«A veces los escritores se acercan a la vida a través del oído, del tacto, de la vista o del olfato de los vocablos. Tocan la realidad de las cosas como, por ejemplo, logra hacerlo el catalán Josep Pla con algo tan material, cotidiano y comestible como es la fruta en un prodigio de observación.
Cuando Pla, por ejemplo, está describiendo a las ciruelas con su color de agua dormida o nos habla del apasionado y seco perfume del espliego o del colorido de las cerezas que va del rojo negruzco a los carmines más evaporados, delicadísimos, lo que hace es emplear las palabras extrayendo de ellas la máxima precisión. Como él mismo confesó: de joven me pasé una cantidad de tiempo muy apreciable contemplando el paisaje e intentando describirlo luego (…) Me situaba en cualquier rincón de estos campos, a resguardo del viento, y quedaba absorto, fascinado, ante las formas, los colores (…) Bien, pues mi estilo es esto: buscar la palabra exacta, en el sustantivo, y después el adjetivo, para conferirle el matiz, el aire, con la misma exactitud (…) Por ello hay que matizar, prestar atención a los detalles, a su riqueza y a su poesía.
Hay en esto una paciencia escondida, una paciencia artesanal que acompaña hasta perfilar la obra de todo creador. Es la misma paciencia de la pincelada en el pintor, del moldeado en el escultor, la que vive también con el escritor limando el lenguaje, porque toda paciencia es una y única. Los escritores jóvenes que cabalgan en la prisa deberían quizá aprender esa paciencia del matiz y de la precisión, ya que la vida es eso, un sinfín de matices en el diálogo humano, en los enlaces y desenlaces de la existencia y de la convivencia, en la descripción y narración de los quehaceres y de las penas y alegrías. Nada se puede contar con prisa, aunque aparentemente la vida sea eso ‑prisa‑, pero las gentes quieren escuchar atenta y detalladamente hasta el tono y timbre de voz de lo que ocurrió, el gesto que puso uno, cómo enarcó las cejas o cómo titubeó el otro al contestar, y todo eso es matiz, todo eso es adjetivo.
Los albaricoques ‑dice Pla al describir el paso de la fruta‑, son bellos en el árbol, sobre todo a la incierta luz del alba matutina, cuando cantan los mirlos y las codornices y más bellos quizás todavía sobre una fuente de cristal, sobre unos manteles pulidos, suavizada su rugosidad con una punta de agua y hielo. Sus colores son entonces tan fascinadores que uno no sabe si comerlos o dejarlos; tan encantadora es su presencia. Su gusto es un poco pastoso y filamentoso, de manera que su presentación no suele corresponder a su rendimiento. Pero eso, que sucede con los albaricoques, ocurre con muchas otras cosas en la vida. La contrapartida del albaricoque es el melocotón, fruto de menos presentación que el anterior ‑aunque a veces, si es de secano sobre todo, puede ser bellísimo‑ y en cambio de un gusto maravilloso, infinitamente superior al albaricoque. Hay también muchas clases de melocotones, una gama de carne de melocotón que va de la mollar y acuosa a la prieta y tensa, siendo la última, a mi entender, la preferible, aunque se deba reconocer que no hay mejor fruta para la glotonería que el melocotón mollar y semilíquido. (» Viaje a pie»)» («El ojo y la palabra», págs 118-120)
(Dedicado este post a Juan Pedro Quiñonero, fervoroso lector de Pla, y a «Una temporada en el infierno«, que acaba de describir la llegada de los primeros albaricoques españoles a su calle de París)
(Imágenes.-1.-Yoon Byungrock.-008.-Art Seasons.-Zurich, Singapur, Seul.-arnet)
Delicioso artículo, señor Perlado.
Felicitaciones de otro devoto de Pla y partidario de los melocotones.
Querido José Julio,
Delicioso, si; y de gran altura estética. Para colmo, recuerdas una página memorable de Pla… quede constancia de mi Gratitud,
Q.-
Querido José Julio,
en un día florentino particularmente caluroso, suerte tenemos de esos hermosos melocotones.
Un abrazo
Ángel
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