EVOCACIÓN DE LA CLASE

Mi recuerdo baja por estas escaleras de piedra en este enorme edificio gris. Es una Facultad dentro de la Ciudad Universitaria de Madrid. Aquí he pasado gran parte de mi vida. Desde la carretera de La Coruña, a la entrada de Madrid, este edificio no destaca gran cosa. Pueden verse en la noche las figuras de las mujeres de la limpieza inclinándose en las papeleras y empujando los carritos de la basura. Cuando las figuras se van, estos pasillos y estas clases quedan vacíos. Mi recuerdo sigue ahora descendiendo muy lentamente; es mi recuerdo de treinta años el que baja escalón a escalón. Rozo la barandilla, desciendo al primer piso. Largo pasillo. Departamentos. Aulas. Seminarios. Aquí fui profesor. Mis frases y mis comentarios sobre la vida y el periodismo, sobre autores modernos y sobre clásicos, recorrieron estos paseos entre los pupitres, observaban apuntes, reportajes. Lo misterioso de este edificio es que al cabo del tiempo se sigan oyendo las mismas o parecidas voces. ¿ Soy yo el que sigo explicando? Y si no soy yo, ¿ de dónde provienen y de quién son estas voces que ahora oigo?

— Bien. — escucho a lo lejos— . Vamos, entonces, a empezar la clase… .

—- Van ustedes a coger el papel, porque hoy vamos a hacer un ejercicio…

—-Les ruego que tomen bien los apuntes, porque de ellos se examinarán de teoría….

—- Y ahora guarden silencio, por favor, que empezamos…

Veo la mano que toma la tiza y los dedos que aprietan los signos contra el encerado azul. Sé que soy yo el que escribo en la pizarra, y cuando me vuelvo veo otra vez estos rostros y estos ojos que están mirándome desde hace años. Las espaldas de los alumnos se curvan a cada embite de mi explicación y sus espinas dorsales van y vienen tensas y flexibles sobre los apuntes. Siempre me ha impresionado ese movimiento. Es un concentrarse sobre el conocimiento y es un remar al unísono del papel. Reman a la vez que remo yo. Dejo la tiza en el borde inferior de la pizarra y levanto la mano para explicar mejor. Ahora de la palma de mi mano parece que salieran palabras como palomas que a su vez han salido de mi boca y antes aún de mi memoria y que ahora vuelan a refugiarse en los oídos de los alumnos trazando una curva de prestidigitación. Así, mientras yo sigo bajando las escaleras del edificio, oigo el revoloteo de las palabras que cruzaron estas aulas durante treinta años, los años que yo he explicado aquí.
Me despido de Luna al llegar al vestíbulo. Todas las tardes me llevaba un café. Me mira desde el otro lado del cristal del despacho de bedeles y levanta la cabeza.

Aún sigo envuelto en palabras.

— Adiós, don Julio, hasta mañana.— me dice.

—Adiós, Luna — le digo — Y gracias por el café.”

José Julio Perlado

(Imágenes— 1- Rothko/ Rothko 1948)