
“Abre el guía una verja que defiende el ojo negro de la caverna por donde hemos de ingresar — va narrando Ortega—. Avanzabamos el pie sobre un terreno húmedo, resbaladizo, pedregoso. Pronto sentimos que la tiniebla nos ha devorado y nos mastica con sus mandíbulas impalpables. Una entrada pareja debía tener aquel lugar de la leyenda céltica que llamaban el Purgatorio de San Patricio. Los que tornaban de él no volvían a reír nunca.¡ Y pensar que esto es un museo! Nuestra escasa simpatía por los museos de arte se suaviza un poco. ¡Excelente, un museo a oscuras! Las manos trabajan la tiniebla, abriendo en ella rutas posibles, y el pie tropieza, se escurre peligrosamente en un rápido deslizamiento hacia el centro de la Tierra.
Entretanto, el guía enciende una lámpara de acetileno. Nuestro afán de ver los bisontes ilustres no admite espera.¡ Helos aquí! ¡Fantásticos, monstruosos! Se mueven sobre el haz de la piedra. Pero no; ha sido un error. Lo que hemos visto era nuestras propias sombras, temblorosas, proyectadas sobre la techumbre por la lámpara que yace en el suelo. ¿Y los bisontes? Hay un recato irónico en estas figuras primigenias que rehusan entregarse sin más ni más a la retina profana. Evidentemente, el suelo de la caverna está hoy más alto que en otro tiempo, y no queda distancia suficiente para que el dibujo entero, casi siempre de amplias dimensiones, se componga en la visión. Hace falta que el guía conduzca nuestra mirada señalando a lo largo el perfil de cada bestia con un puntero. (…) La lámpara superpone a la decoración altamirana las sombras de los turistas, extravagantemente desmesuradas. De suerte que éstas lo primero que hallan allí es su propia y vulgar silueta.”
(imagen – Odilón Redon – 1903)