La llama de La Tour a la que mira extasiada la Magdalena, la llama de su pasado encendido, la llama de recuerdos y olvidos, escenas superadas, arrepentimientos contritos, ilumina todo el cuadro y alumbra a la vez el marco entero colocado hasta el 28 de junio en una sala del edificio Villanueva del Museo del Prado de Madrid. Ese «Maestro Georges de la Tour, pintor, que se hace odioso a la gente por el enorme número de perros que cría, como si fuera el señor del lugar – se atrevió a criticarle uno de sus contemporáneos -, ese pintor que caza liebres entre las mieses, destrozándolas y pisoteándolas…» resulta que ha pintado esa llama para que la Magdalena la mire. La llama de esta vela de La Tour que ha llegado del Louvre, obra invitada ahora del Prado, enciende también la sala, se abre a todas las salas del Museo donde ahora está expuesta, pero sobre todo imanta nuestros ojos. Los ojos de la Magdalena no nos miran sino que están posados sobre los efectos de la luz, quedan prendidos en esa candela encendida, esa fuente luminosa enmarcada en el realismo familiar y así la humilde vida cotidiana de esta mujer pensativa es atraída por el centro de la composición. Es la simplicidad elaborada del pintor. Es – dijo André Chastel – «una envoltura de sombra rota por una llama. Algo de inmemorial y de fascinante -al mismo tiempo símbolo del pensamiento, del silencio y de la fragilidad – vinculado al juego de las formas». Esta es la llama de Georges de La Tour.
(Imágenes.-Georges de La Tour: La Magdalena.-Museo del Louvre)