
“Una noche sufrí una de aquellas crisis — le confesaba Tàpies a Lluís Permanyer recordando las primeras etapas de su vida—: la sensación era la misma que si me mantuvieran la cabeza bajo el agua, y unas extrañas alucinaciones me provocaron la visión de mi cuerpo entero por dentro, pero como si se incluyera también todo el universo. De aquella época tengo los recuerdos más tristes, y fueron los de mayor confusión mental de toda mi vida. Me pasaba las noches en vela.
Tenía diez años cuando un nuevo profesor que nos pusieron en la escuela me gritó en clase que no sabía expresarme y que hablaba tan mal como un albañil. Seguramente era cierto; yo estaba acostumbrado a hacerlo en catalán y no en castellano, como él nos exigió. Siempre he creído que no tengo facilidad alguna de palabra, quizás a causa del bilingüismo o motivado por aquella reprimenda que ciertamente me acomplejó muchísimo. Hasta que comencé a pintar no logré liberarme un poco de ello, y comprobé además que podía así expresarme sin necesidad de hablar.

Convencí a mis padres para que pudiera transformar a mi manera mi dormitorio. A menudo me veía reflejado en aquel armario de luna del cuarto: un joven pálido, ojeroso, sentado en la cama. La mirada parecía honda, y el conjunto era interesante y extrañamente intenso. Además se estaba quieto y era el modelo más barato. No es de extrañar que yo cogiera un lápiz o una pluma y lo copiara. Exageraba a conciencia los rasgos de la cara, sobre todo los ojos, siendo una motivación parecida a la intencionalidad del romántico, en un deseo de incorporar la magia interna del personaje.

(…) Me negué a trabajar con los colores. Me refugié en el blanco y el negro. Después acabé por descartar incluso esos y trabajé sólo con grises. La tela se había convertido en monocroma. Yo no he sido un pintor abstracto: cada una de mis obras representa siempre algo. Yo no podría realizar un cuadro sin que en él hubiera una imagen, una idea.”
