
“Las bodas de las hijas de don Argimiro Monte Urbión se celebraron meses después. Fueron unas bodas impredecibles e insospechadas. De las rendijas de las habitaciones de las seis hijas dormidas empezaron a fluir unos vapores gaseosos, unos hilos de arco iris que iban escapando de los amores en forma de manzana palpitando bajo las sábanas, un olor a corazón recién nacido que fue invadiendo primero los pasillos y después el palacete del marqués. Nadie se atrevía a decir nombres. Zenaida dejó caer un papelito blanco y doblado en la vacía copa de vino de su padre, luego Oliva hizo lo mismo al día siguiente, después fue Ciria, diez minutos más tarde se atrevió Eneima, tras ella Yolencia y al fin Cancionila. Se habían enamorado a la vez y querían casarse a la vez, pero no sabían cómo. Unos pájaros de cuchicheo pusieron en la pista a Monte Urbión. Don Argimiro tomó aquella gran copa de vino rebosante de papelitos doblados, se encerró con ella ante la mesa del comedor, ordenó que no le molestara nadie, y con un esmero de cirujano comenzó a extraer uno a uno aquellos nombres de los pretendientes. ‘Copretes’, leyó. Luego entreabrió las alas de otro papelito: “Jasón”, decía el segundo. Después fue a por el tercero: “Optaclano”, habían escrito. En el cuarto, con letra picuda, se leía “Audaz”. El quinto papelito decía “Citino”, y el último, el emparejado con Cancionila, la hija más pequeña, ponía sencillamente “Macrobio Orencio”.

A don Argimiro aquellos nombres no le entusiasmaban. Figuraban sin sus apellidos, igual que náufragos, y él, como marqués, no estaba dispuesto a ceder valor alguno en los posibles pasos de una descendencia. Sabía que los Monte Urbión iban a desaparecer pero quiso ajustar los goznes de los irremediables enlaces. Entonces convocó a los seis novios para un sábado a la hora del aperitivo. Mandó colocar seis pequeños taburetes frente a su mesa de comedor, dispensó a los doces criados de cualquier otra ocupación que no fuera la de estar presentes en aquella ceremonia, advirtió a sus hijas que estuvieran vestidas, peinadas y perfumadas para las dos menos veinte, anunció que él almorzaría como siempre a las dos y media en punto y se dispuso a examinar. El primer pretendiente, sentado en el primer taburete junto a la ventana y que intentaba pedir la mano de Zenaida, no le causó mala impresión. Era un joven delgado y de nariz enorme, con gafas, rápido de reflejos, nervioso y decidido a ocupar el puesto. Se llamaba Copretes González González y González González. Explicó a la carrerilla que el antecesor de su primer tatarabuelo había sobrevivido a la epidemia de disentería en la batalla de las Navas de Tolosa, confesó que carecía de divisa histórica y heráldica, que tampoco poseía “ex- libris”, preguntó si se podía fumar, y dijo que tenía un pisito cuya ventana daba a la Plaza Mayor y desde allí había preparado y conseguido las oposiciones de judicaturas. Don Argimiro le preguntó si se daba cuenta de lo que significaba pretender a Zenaida sin tener un “ ex- libris” y, abriendo una carpeta de tapas moradas, le mostró una serie de ilustraciones. “Joven — le dijo— , ya sé que usted no tiene divisa heráldica, pero ¿ sabrá usted francés?”. Copretes asintió. Entonces, ¿qué quiere decir en este escudo la palabra “abeille”? “Abeja”, contestó el pretendiente. “¿Y éste que pone “antiloppe” “Antílope”, respondió Copretes. “¿ Y champignon” ? “ Champiñón””, dijo el pretendiente. Quedó admitido Copretes, no tanto por su perspicacia, sino porque al marqués le había gustado aquel apellido doblado y repetidos con una “y” griega en medio, que siempre enaltecía cualquier eslabón.

Sin embargo, lo de la “y”enlazando apellidos pronto se vio que era una estratagema. Sabedoras de la importancia que su padre daba a la simbología de los orígenes, las seis hijas de Monte Urbión se habían precipitado a hacer confidencias a sus novios para que todos añadieran aquella vigésima séptima letra del abecedario. Cuando el novio de Oliva, el aspirante segundo, dijo que se llamaba Jasón Pérez Pérez y Pérez Pérez y empezó a contar que descendía de un arcabucero de la batalla de Pavía, que a su vez había ayudado a llevar la silla de manos de don Antonio de Leiva el 24 de febrero de 1525 y dio toda clase de señales de la hora, del ambiente que allí había y hasta de la temperatura, don Argimiro no se dio cuenta de la inflexión con la que había pronunciado la “y” porque estaba más preocupado por el presente, y aún más por el futuro de sus hijas. Miró despacio a aquel joven de chaqueta a cuadros y lazo de pajarita y le preguntó de sopetón : “Pero bueno, muchacho, aparte de lo de la batalla de Pavía, usted ¿a qué se dedica?” Jasón se quedó mirando a su novia y en un primer momento no supo qué contestar. Oliva, presurosa, se inclinó sobre él. “Dile lo de las matemáticas — susurró —. Enseñalé tu tarjeta.” El pretendiente buscó en el bolsillo de su chaqueta y extrajo una tarjeta de visita que entregó al marqués. “ Jasón Pérez Pérez + Pérez Pérez — se leía —: Filólogo y matemático.”
—¿Y éste signo +? — preguntó extrañado don Argimiro.
__ La “”y “, señor, es el elemento principal de la oración copulativa — dijo Jasón de carrerilla—. Viene a ser lo que la operación de sumar, es decir, el signo + en matemáticas.
Como no explicó otra cosa, y como lo poco que dijo lo pronunció con un insoportable aire de suficiencia, Monte Urbión lo clasificó como un pedante y se compadeció de lo que iba a llevarse Oliva para toda la vida.”
José Julio Perlado
”Lágrimas negras”

(Imágenes— 1-Adolph Gottielb – 1961/ 2- León Polk Smith/ 3-Sarah Meyohas/ 4- Gunther Forg- 2008)