
Una de las cosas que he admirado siempre en los chinos de los otros tiempos, leyendo las historias de aquella nación — decía Álvaro Cunqueiro -, es su gran amistad con los vientos. Los árabes del desierto también han sido amigos de estos errantes, pero no como los chinos. El sabio Hsia Yuming llegó a establecer la familia real de los vientos del Noroeste, que soplaban sobre la montaña de las Dos Fuentes, donde se había retirado con su nutria doméstica, su tetera y sus libros y los zapatos de su primera y única esposa, que los llevaba al cuello adornado con flores silvestres, color de la inmensa soledad. Eran cuarenta y dos los príncipes vivos de aquella estirpe, de Oeste a Norte, más un muerto, un fantasma de viento vestido de blanca niebla que acudía dos veces al año, al alba. Yuming amaba, sobre todos, el viento dieciséis, un lento y pacífico caballero que venía de visita a la montaña en abril, cuando ya estaba florida la viola odorata, y en llegando a la ladera de las violetas se quedaba dormido, con la abierta boca sobre ellas. Yuming se sentaba en él, a soñar.
Pero acaso nuestro vendaval, el vendaval de los lucenses, no quepa en un catálogo de vientos. Es como un enorme dragón de desplegadas alas. Yo lo conozco desde mis primeros años. Lo he visto abatirse sobre mi valle natal, despeñándose desde las altas montañas, ruidoso, y deshaciéndose en cien brazos por las estrechas calles de mi ciudad. Es como un dios de algo, terrible pero paternal, indolente, pero de una nobleza incomparable. La imagen que algunos, en un momento de optimismo histórico- político, tenemos de Carlomagno, es algo parecido. Golpea con su cabeza en los montes, barre la llanura, aventa el agua de las llamas, y se corona con las ramas que rompe en sus violentas y locas cabalgadas.”
( Imagen – Jean Francois Millet)