a traer el día. Un olor penetrante de madreselva, un olor a exangüe melancolía, se coló por los poros de la esponja de la oscuridad e impregnó el papel dorado de la caja de la noche sostenida por las estrellas. La ballena del silencio se posó en los fondos del cielo y bancos de niebla emprendieron una migración densa. Entonces se vio pasar a la isla de Creta entre los bosques de coral de alambre de los continentes sin hacer ruido, sonámbula entre los astros. Penachos de pelos perfumados se anillaron en luminosas pulseras. Cangrejos de herradura arrastraron a nubes uncidas, preparándolas para el amanecer. El viento abrió sus brazos transformados en alas atigradas de Madagascar, escamas escarlatas de Polinesia, azules nacarados de Ceilán. La luna se hizo mosaico bizantino a cuya luz libaron todas las mariposas del mundo. Así pasaron las horas. Así fue la noche. La abuela sabía que su nieto tenía que irse antes de amanecer para emprender la vida y aquel niño también lo sabía. Antes del alba, la abuela tomó la cabeza del niño, se la acercó y le besó primero en el nido de la memoria, luego en el de la voluntad y por fin en el del entendimiento, y en los tres le hizo la señal de la cruz.

          –Que Dios te bendiga, Juan –le dijo–. Ya puedes irte.

          Y le puso en las manos una cajita de plata.

          –Aquí tienes tu infancia. El ayer amarillo. No la pierdas. Pero ahora tienes que vivir el hoy, no el ayer.

          Salió aquel niño del ayer amarillo con la caja de su infancia en la mano, anduvo y anduvo, y fue entrando poco a poco en el hoy para siempre, mezclándose con la multitud».

José Julio Perlado: (del libro «Nosotros, los Darnius«) (relato inédito)

(Imagen.-Rudy Ernst.-2002.-artnet)

LOS TALLERES DE HENRY JAMES

«Pequeño tema inspirado en una conversación mantenida anoche con Lady Shrewshury, durante una cena en casa de Lady Lindsayescribe Henry James en sus Notas el 18 de mayo de 1892 -: la mujer que de joven ha sido muy fea, por esa fealdad  ha sido desairada y humillada, y – como muy a menudo, o al menos a veces, suele ocurrir con las muchachas corrientes – en sus años maduros, y aun después, se vuelve mucho más agraciada, guapa incluso – y a consecuencia de ello encantadora, en todo caso, y atractiva -, de modo que los últimos años de vida le deparan el triunfo, la recompensa, la revanche. Idea de una mujer así que, en una situación semejante, encuentra a un hombre que cuando joven la despreció y humilló, que acaso rechazó el casamiento – un casamiento proyectado por ambas familias -, y que por torpeza, aun por fatuidad e insensatez, le dio a entender que era demasiado poco para él ….».

Y así sigue Henry Jamesminucioso y en perfecta elaboración mental, el proyecto de su cuento titulado «La rueda del tiempo» que publicaría meses después. Estos son los «talleres» del novelista – talleres, pruebas, esbozos, planes, y también dudas e indecisiones – que ahora acaba felizmente de reeditar Destino bajo el título «Cuadernos de Notas (1878-1911)». Los había leído hace años en la primera versión de Ediciones Península y siempre me sirvieron para entrar en esa cámara secreta de un creador, seguir su trayecto desde el momento en que coge al vuelo una idea (en una cena, por ejemplo) y va uniendo después los hilos de modo personal hasta que lo ajusta por completo en su mente y lo lleva al papel. James había señalado en el prólogo a su novela corta «Las ruinas de Poynton» que sus historias nacían a menudo de una semilla «lanzada distraídamente» por algún compañero de cena, pero hacía hincapié en el hecho de que, si una fugaz sugerencia basta a veces para atizar la imaginación, cualquier exceso puede «echar a perder» la operación entera.

«Puesto que la vida – había dicho en ese prólogo – es toda inclusión y confusión, y el arte todo discriminación y selección, éste último, en busca del recio valor oculto que es el único que le concierne, olfatea la masa tan instintiva y certeramente como un perro que barrunta un hueso enterrado». Además de «barruntar» ideas y situaciones que están ahí, flotando en el aire (como las «mariposas nocturnas» de Virginia Woolf), James buscaba igualmente, como tantos otros novelistas, las precisiones adecuadas a sus personajes. De ahí la lista de nombres y apellidos tomados de tantos sitios para bautizar a sus criaturas de ficcción. «Nombres – escribe James en sus «Cuadernos» -: Gisborne -Dessin- Carden- Gent -Peregrine King (visto en The Times)». Los toma de todas partes. Simenon se rodeaba de listas telefónicas de todos los países del mundo para ser certero en apellidos y en nombres. Hoy, tanto el creador de «Maigret» como el del «Retrato de una dama» lo resolverían en Internet.

