
Y entonces Delacroix que estaba con nosotros, y el pintor Braque, y Joan Miró observando los barcos en la Luna, y Juan Rulfo extasiado ante la soledad del campo, y Dalí que estaba dando cuerda a sus relojes blandos y William Shakespeare entre bambalinas, todos esos Tauro y muchos más que estaban reunidos, se quitaban las palabras los unos a los otros con toda seriedad y respeto en la tertulia que tuvimos ayer por la tarde en uno de los extremos del arco iris, subidos en la confluencia de los colores. Cada uno contaba sus hazañas tal como le habían ido y Delacroix confesó que una de aquellas mañanas de su pasado ya diluido, mientras entraba el sol en la galería donde él trabajaba, notó un extraño efecto prismático de la cantidad de pequeños pelos de la tela de su vestido gris, y todos los colores del arco iris, dijo, brillaban en ella como en un cristal o como en un diamante, como lo están haciendo ahora con nosotros, añadió, y uno de los pelos, por ser brillante, reflejaba los colores más vivos, que cambiaban a cada movimiento mío, y cuando no hay sol, no nos damos cuenta de ese efecto. Muchos Tauro, al parecer, le escuchaban con atención, pero a la vez se les veía atraídos y distraídos por los cambios de luz que estaba produciendo el arco iris sobre ellos en esos momentos, y mientras tanto Dalí, en su estilo de siempre y algo apartado del resto, intentaba revelar a los demás en voz alta el simbolismo de sus relojes blandos, que tenían, dijo él, numerosas significaciones de las que ni él mismo, como tantos otros artistas del mundo, era consciente.


Mientras tanto Juan Rulfo, también apartado un poco del resto como hacía Dalí, no participaba en la conversación. Sentado en una alta roca del arco iris contemplaba la extensión de la eternidad y lo hacía en silencio, pensando sin duda en los muertos y en los vivos, y tal y como si todo aquello fuera su campo, el que le había acompañado siempre.
José Julio Perlado
(del libro “Relámpagos”)( relato inédito)
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