
Recuerdo al marido de mi tía Enedina, don Ego Diego Otrosí Ramírez, abogado, hombre muy asentado en el Brazo Militar y Civil de la Historia, y hombre también de estudios cuidadosos sobre antiguos legajos y que viajaba sin cesar arriba y abajo por las tierras de España enfundado en un viejo capote marrón de campaña de la época de la guerra, abotonado siempre hasta el cuello, y calzado con unas grandes botas polvorientas. Generalmente don Ego Diego solía pasar grandes temporadas en el tumbo de la catedral de Astorga hurgando en inscripciones indescifrables, recalaba numerosos veranos en el tumbo viejo del monasterio de Sobrado, en La Coruña, siempre por los mismos menesteres, y era muy asiduo igualmente de la iglesia de Calahorra donde un antepasado suyo, según decía, había sido racionero en 1228. Enfrascado durante meses ante una escritura de dotación del monasterio de Besalú, en Gerona, o absorto delante del fondo de la caja de ágata ofrecida a la iglesia de Oviedo por la esposa de Fruela II, cuando llegaba a Madrid, a su casa de la calle de Jardines, entre Alcalá y la Gran Vía, lo hacía tan agotado y rendido por tantos trajines que se desparramaba sin desvestirse encima de la colcha azul de la gran cama matrimonial, con la punta enharinada de sus botas rebozadas en todos los caminos y el olor de su cuerpo aún con aromas de matorral y de sepulcros.
–Vengo muerto –soplaba– porque he tenido que resolver unos asuntos en San Juan de la Peña, en Huesca, y después he tenido que copiar unas cosas del becerro de Santa María de Aguilar de Campoó, en Palencia, y luego he ido andando hasta el monasterio de Eslonza, en León. El domingo estuve ante el becerro viejo de la catedral de Toledo y luego tuve que subir hasta el Norte, a consultar el becerro de Santa María del Puerto, en Santoña, porque se me había olvidado apuntar una cosa. El martes me pasé por el tumbo de Celanova, en Orense, y el miércoles por la tarde le di un vistazo en Burgos al libro gótico de Cardeña.
No descansaba. Con sus botas empolvadas sobre la colcha y los dos picachos blancos de sus pies montados el uno sobre el otro, intentaba dormitar algo entrecerrando los ojos pero no lo conseguía.
—¿Y tu lubina?— le preguntaba inquieta su mujer sentada a su lado mientras hacía punto. —¿ Te ha dado la lata? — decía cariñosa.
— Se ha portado bien, la pobre — contestaba Ego Diego palmeándose la tripa — Esta temporada se está portando muy bien…
Trataba a su lubina como a una hija. Desde las primeras semanas de su matrimonio padecía de una lubina entera cruzada en el estómago, atravesada de parte a parte, con su cabeza, su cola y sus escamas, producto de una digestión voraz acuciada por las hambres y las prisas. Los médicos se lo habían advertido:
— Se ha tragado usted una lubina entera, don Ego Diego — le dijeron preocupados.
— ¿Y ahora qué hacemos? — preguntó él incorporado en su camilla.
— Pues no sabemos — meditaron los doctores.
— No, el que no lo sabe soy yo —.contestó muy enfadado — Ustedes son los que lo tienen que saber, que son los médicos.”
José Julio Perlado –
(del libro “Mi familia y el sentido del humor”)
(relato inédito)
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(Imgenes-1-Turner- 1843/ 2-Dante Tergini)