«La única razón de existir de una novela – escribió Henry James en «El arte de la ficción» – es que ciertamente intenta representar la vida».  La diferencia entre una buena y mala novela es que «la mala es arrojada con todas las telas embadurnadas y todo el mármol inutilizado hacia algún limbo no frecuentado, o algún basurero infinito debajo de las ventanas traseras del mundo, y la buena subsiste y emite su luz y estimula nuestro deseo de perfección».

(Imágenes:- 1.- Henry James, por John Singer Sargent.-1913.-The Henry James Resource Center/ 2.- Henry James.-guardian.co.uk)

CABALLOS AL ATARDECER

Pirineo.-2.-Vall Fosca.-caballos salvajes.-valledeayoracofrentes

«Fue en uno de esos atardeceres cuando Daniel subió hasta la altura del valle. Pacían entre la arboleda jóvenes caballos: estiraban las cabezas, y sus figuras empezaban y acababan en dos flecos colgantes: era un pelo que lo rozaba todo pausadamente y que acompañaba al movimiento elástico de las patas blancas en los animales marrones, de las patas negras en los potros oscuros.

Pasaron por la carretera camiones cargados de madera; su ronquido agonizaba en cada cuesta, cesaba un segundo, tornaba luego a aparecer. Ahora, desde la altura, Daniel veía «El Cabañal» al fondo, con su techo de zinc, y más alla aún podía distinguir el pueblo echado sobre un verde que las nubes de lluvia parecían cubrir de una densa humareda. «Sí, ciertamente han pasado muchas cosas en poco tiempo», se dijo de repente casi febril. Abarcaba con la mirada las laderas violáceas y seguía el cruzarse de unas rayas rápidas y negras: pájaros que volaban hacia la laguna. Era aquel un horizonte de inmensidad y a Daniel casi no se le veía entre los árboles: así era de diminuto. Pero le agradaba ser testigo de aquel gran orden, el orden del campo, con sus leyes y con la maravillosa exactitud de la relojería de la naturaleza. Empezaba poco a poco a oscurecer. Como en un cuerpo humano, todos sus gestos -en las hojas, en la humedad, en los primeros hielos -, se iban marcando quisiera o no la tierra, señalándose por encima de todas las cosas. Era el ciclo del año, como en cada jornada esa tierra misma era obligada a aceptar otro ciclo pequeño: el cerrarse bajo esta noche que caía, para abrirse de nuevo en la mañana.

Fue Daniel descendiendo lentamente. Venía ahora un suave viento que lo atravesaba todo, un viento que no podía notarse. Bajando de aquellas cumbres, envuelto en sombras, se iban acercando a él las luces de «El Cabañal» y sentía que algo grande, sobre el valle, estaba escrito. Una escritura marcada de un solo trazo.

Entró luego en la finca. Estaba el fuego encendido en el vacío comedor. La chimenea iluminaba el hogar en circunferencia.

Fue entonces, sentándose ante el fuego y tomando el papel, cuando llevó a cabo aquella idea de contarlo todo que acababa de tener entre los árboles».

José Julio Perlado: «El viento que atraviesa«.-(Richard Grandío.-Oviedo, 1968)

BENEDETTI

Benedetti.-10.-ua.es

«Siempre he dicho que la realidad para mí ha sido la influencia prioritaria en todo lo que he escrito. Ya llegue a ésta a través de la observación corriente o llegue a través del inconsciente- dijo Benedetti -. Cuando tuve, en los años previos a la dictadura, aquella actividad política, tremendamente agobiante, no escribí nada. Sin embargo, luego que volví a mi trabajo como escritor, de pronto descubrí que escribía diálogos, situaciones que eran reflejo de cosas ocurridas en aquellos años. Yo no las recordaba, pero venían de allí. Cosas en las que nunca había pensado y que aparecían, salidas quién sabe de qué recoveco de la conciencia».

