
“ Don Ego Diego tenia un genio muy vivo. Poseía un bastón de roble nudoso con empuñadura de plata y con él iba por Madrid a todas partes. Para cuidar su lubina — como la trataba siempre tan mal en sus viajes incesantes — solía descender paseando a ritmo pausado calle de Alcalá abajo hasta la Cibeles, paraba allí a descansar un poco y tomar aire, y luego proseguía despacio torciendo, o bien por Recoletos y Castellana hasta el final, o bien por el paseo del Prado hasta Atocha. “Lo importante es que la lubina vaya horizontal”, le habían dicho los médicos. “La trata usted tan mal que conviene que repose en Madrid. Es cuestión de que usted aprenda a convivir con su lubina.”
Los Ego Diego siempre habían tenido trastornos de salud pero jamás uno tan delicado como aquel del pescado. Procedían los Ego Diego del Bajo Imperio Romano, exactamente de los arrabales de la Urbe, no lejos de donde pasaba el Tíber. Escondidos y guarecidos durante la descomposición del Imperio, habían aguantado muy bien toda la polvareda de las invasiones godas, los gritos y saqueos salvajes de las tribus germanas y los desmanes y aullidos de los vándalos, de los ostrogodos y de los visigodos, pero en la confusión de los últimos momentos, y por golpes de mala fortuna, habían sido despojados de todo, incluso del apellido. Se encontraron de pronto, en los albores de la Edad Media, con una mano detrás y otra delante, tapándose las vergüenzas de no conocer mas que el nombre.propio. Uno a uno se reprodujeron por el imperio bizantino y por los reinos germánicos. Algunos en la Inglaterra anglosajona, otros en el Imperio de Justiniano y otros, en fin, en el reino visigodo,, tanto en Galia como en Hispania, los Ego Diego se dispersaron en busca de apellidos, y muchas veces se les vio ir, de modo famélico y ansioso, siguiendo el curso de los ríos —- como les sucedió en España, junto al Ebro y junto al Tajo —por ver si encontraban algo. Pero al llegar Europa a los siglos oscuros, los Ego Diego dieron la impresión de desaparecer y sólo se oyeron de ellos algunos rumores de capuchas en un silencio miniado de monumentos, entre copistas y lecturas.

Efectivamente, habían sido los monjes, aunque por poco tiempo, quienes les habían procturado cobijo. Y fue el Ego Diego residente en España el primero que, casi de manera casual, encontró un apellido que ponerse. Había salido una tarde aquel Ego Diego del monasterio de San Pedro de Villanueva, en Cangas de Onis, en Asturias, e iba solitario como siempre buscando con qué cubrirse el nombre, cuando un paisanín de la comarca que resultó al final ser todo un sabio y que ese día estaba sentado sobre el puente Romano de Cangas con las piernas hacia fuera y contemplando el lento fluir del río, al verle tan abatido, le dio la solución.”Necesita usted ponerse algo encima, buen hombre”, le dijo mirándole no sin cierta pena.. “Usted necesita, o un”además”, o una adición o una posdata, lo que quiera, pero algo. Necesita ponerse algo detrás del no,bre y así irá más tranquilo. Póngase un “otrosí”, por ejemplo,”, le sugirió. Al principio Ego Diego no le entendió muy bien, pero cuando el otro le dijo que era juglar de palabras y titiritero de romances y que estaba especializado en el devenir de vocablos por las rutas del tiempo, quedó tan entusiasmado por el descubrimiento que aquella misma noche lo consultó en San Pedro de Villanueva. “Esto me han dicho”, les explicó a los monjes. “¿Qué hago”. Los monjes le escucharon atentamente mientras cenaban verduras hervidas en el refectorio y al acabar le contestaron: “Nos parece bien”, le dijeron. “Lo malo es que llamándose usted Otrosí, ya desde ahora deberá ser abogado”.
Se hizo abogado. Pero no sólo él sino todos los Ego Diegos Otrosíes a partir de ese momento fueron abogados uno tras otro, pasándose los despachos de padres a hijos en una sucesión de siglos y heredándose también de unos a otros las togas, los enseres, los archivos y hasta la cartera de clientes, aunque a los clientes, puntualmente, los arrebataba la muerte y se los llevaba de este mundo. Se hicieron famosos los Otrosíes en toda España. Empezaron a ser terribles precisamente por las sorpresas que provocaban, porque en cada juicio, cuando ya parecía que éste se había concluido y el magistrado se disponía a soltar su mazazo sobre la mesa retumbando en la Sala su “ visto para sentencia”, cada Ego Diego de turno entonaba desde su estrado una palabra mágica con un acento entre tímido y envenenado, igual que si fuera un puñal:
—Otrosí… — empezaba.
Y ello quería decir que el juicio debía de continuar, que nada estaba decidido, que el reo, asombrado y ya casi incorporándose del banquillo, debía volver a sentarse, y que del vientre del asunto empezaba ahora a salir una interminable madeja de adiciones y de peticiones, de súplicas y de demandas que abrían la puerta a otros “otrosíes” seguidos y escondidos detrás de los antiguos adverbios, y tras ellos otros nuevos “otrosíes”, y luego otros y otros más, hasta que el juez y el presunto culpable se miraban en la distancia espantados por el sesgo que estaba tomando todo aquello.”
Jose Julio Perlado
(del libro “Mi familia y el sentido del humor”)
(texto inédito)
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(Imágenes—1- fotógrafo desconocido/ 2- William Heick – 1948/ 3- Johannes Carlson)