Luego le fue diciendo a María Esther Gilio:

«Escribir no sólo me permite entender cosas que están afuera mío. Escribiendo también logro entender problemas personales. De pronto los meto en un cuento o en un poema. Y así logro entender lo que era oscuro. (…) No suelo tomar notas de diálogos o situaciones que me interesan. Prefiero que esos diálogos o situaciones queden ahí dentro de una manera más difusa. Si tomo nota, corro el riesgo de escribirlo textual y creo que eso que recibí debe pasar por mi facultad de escribir. Es necesario que aquel personaje que existe en carne y hueso se convierta en personaje de ficción. Y para esto tiene que pasar por adentro mío. (…) Escribir me sirve para ordenar ideas y para entender. Y no me refiero a la novela, también a artículos, ensayos. Por ejemplo, en este momento, con todo lo que está pasando en el mundo. Lo que pasó en los países del Este, en la izquierda: una forma de ver claro en mí mismo es escribir. Porque escribir te lleva a concretar, a sintetizar, a reflexionar».

(Pequeña evocación ante el taquígrafo, vendedor, cajero, contable, traductor, librero, funcionario, periodista, poeta, novelista, cuentista, Mario Benedetti, que acaba de morir)

(Imagen:-Mario Benedetti.-ua.es.-Centro de estudios iberoamericanos Mario Benedetti)

LECTURA Y HORMIGAS

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«Sí, ella sí respiraba bien, en profundidad, respiraba ahora el aroma del mar, la vegetación de la montaña, veía las letras del libro que estaba leyendo bajo el sol, el borde de la sombrilla, las sombra sobre las hormigas, las consonantes caminando en hilera tras las vocales, – ¿cuántos años tenía entonces? ¿era el verano de sus treinta años? ¿qué edad tenía?.- Se acercó un poco más para leer mejor y las patas de las vocales, sí, iban detrás de las de las consonantes transportando las tildes y los acentos, acarreando las briznas de las comas y los huevecillos de los puntos suspensivos, las antenas de las palabras obreras se iban orientando en comitiva por la página hasta llegar al borde del margen y volvían ordenada, minuciosamente, saludándose unas a otras al cruzarse en el texto. Se veía ella entonces leyendo hacía varios años, en el mar, sobre la arena, oyendo los chapuzones de Clara, deslumbrando el blanco albornoz de Ágata a su lado, y las hormigas seguían desfilando por cada línea del libro, las mandíbulas de cada palabra trasladaban la carga de cada pensamiento, podían con cada pensamiento, llevaban larvas, los trocitos de hojas, los trocitos de madera de cada pensamiento para construir el hormiguero de ella como mujer, el ruido de su cerebro, su cavidad, las galerías de los razonamientos y las encrucijadas de la sensibilidad, pequeños trozos de argumentos y capas leñosas bajo la corteza de aquella frente que se inclinaba, que meditaba, que escudriñaba cada página para ver qué le quería decir.

Siguió así, absorta en el libro, protegida de la luz por la sombrilla, persiguiendo la paciencia de aquellas hormigas de las letras que iban y venían de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, líneas que estaban a punto de revelársele ya, de descubrir lo que le iban a decir un momento antes de que la llamaran y de que tuviera que cerrar el libro y ya no supiera cuándo lo volvería a abrir».

(JJP:- Fragmentos de una novela inédita)

(Imagen.-Under the Awning/Girl with Book.- por Frederick Carl Frieseke, 1916.-artnet)

LA NARANJA Y EL YO

naranja-3-flikr«Está usted a veces ante sus hijos en la mesa, ya en el postre, pelando esa naranja. Toma usted el cuchillo con la mano derecha, redondea usted con la izquierda el contorno de esa naranja rosa y granulada, su cintura, su cerebro. Busca usted dónde hendir el arma del cuchillo, aún hace bailar un poco entra las yemas de sus dedos esta esfera roja y pesada, hace girar la bombilla de la fruta, el huevo del zumo. Ya cuando el bisturí resbala rebanando y comienza la corteza a caer en caracola blanca y lenta, una cinta de carretera que zigzaguea desvaneciéndose hacia el plato, usted sabe que algo así hay que ir desnudando del yo, esa redondez magistral, el egoísmo cerrado en sí mismo, la peladura coronando a la soberbia, una alada pesantez de autosuficiencia, la máscara roja de la gravedad, la ocultación de las entrañas de la pulpa, el dominio redondo del yo resbaladizo. Va usted pelando y pelando esa naranja interminablemente, cada corte en derredor enseña la blanca camisa interior que usted no quisiera mostrar, una membrana, un cendal, una tela de araña sembrada de pellejos ásperos, el último paso antes de que vuelva a rebanar el cuchillo y aparezca la sangre sonrosada, venas uniformadas en curvas, gajos compactos. Está usted cada día pelando esa naranja, todos los días de su vida, cada hora despojando a esa naranja inacabable de cada envidia ácida que torna y retorna a aparecer bajo el cuchillo, las afirmaciones que aplastan, las ironías que amargan, el desprecio al cual usted está dando tirones ahora para despellejarlo, apoya mejor el borde del cuchillo en el cráneo de la naranja, oprime el arma con la yema del pulgar, empuja contra la fruta con sus dedos rebañando bien los contornos, y la cinta inapresable de la ira reaparece de nuevo dando vueltas a esta naranja del yo que no se pela nunca, cuya epidermis caracolea girando hacia el final del plato».

(JJP.-Fragmentos de una novela inéditanaranja-ffgghh-por-donald-sultan-1991-artnet1

(Imagen: naranjas.- por Donald Sultan.-1991.-artnet)

OBJETOS

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«Objetos, objetos, comenzaron ahora las voces a decirle desde fuera del tiempo, cilindros, rombos, rectángulos, cuadrados, objetos que tuviste y que deseaste, objetos que envidiaste, que contemplabas en revistas, que mirabas de reojo en casa de los amigos, en vestíbulos, en pasillos, en esquinas, por las paredes, por los suelos, aquellos muebles de madera ondulada por ejemplo, líneas blandas y fluidas, pantallas hechas con bambú, sillas en fibra de vidrio, aseos relucientes, espejos deslumbrantes, transistores que te invitaban a cambiar de televisor, televisores que te invitaban a cambiar de automóvil, automóviles deslizándose por calles de objetos, objetos, escaparates, objetos, objetos, aerodinámica de objetos mirándote con su rostro estético, con su rostro técnico, girando, girando siempre iluminados con su rostro económico, sus ojos psicológicos, girando, girando siempre su imán las tumbonas movibles, los sillones mullidos, las luces halógenas, los colores plateados, los complementos de lo esencial, la esencia de los complementos, hablándote siempre los objetos desde los escaparates, Tú te mereces comodidad, te susurraban sensualmente, no sólo la comodidad sino el complemento de la comodidad, siempre hay una comodidad última que acabamos de recibir para ti en cuanto entregues tu firma plastificada en esta esquina de tu tarjeta, gracias, entregas lo esencial y te llevas este superfluo maravilloso, ¿lo ves?, el último complemento, mañana puedes llevarte los complementos de los complementos, en una semana se te habrán vuelto esenciales, sin ellos no podrás vivir, porque tienes que hacerte regalos, le seguían diciendo las voces, tú te lo mereces todo, tumbarte, por ejemplo, en este ondulado superfluo con reposa-pies incorporado y cabezal de espuma para ver panorámicamente el hambre en el mundo, lo giras oprimiendo este botón y así estarás al día de las enfermedades o de las lágrimas de los niños, porque lo que tiene este aparato como descubrimiento es que lo ves todo en directo y simultáneamente pero no te implicas, uno no se implica nunca, no se ensucia, nosotros preservamos de ello a nuestros mejores clientes, es decir, se puede estar completamente informado y a la vez distraído, absolutamente desinhibido, pensando, por ejemplo, en comprar otro objeto que te falte, porque te faltarán siempre objetos, te falta por ejemplo este cilindro, este rombo, rectángulo, cuadrado o esta circunferencia multiuso que esta temporada se está llevando mucho porque es lo efímero ambivalente creado precisamente para nada, para completar el vacío. Por eso debes poseer este objeto, porque ya se está acabando y lo tiene todo el mundo, conviene antes de que se pase la oferta que completes muy bien tu vacío, que tu vacío esté lleno de objetos, esa relación calidad/precio del objeto, esa relación calidad/precio del vacío, ¿recuerdas?, el vacío, el vacío, le iban diciendo cada vez más lejos las voces desde fuera del tiempo, el vacío, ese vacío, ese vacío, llenar ese vacío…»

( JJP.-Fragmentos de una novela inédita)objetos-compactos-foto-natsuyki-nakanishimuseumn-of-modern-art-the-new-yor-times

(Imágenes:- 1.-·»Extravaganza Televisione», por Kenny Scharf, 1984.-artnet/ 2.-Natsuyki Nakanishi  -Museum of Art.- The New York Times)